Resulta difícil hacer coincidir su rostro amable, de buena abuela judía, con su prosa sardónica, plagada de observaciones agudas y supremamente eruditas. Cynthia Ozick nació el 17 de abril de 1928 en el seno de una familia judía procedente de Lituania. Sus padres se mudaron al Bronx y abrieron una ferretería en el barrio de Pelham Bay (Growing up in the Bronx es el título de su biografía donde relata, entre otras cosas, cómo los niños le lanzaban piedras cuando pasaba frente a una iglesia y la llamaban “asesina de Cristo”). Ozick aprendió el yiddish de su abuela, una mujer de armas tomar que removió cielo y tierra hasta conseguir que el rabino aceptara el ingreso de la pequeña Cynthia en el Heder (en esos tiempos sólo se admitía a varones). Ozick heredó sin lugar a dudas de su abuela la determinación y las agallas. Es dura, es precisa, la tiene clara: “Yo quería ser parte esencial de mi propia época, quería abrirme un resquicio, quería aunque fuese una astilla de la mesa literaria, quería ser aquello para lo que había nacido: es decir, no quería una carrera sino la posibilidad de ser uno de esos inconfundibles animales que llamamos escritores”.
En comparación con sus contemporáneos John Updike o Philip Roth, Cynthia Ozick empezó a publicar tarde, a los 42 años, a pesar de que llevaba más de veinte entregada a la escritura a tiempo completo. “Me casé joven y desde entonces mi marido, Bernard Hallote, me ha apoyado en mi carrera. Algunos de mis colegas se ganaron una beca Guggenheim. Yo tengo mi Hallote”, bromea la autora. No puede decirse que haya perdido el tiempo. Desde 1966 (fecha en que salió su primera novela, Trust) Ozick ha publicado casi sin tregua narrativa, poesía, teatro y ensayo, y se ha ganado la profunda admiración de algunos de sus colegas de profesión como David Foster Wallace y Alice Munro. Su libro Los papeles de Puttermesser (finalista del National Boow Award en 1997) será editado próximamente en Argentina por Mardulce. “Esta novela la publiqué al principio en forma de cinco historias cortas e independientes que fueron saliendo en distintas revistas literarias. Sin embargo yo siempre la concebí como una sola historia, sólo que el trabajo para que llegara a ser una novela fue muy gradual. La empecé en 1962, a los 34 años de edad, y no salió hasta 1997”.
—“Los papeles de Puttermesser” podría ser el título de una novela de Henry James. Tengo entendido que usted no sólo lo admira muchísimo, sino que es una verdadera experta en la obra de este escritor.
—Hice mi tesis sobre Henry James. Mi primera novela, Trust, fue una suerte de homenaje a Los embajadores. Henry James ha sido mi maestro. De él he aprendido la artesanía del lenguaje y la profundidad psicológica de los personajes. También el sentido del humor. Como escritor posee algo que yo admiro muchísimo: la forma en la que penetra en lo diabólico, en la esencia del mal, pero de un modo muy sutil. Sus historias de fantasmas, y en particular Otra vuelta de tuerca, están impregnadas de esta mirada. Uno podría atreverse a decir que James, a diferencia de nuestra cultura contemporánea, cree en la realidad del mal.
—La novela también establece relación con la antigua tradición judía. En el segundo capítulo, la protagonista de su novela, Ruth Puttermesser, crea un golem.
—La figura del golem se origina en los cuentos sobrenaturales de la tradición rabínica, que a su vez forma parte de la tradición folklórica judía. Sin embargo, yo mezclo cosas de muchos lados. Xantippe, el golem que crea mi personaje, tiene que ver también con la tentación subyacente a cualquier ser humano de competir con el creador del universo y de la vida. Por otro lado, es una metáfora de la escritura. Ruth crea el golem, y el golem la convierte en alcaldesa de Nueva York. Del mismo modo, los escritores hacemos libros y los libros nos convierten en escritores y también creamos personajes que de algún modo u otro terminan modificándonos. Se trata de un ciclo.
