La nostalgia: uno de los sentimientos más mórbidos que existen, un onanismo sin éxtasis.
Coleccionistas de fotos de actrices viejas… de tapitas de Bilz, de Bidú, de Malta Palermo, de cualquier bebida que haya dejado de fabricarse hace décadas… de las placas esmaltadas que a la entrada de las farmacias recomendaban el analgésico Geniol con el rostro sonriente de un hombre cuyo cráneo estaba incrustado de clavos y tornillos, o de esas otras que a la entrada de tantos bares de barrio (“almacén y despacho de bebidas”) publicitaban con un arlequín multicolor y ojeroso el gin Gilbey’s…
En su variada, innumerable enajenación, los nostálgicos configuran una patética descendencia de los coleccionistas de sellos postales, sin la promesa que podía alentar a éstos: la de un azar que llegara a cotizar, en ese limbo del papel desteñido, una serie defectuosa o el rostro de un gobernante exótico y depuesto. Corolario: no me atraen los mercados de pulgas de ninguna ciudad del mundo ni las vidrieras de objetos viejos que pretenden ser antiguos y no superan lo que en inglés se denomina junk. En San Telmo evito la calle Defensa los fines de semana.
(Una amiga diagnostica razones subjetivas para esa fobia. Se debería al hecho de haber descubierto, entre otros residuos ofrecidos como antigüedades, varios cuadernos míos de la escuela primaria, que, estoy seguro, había mudado al tacho de basura hace décadas…) Lo que sí me interesa son esas antigüedades humanas que sobreviven en una época ajena. Menos por sus convicciones, generalmente previsibles, que por su conducta: modales y habla. Y entre ellas, admito una debilidad por lo que, a falta de una denominación más precisa, llamaría “lelas de clase alta”. De esa clase sólo conocí a individuos que no la representaban: escritores, artistas, marginales diversos que en sus bordes acaso guardaran algunos rasgos del centro pero mantenían con él una distancia irónica.
Entre ellos recuerdo las anécdotas que refería Bioy Casares de la señora Mercedes U., tan arquetípica que le adjudicaban frases y reacciones de otras damas por considerarlas dignas de su primacía. Uno de sus momentos preferidos, por Bioy y por mí, era este comentario: “En el viaje de ida a Europa, el barco tardó diecisiete días, y al volver solamente quince. Qué raro ¿no? Bueno, será porque al volver el barco viene bajando…” En otro viaje, habiendo dejado la provincia de Buenos Aires en medio de una gran sequía, al llegar a París rezó en Notre Dame por su campo. Al salir de la iglesia estaba lloviendo. “¡Tata Dios me escuchó!”.
De primera mano, recuerdo un ejemplo de expresión errática. En la mesa de restaurante que compartíamos, la artista plástica Nini G. advirtió que habían olvidado poner pan. Llamó al mozo y con una sonrisa exquisita pidió: “¿Tendría algo así como si fuera estilo pan?” Circunloquio digno de los rodeos de Henry James: lo imagino diciendo “Would you have something as it were in the way of bread?”
La señora Blanca B. practicaba con frecuencia el intento fallido de suicidio. En uno de ellos la descubrió su hija, al volver a la casa del Barrio Parque, tendida en el toldo que había impedido su llegada a la vereda. “¡Mamá! Otra vez… qué papelón…” Finalmente llegó el día en que logró alcanzar la vereda y romperse las piernas. La mucama que a partir de ese día le llevó el desayuno a la cama le oyó murmurar, mientras recorría los avisos fúnebres del diario: “Qué suerte tuvo la de Ayerza, que se murió. Yo, toda rota aquí en la cama ¡y viva!”
Me acusarán de misógino si no incluyo algún personaje masculino en esta galería. Pero debo confesar que las “antigüedades humanas” de género masculino, al menos las que recuerdo, no practicaban el dislate sino el mero anacronismo, una inevitable miopía de clase.
En el incomparable Cinco dandys porteños de Pilar de Lusarreta aparece Benigno Ocampo, gentleman, gourmet, literato, amateur de arte, secretario privado de Nicolás Avellaneda. En 1918, el día en que asumió el mando Hipólito Yrigoyen, los fieles del flamante ejecutivo desengancharon los caballos de la carroza presidencial y tomaron su lugar para pasearlo. Entre los testigos del episodio se hallaba Ocampo, que llegó descompuesto al Jockey Club y relató a sus amigos el insólito espectáculo. Su único comentario: “Cosas de carnaval de negros...” Palabras que hoy cumplen con los requisitos de lo políticamente incorrecto, pero no sorprenden dichas por alguien en cuyos recuerdos de familia, si no de infancia, aún palpitaban el Restaurador, la Mazorca y el barrio del tambor. Más modesto, este otro caso que también rescata De Lusarreta: la primera vez que Ocampo leyó en un anuncio la palabra “churro”, necesitó que le explicaran que se trataba de una especie de cake para mojar en el chocolate… (Me pregunto si un chico porteño de principios del siglo XXI, libre de toda aspiración al dandismo, que no se haya detenido a estudiar la vidriera de un bar de la avenida de Mayo entre Lima y Salta, habrá visto la palabra…)
Las antigüedades humanas me cautivan como una suerte de reserva ecológica a la espera del cronista que, aun sin pretensión de elaborar una “busca del tiempo perdido”, reconozca en ellos la derrota de la actualidad, la simple inmunidad al imperialismo televisivo, a la moda. Allí donde el impulso conservador resulta patético, la serena supervivencia adquiere un encanto particular.