La calle amplia, piedras de tamaños distintos sembradas para comerse el barro. Mi amiguito sin nombre la transita con las patas desnudas. Admiro. Imito. Fracaso. Para la pandilla primitiva soy el porteñito fifí. Veredas irregulares a los laterales, perforadas éstas con los troncos flacos de las lilas de jardín, el pasto alto en espumoso verdor. Quizá sean unos ciento cincuenta los metros que separan la casa de mis abuelos de la plaza desplumada.
En ella cohabitan dos toboganes de seis escalones, con rampa de madera: la calesita, que apenas gira por prepotencia del tironeo; cuatro hamacas suspendidas en fila (una rota); y el dispositivo que adoro: una suerte de mecedora doble -para cuatro gurises, dos por lado-, que se me antoja imaginarla teleférico volador; se balancea para adelante y para atrás, me divierte verme de frente con mi amigo sin nombre mientras dura el viaje. Árboles añosos en custodia del viento que amontona los cantos de las aves.
Mis recuerdos de Chajarí son siempre así: esquivo a la siesta obligada, lanzado como zombie a caminar la ciudad desierta; el aroma de los leños al arder, las casas bajas, autos dormidos, perfume de mandarina. Mi objetivo de las tardes: alcanzar el boulevard refugio de la tienda que exhibe mi tesoro. Ay, Pepe Sánchez, el favorito de todos mis favoritos de El Tony.
En Chajarí mi abuelo era venerado como un tótem. Doctor-pase usted, doctor-qué alegría, doctor-. Yo lo detestaba. Era seco, autoritario, siempre ocupado, sus besos no eran eso, aparecía poco; lucía suéteres marrones con olor a humedad exangüe. Y sin embargo la aldea rendida ante el paso del prócer.
Para cuando comencé a frecuentar la ciudad siendo cachorro, mi abuelo ya había estudiado medicina, ingresado en el ejército para permitirse salir del rasti opresivo de Buenos Aires, recalado en Covunco para luego enraizarse a Chajarí, donde había construido ya una casa enorme con consultorio, piscina, jardín, taller de carpintería incorporado –allí vivió una temporada el ex presidente Lanusse, íntimo de él-, y había fundado, junto a otros, la citrícola.
El emprendimiento lo parió la injusticia. Hasta ese momento los que laburaban los campos arrendados para producir, debían vender la cosecha en Concordia a un cerdo usurero que controlaba el monopolio a su antojo. ¿Los gringos? Jodidos. Pero mi abuelo hablaba con ellos -no conmigo- con el radar pulido; se unió así a otros pudientes para comprar siete hectáreas de tierra que nutrieron con plantas de mandarinas, naranjas y pomelos. Trabajo cooperativo, ganancia equitativa. Mi abuelo era uno de esos especímenes hoy extinguidos en nuestro territorio, no así en Uruguay. Era un liberal de izquierda.
De pendejo, a Chajarí siempre me estiraba en vacaciones de invierno. Frío, gris, neblina, pueblo muerto. Para colmo, todavía no habían sido emplazados los tirantes del Brazo Largo. Entonces el río siempre crecido, se cruzaba en balsa. Y se tardaba, mucho.
El único momento durante la estancia que mi abuelo guardaba para mí, era la visita a la citrícola. El peor plan del mundo. Hola doctor, pase doctor, observe doctor. Él me mostraba con orgullo la máquina para limpiar y encerar fruta recién adquirida. Yo solo quería escapar.
Con los años florecieron las lumbalgias, y la reivindicación. Comprendí así que aquellas salidas eran su extraña forma de quererme. Trenzadas las manos llevarme a su lugar en el mundo, exponerse orgulloso entre operarios, aparatos y naranjas; su momento que yo dejé enmohecer, por la dejadez, sutura estéril de la tontería.