Desde que dejé de ganar premios literarios –esto ocurrió a inicios de la década del 90, debut y despedida–, casi prescindí de mandar mis novelas a los concursos. Mi opinión al respecto se reducía a esto: los premios son meras operaciones de marketing, mediante las cuales empresas e instituciones se premian a sí mismas eligiendo en el océano del mercado los productos o personas que mejor los representan. Es decir, no la literatura misma sino su simulacro, su representación social más conveniente. El hecho de que ya no ganara premios, cuando en mis comienzos se me auguraba una carrera esplendorosamente premiable, estaba en directa relación con el progreso de mi propia escritura en los términos en que yo –y no el mercado o cualquier imaginario de mercado– me lo planteara. Cuanto mejor un escritor, peores sus perspectivas.
Sin embargo, una temporada de pasajeras dificultades financieras disolvió mi resistencia: pensé que por una vez, tal vez, los libros que estoy escribiendo para el mejor de los futuros podrían ser apreciados en este triste presente. Y mandé un original y firmé con seudónimo de mujer, ya que en el Premio Clarín ganan casi siempre mujeres, y el 75 por ciento de las lectoras son mujeres y dos de los tres miembros del jurado son hombres a los que les gustan las mujeres.
Meses más tarde, mi seudónimo y el título de mi libro aparecieron en la lista de finalistas del diario. De inmediato, me convencí de que sería el ganador: desde ya, mi novela es extraordinaria. Mi único riesgo era que tuviese la desdicha de enfrentar a un autor inédito o a un alumno de taller literario, especies ambas que son usuales fabricantes de convencionales libros que las empresas e instituciones premian para demostrar que dan oportunidad a los nuevos talentos. Dicho todo esto no en desmedro de la ecuanimidad de los jurados sino en justipreciación del peso de las marcas. En fin.
Veinticuatro horas antes de la entrega del premio, mis certezas se habían disipado. No me compré el saco de lino que me había prometido, y de hecho me puse una camisa blanca, que rebota la luz: yo no era para cámaras y flashes. De todos modos, como mi hija iba a ver la transmisión por TN en la casa de los abuelos, le prometí que le iba a llevar el premio, mientras pensaba qué clase de medalla resplandeciente y llena de rubíes falsos podía comprarle en alguna parte. Mientras no sepa leer, esos pequeños trucos valen.
El evento era en el gran salón del MALBA, el non plus ultra de lo que debe ser. A la media hora de llegar, ya me habían adelantado el nombre presunto de la ganadora: autora inédita, vive en el extranjero. Casi lo de siempre. Sin embargo, me quedaba un cierto resquicio para la duda: no es inusual que en los certámenes se tiren apellidos falsos para proteger al triunfador. De todos modos, como la celebración apuntaba a larga, me fui al bar del lugar, dispuesto a seguir la transmisión por TN y a entonarme para enfrentar lo que viniera. ¿Tres, cuatro copas de champagne, mas una copita de vino? Ni las sentí. Primero desfilaron por la pantalla los ganadores de las emisiones anteriores, después cantó Mercedes Sosa y después se anunció que la revista Ñ iba a otorgar un premio a la trayectoria: me decidí a adivinar, un pequeño juego. Si acertaba el nombre de este ganador, el premio de novela era mío. Yo había visto a Fogwill recorrer el lugar, vestido con un traje de lino blanco impecable, y lo había visto aparecer en la tapa de Ñ, en una nota muy polémica, hablando en su mejor y peor estilo; eso lo volvía un serio candidato. Cuando el locutor dijo: “Es una personalidad...”, yo completé “controvertida y carismática”, pero el locutor agregó: “muy querida y respetada por todos”. Entonces me adelanté: “Roberto Fontanarrosa”. El locutor dijo ídem. ¡Había ganado el premio!
Luego de esa entrega, según mis cálculos, aún faltaría una hora. No prestaba más que una atención incidental. Conversaba con una editora. En la pantalla seguían hablando. De pronto, los hechos se precipitaron. En medio de una frase, escucho que el locutor dice: “...el premio es para Aniquilación, de Daniel Guebel”. ¡Era obvio! ¡Habían inventado el nombre de una ganadora para que mi apellido resplandeciera en el final! Voy volando hacia la sala, abro la puerta, la gente gira hacia mí, me empiezan a saludar, a aplaudir, a abrazar y besar. El mismo fenómeno que me parece detestable en la entrega de los Oscar y los Martín Fierro ahora asume un carácter delicioso, reivindicatorio, festivo. ¿Cómo podía ser de otra manera? Subo al estrado, abrazo a Eduardo Belgrano Rawson, le doy un beso a Rosa Montero, saludo íntimamente a José Saramago y le prometo in mente leer todas sus novelas. Me derrito de afecto universal. Me entregan una cajita negra y me piden que la abra y la muestre a cámaras: ahí adentro brilla algo. Me indican una tarima con dos micrófonos, y hablo. Hago lo que corresponde: primero, el acto de amor y agradecimiento. Dedico el premio a mi hija y a su madre, lo dedico a mi familia. Después les agradezco al jurado, al jurado de preselección, a los presentes, y lo dedico a la memoria de un gran escritor, saludo y una promotora me lleva suavemente al costado, como se lleva a los ancianos, a los molestos y a las celebridades, donde me entrevistará la prensa. Todo parece un poco breve y no entiendo por qué no me dan ahí mismo la estatuilla con el hombrecito que sopla un clarín –un toque de atención para la solución argentina de los problemas argentinos. Bajo, me llevan a una sala lateral.
Hay un camarógrafo y una periodista que está encendiendo su micrófono. Me dice: “Felicitaciones. ¿Cómo te sentís habiendo obtenido la segunda mención?”. “¿Cómo?”, le digo. “¿Qué decís, nena? ¡Yo gané el premio!”. “No”, me dice, “fijate en la plaqueta”. Abro la cajita azul. Efectivamente. “Bueno”, me dice la periodista, “Es muy importante. Hagamos la nota”. “No, por favor.... Es un bochorno. No lo puedo creer. ¡Creí que había ganado, agradecí el premio, lo dediqué. Es una pesadilla, una cámara oculta del programa de Tinelli!” Me voy, la dejo con el micrófono encendido. El papelón es universal, me voy disgregando mientras avanzo hacia el hall del MALBA: la gente se va a reír de mí, ya se está riendo. ¿Cómo pude pensar...? Soy un farsante, un impostor patético, vi las luces y entré a una fiesta que nunca me estuvo destinada. En las pantallas se ve a la ganadora, que sonríe y agradece y dice que es muy tímida...
Llego al hall, todos me saludan y felicitan. No entiendo. ¡Me ganó una escritora inédita, quince años menor que yo, justo cuando creía...! Empieza a sonar mi celular. Es mi hija. Su vocecita tiembla de alegría. Me dice que me vio en televisión y que gané el premio que le había prometido, y yo le digo que es suyo, sólo suyo, el premio que fui a buscar para ella, y ella me pregunta si se lo voy a regalar, y yo le digo que sí, es para que lo tenga en el cuarto de su casa. “¿Viste qué linda la cajita negra donde está la medalla, el premio?”, le digo.
Entonces me dice: “Es azul, papá”. “Es cierto, es azul.” Y veo que el azul de la caja es un azul de una belleza inesperada, que se eleva por encima de todos los simulacros. Ana me pregunta si mañana puede llevar el premio para mostrárselo a sus amiguitos de jardín, y yo le digo que sí, todos los días que quiera, durante toda la vida.