Los papeles de Puttermesser narra cinco décadas en la vida de una mujer –Ruth Puttermesser–, una abogada neoyorquina bastante neurótica, frustrada y obsesionada por su herencia religiosa y étnica. Ruth es una de esas mujeres que, como escribe maravillosamente Lorrie Moore en su cuento “La fortaleza de la soledad”, “en su rostro muestran la tensión y la ambición de siempre haber estado cerca pero no del todo”. Ruth es lo suficientemente lista como para aprender hebreo a la perfección en sus ratos libres, pero no tan brillante como para convertirse en una intelectual de verdad o retener a su primer amor, un filósofo joven y guapo. Los personajes de Ozick, como los de Henry James, suelen estar atrapados en un proceso de autodescubrimiento y en una maraña de inseguridades sobre su propia identidad social.
—La identidad personal parece ser un tema central en su obra.
—Me interesan las problemáticas relacionadas con la identidad, es cierto. Pero más aún la vinculación de las crisis internas de los personajes con las crisis de una comunidad en transición. La historia de un joven o una joven que inicia un camino (se va de casa por ejemplo) para encontrarse a sí mismo/a es un tópico tan antiguo como el mundo. Ahora bien, si cruzas esto con los avatares de una sociedad, como hace Henry James, la cosa cambia, se vuelve más compleja, más global. Por ejemplo, en mi primera novela, Trust, narraba la historia de un personaje llamado Allegra y su búsqueda del secreto de su nacimiento. Pero la novela acaba por hablar de otras cosas como, entre ellas la postura del judío y del gentil ante la historia.
—¿Se identifica con algún personaje de su obra?
Lo cierto es que me identifico mucho con Ruth Puttermesser a pesar de que, a priori, tenemos poco en común: mi personaje es una solterona, es una abogada fracasada y además tiene el poder de crear un golem, características que poco tienen que ver conmigo. Sin embargo ve el mundo a través de una lente literaria, es una criatura profundamente libresca y en esto sí nos parecemos.
Contra la mítica del Holocausto. En 1980 Cynthia Ozick publicó en el New Yorker El chal, probablemente su obra más importante y una de las piezas cumbres en la narrativa breve norteamericana. Ozick aborda por primera vez el horror de los campos de concentración a través de la historia de Rosa Lublin, una polaca judía que es llevada al campo de exterminio junto a su hija Magda y su sobrina. El chal es la prenda con la que Rosa tenía envuelto al bebé antes de que los guardias arrojaran a la pequeña contra las alambradas eléctricas, una práctica frecuente en esos lugares del espanto. El libro se hizo tan famoso que en 1992 se representó una dramatización del texto en off Broadway y cuatro años después, en el Playhouse 91, The American Jewish Repertory Theatre. Aunque parezca incomprensible, todo este ruido no termina de gustarle a la autora, a quien no le agrada presentar a los judíos como víctimas. “Temo que el Holocausto sea corrompido por la ficción y que, en general, la ficción corrompa la historia. Los judíos aparecen en la ficción como meros símbolos, como metáforas. Pero los seres humanos no somos ni símbolos ni metáforas.”
—Sin embargo, usted ha escrito mucho sobre el Holocausto
—Es cierto, y tengo sentimientos encontrados. A veces creo que no debería haber escrito nada relacionado con el tema. Nunca podremos escapar de los efectos de esa atrocidad del siglo XX que cambió el mundo para siempre. Ahora bien, usted puede preguntarme: ¿Esto es realmente así? ¿Realmente el Holocausto cambió para siempre el mundo? ¿El tiempo no lo borra todo? ¿No se suceden acaso nuevas atrocidades? Pero resulta que a veces el tiempo no borra todo; a veces simplemente deforma, y la deformación de la historia enseña a repetirla. Eso es lo que me asusta de la mitificación literaria, dramática de la Shoá.
—El lema “Nunca más” es entonces, y según su punto de vista, una falacia.
