Tal vez fuese en las clases donde mejor se notaba. David Viñas hablaba para los alumnos, les hablaba a los alumnos.
Pero también, al mismo tiempo, hablaba con otros, o hablaba contra otros, para ser más exacto. A esa dimensión más evidente y tangencial, la de los interlocutores concretos que estábamos ahí presentes, se agregaba muy a menudo otra, fantasmal, conjetural, pero no menos intensa (y llegado el caso, más intensa), que era la de los interlocutores imaginados a los que Viñas se dirigía. Y que podían ser, por ejemplo, Pino Solanas (corría el año 1986, y El exilio de Gardel se estaba dando en los cines) o Tomás Eloy Martínez (promediaban los noventa y acababa de aparecer Santa Evita); pero también Domingo Faustino Sarmiento (por las posiciones asumidas en Conflicto y armonías de las razas en América en 1883) o bien Miguel Cané (por ser el inspirador de la Ley de Residencia en 1902).
Para Viñas la posibilidad de decir era inseparable de ese decir-contra, o de ese decir-en-contra-de, que podía perfectamente transportarse en el tiempo y montarse, como puesta en escena de una discusión visceral, en cruces de épocas y coyunturas. Por supuesto que había en eso mucho de pose y de gestualidad, como toca a cualquier puesta en escena, y mucho de efectos retóricos también; pero no en el sentido de algún eventual falseamiento, sino justamente al revés: bajo esa clase de determinación por la cual las poses y los gestos no son sino verdad, y los efectos retóricos no existen sino para producir verdad.
Pero sería reductivo resaltar en David Viñas al iracundo polemista sin más. Porque no se trataba, nunca se trató, de la beligerancia fácil de un mero compadreo crítico, sino de una premisa intelectual más radical y más potente: la que supone que las ideas deben surgir siempre en fricción con otras ideas.