El verdadero escritor inventa el mundo, el mediocre se limita a copiarlo”. La frase de Nabokov es útil para enmarcar la obra de Beatriz Vignoli, autora de nueve libros de poesía y de una serie de novelas en las que el mundo aparece tan nuevo como si acabara de ser creado. Con Reality llevó el policial a un nuevo nivel de sofisticación y, de paso, puso en evidencia las mezquindades e ironías del mundo del arte. Con Nadie sabe adónde va la noche contó la soledad modelo crisis 2001. Con Molinari baila transformó la novela de viaje en una historia de racismos internacionales que recalan en Wannaktakee, un pueblo ficticio de Texas. Y con DAF, novela de culto publicada por entregas en los 90 y editada este año por Bajo la Luna, retrató a toda una generación: la de los jóvenes de los 80, que no accedieron ni a la utopía hippie ni al éxito yuppie y tuvieron que arreglárselas con la medianía o la tragedia.
En la narrativa de Vignoli sobresalen tres constantes: una escritura arriesgada, un humor que va de la ironía al grotesco sin perder nada de elegancia y un rechazo absoluto por el realismo. O al menos por cierto realismo, aquel que prescribe la sobrecarga de datos, el localismo y la copia de léxicos y tipos sociales como únicos horizontes posibles de una historia.
“Siempre escribí narrativa” –aclara para quienes sólo la conocen como poeta–, “mi primer intento fue a los 13, pero entonces la poesía me salía y la narrativa no, era una cuestión de destreza y oficio”. La poesía venía ligada a la música y al inglés. Lo aprendió primero en el colegio, luego en las canciones, en la poesía y en las visitas de un primo de Los Angeles. Finalmente, y después de unos años en Bellas Artes, se decidió a estudiar el traductorado de esa lengua. Más que influencias, la música y el inglés equivalieron a zonas liberadas para esa chica que en los últimos años de la dictadura caminaba por las calles de Rosario cantando Why don’t we do it in the road, sintiendo que los Beatles la volvían intocable.
A la destreza narrativa llegó, en cambio, gracias al teatro y la plástica. Un primer experimento, aún inédito, fue una novela epistolar de ciencia ficción que contaba el viaje al futuro de un joven decidido a encontrar la cura del sida, enfermedad que aquejaba a su mejor amigo. “Es que leía ciencia ficción, sobre todo distopías”, cuenta. Ya en 1989, y gracias a Respiración artificial, de Ricardo Piglia, descubrió que en la narrativa, al igual que en el cine y la plástica, todo es cuestión de montaje. “Antes venía leyendo teatro y escribiendo diálogos sin saber adónde iba pero que me permitían crear personajes. El clic fue Piglia. Porque yo no quería saber nada con el realismo. Lo más realista que hice fue DAF, donde hasta investigué costumbres, modas. De Respiración artificial me gustó la idea del viaje en el tiempo. Ahí llegué a la conclusión de que la ciencia ficción era el lugar para producir. Lo que pasa es que la ciencia ficción queda en un lugar medio raro en el mundo literario. No vive si no la mezclás con otra cosa”. Y de mezclarla con otra cosa (con Beckett, con Pinter, con Shakespeare) nacieron sus novelas. Todas situadas en Atopia y habitadas por personajes comunes enfrentados a dramas universales.
Es que el verdadero acto político del escritor, sostiene Vignoli, es el de crear un imaginario diferente del real, no reproducir el que ya existe. “Cuando vos leés la épica clásica, leés la batalla de Odiseo contra Poseidón, te encontrás con el hombre que lucha contra los dioses y los vence. Esa es para mí la historia que hay que contar porque ésa es la historia que vale la pena escuchar, es la que fortalece el alma humana. Como dice Silvio Rodríguez: ‘He preferido hablar de cosas imposibles porque de lo posible se sabe demasiado’”.
Entre los “imposibles” en su obra se destaca el protagonismo de los objetos. “Es algo que también trabajé en poesía, en Bengala. El objeto como despojo. Esas cosas que en los 90 venían en serie, como las hebillas, las lapiceras, vos te comprabas veinte y después quedaba una sola. Con la crisis empiezan a cobrar un peso diferente los objetos, son como pequeños cadáveres, como partes del cuerpo, se humanizan”. Como algunos personajes que se invocan pero nunca aparecen en sus novelas –Molinari es el más claro–, ese trabajo con los objetos habla de un procedimiento creativo que Vignoli conceptualiza como centrado más en la urdimbre que en la trama. “La trama es un solo hilo que podés seguir e identificar porque existe la urdimbre sobre la que se destaca. Pero la urdimbre existe antes de la trama. Yo nunca doy por sentada la urdimbre, todo lo contrario, la trabajo y la trabajo hasta que la trama ya no es necesaria”.