—Claro. “Nunca más”, ¡qué noble lema! Pero resulta que se ha metamorfoseado horriblemente en “¡Por supuesto que otra vez!”. Si se hizo antes, y sin una oposición significativa, no hay nada que nos impida hacerlo otra vez. Esta es una lección que no pasó desapercibida a Adolf Hitler cuando preguntó (aunque no lo recordemos con suficiente frecuencia) “¿Quién habla hoy de la aniquilación de los armenios?”. De ahí, Ruanda, Darfur, los mulás de Irán, sus apoderados, sus clones yihadistas, sus simpatizantes y cómplices cínicos, entre los cuales están, notoriamente, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y Tayyip Erdogan.
—Los críticos la consideran una de las escritoras judías más influyentes. ¿Qué importancia tienen para usted la herencia y la historia judía?
—Tenía 17 años cuando descubrí varios volúmenes de la Historia de los judíos de Heinrich Graetz en la biblioteca de una casa donde estaba hospedada. Me quedé tan fascinada que en cuanto pude me los compré y me metí de cabeza a leerlos. Hace poco me enteré de que Kafka también estuvo fascinado por la Historia... de Gratez, por cierto. ¿Qué importancia tiene la historia de mi pueblo en mi vida y en mi espíritu? Pues para mí es tan vital como respirar. En cuanto a mi escritura, sucede lo mismo, aunque trato de no escribir de manera demasiado explícita y didáctica. Puede decirse que como escritora estoy ciento por ciento comprometida con la historia judía.
El feminismo es un humanismo. Uno de los temas recurrentes en la producción ensayística de Cynthia Ozick es, además de la condición judía, el feminismo. La autora rechaza de pleno la etiqueta “mujer escritora” como algo separado y diferenciado del término “escritor”. A partir de su experiencia como profesora de escritura creativa, Ozick inventa un concepto casi intraducible al español, “Ovarian Theory of Literature” (algo así como la teoría literaria de los ovarios). “Este concepto pertenece a un libro que escribí alrededor de 1971. De todos modos creo que debería haberlo bautizado ‘Teoría literaria de los testículos’, puesto que me inspiré en algo que dijo Norman Mailer, quien atribuyó su propio don y el de algunos de sus colegas a la posesión de ciertos órganos masculinos. Uno escribe con estos órganos, dijo Mailer. Y yo me pregunto qué clase de tinta usará”.
—He leído que le molesta que le pregunten por qué rechaza la etiqueta de “mujer escritora” y no la de “escritora judía”.
—¡Claro que me molesto! Judío es una categoría de la civilización, de la cultura y del intelecto. Mujer, en cambio, es una categoría anatómica. Son dos cosas distintas. Si alguien me llama “escritora judía” me está definiendo. Si me llaman “mujer escritora” me están reduciendo, además de que es una categoría totalmente retrógrada.
—¿Cómo entiende el feminismo?
—Creo que el feminismo es sinónimo de humanismo. Tiene que ver con la capacidad humana. Hemos vivido durante siglos creyéndonos mentiras acerca de la capacidad humana y, en concreto, sobre la capacidad de las mujeres. Lo que no me gusta nada es el último viraje del feminismo hacia una política del cuerpo. Todos los estudios académicos actuales que ponen el acento en el cuerpo no hacen otra cosa que retrotraer el feminismo a esos momentos infames de la historia en que la mujer no era más que un cuerpo, un objeto.
—Los personajes femeninos de sus historias suelen ser mujeres fuertes y algo problemáticas. ¿Considera a Ruth Puttermesser una suerte de heroína de nuestro tiempo?
—Sí, en cierto modo. Desde luego no es un modelo a seguir, pero sí que la admiro por sus lecturas sumamente inteligentes de la tradición judía, por su implicación en la reparación del mundo, por su habilidad por mezclar la ley con la tradición. Me encanta, porque a pesar de que es finalmente derrotada por la entropía del mundo –como todos nosotros, por otra parte– sabe que su tarea es vestir a la naturaleza e inventar la civilización.