Esta naturalidad para entender la tarea artística viene de un trabajo con las formas que acompaña a Vignoli desde muy joven. Su abuelo, Herminio Blotta, era escultor, y su abuela, Elvira Fontá, fue la segunda graduada universitaria del país y una influencia grande en su amor por el arte y la lectura. “Desde chica pintaba y escribía; tuve un contacto muy fresco con lo artístico que no viene mediado por los prejuicios que eran y siguen siendo los de mi clase social, aun más en esta región. De esto, claro, me di cuenta años después. Qué distinto es para el que llega al arte de grande, habiendo escuchado todas las maldiciones de los padres, con todos esos miedos, bloqueos e inseguridades que yo no tuve. Para cuando mi vieja me empezó a tratar de inútil, ya tenía una pila de cosas hechas, ya no me podía echar para atrás. Escribir era lo que hacía”.
Su primer poema lo compuso a los 12, en un campamento de verano en Molinari, Córdoba (“Estoy yendo hacia Miguel Molinari, como si se tratara de un lugar”, dirá en gesto autorreferencial Jackie Rainbow en la novela editada por El Ombú Bonsai). A los 14 editó Proesía. A los 15, con una máquina de escribir que le regaló su tía, editó otro libro: una colección de poemas muy combativos para el año 1980. Vendía las copias en la escuela para pagarse los viajes a Capitán Bermúdez, donde se juntaba con un grupo de poetas y músicos mucho mayores, parte de la resistencia cultural a la dictadura. Entre ellos estaba Rubén Vedovaldi, con quien aprendió sobre poesía beatnik. Tanta actividad no podía pasar inadvertida.
La directora del Normal 1 la citó en su oficina y le mostró unos dibujos. “Adiviná con qué está hecho esto”, le preguntó. “Eran mujeres de color sepia, no parecían hechas con óleo o ningún pigmento conocido”, recuerda hoy Vignoli. Resultó que el material era pomada de zapatos y que se trataba de obras pintadas por presas políticas. “¿Viste que hasta en la cárcel se pueden hacer cosas lindas? –remató la directora–. Escribí cosas lindas”. Ante esa intimidación, Vignoli dejó de publicar pero no de escribir. Ese lugar atípico para una chica de 15 años parece un espejo del que Vignoli ocupa hoy en el mundo literario argentino: crítica de arte, escritora y traductora al margen de las modas (pero también de las seguridades) de ese mundo. También a la hora de enseñar rechaza ocupar el lugar de autoridad: “Mi método para enseñar, o más bien facilitar la escritura, es el taller o laboratorio de producción: acompaño un proceso creativo, sin interpretar, pero sí dialogando y aportando lecturas e ideas que sirvan como recursos, sin interferir sino siguiendo la veta de lo que los participantes van creando. También uso ese método en mis clínicas de obra individuales con artistas plásticos”.
Vignoli es consciente de que la negativa a ocupar las poses prescriptas por la cultura tiene sus problemas. “De alguna manera en Rosario ocupo el lugar de la excepción. Estoy fuera de las instituciones. Porque soy la única que se dedica todo el día a esto. A escribir. Lo que pasa es que Buenos Aires sigue siendo la instancia de legitimación y a mí me dieron bola acá recién en 2001, cuando saqué Viernes allá. Eso está cambiando gracias al esfuerzo que hicimos los propios escritores. Es preciso viajar por la propia región, conocernos. Siempre estoy tramando redes, porque si no, la soledad de todos nosotros en medio de ‘la pampa gringa’ sería mortal. Hay una vida muy intensa y un gran saber en quienes aman la poesía en los rincones de Santa Fe. En Rafaela nacieron poetas y gestores culturales como Santiago Alassia, o la ya fallecida Elda Massoni, y también hay muy buenos artistas”. Otro gesto diferenciador de su trabajo en los medios es el de reseñar libros de editoriales independientes como Baltasara Editora, Erizo Editora o El Ombú Bonsai (una editorial que se destaca por su apuesta al libro como objeto de arte). “Eso ayuda –dice–, porque les das entidad a unos tipos que se creían unos boludos sólo porque están escribiendo en Rosario”.
Más allá de los lugares que el mundo literario quiera reservarle, Beatriz Vignoli transmite una autenticidad poco frecuente en estos tiempos. Decir que sus libros son únicos agrega poco a la certeza de estar frente a una obra que se alimenta de sí misma y no necesita nada más.