Se da a conocer a uno de los novelistas más singulares de las últimas décadas en lengua inglesa por medio de un libro de ensayos. No debería resultar extraño ni absurdo. Alexander Theroux es un narrador y un ensayista igualmente notable, impredecible, y en el medio de una de sus ficciones es capaz de intercalar un estudio entero sobre el vicio, la misoginia o el sentido del oído. Lo absurdo y extraño es que su obra –admirada por Anthony Burgess, Robertson Davies y John Updike– tarde tanto en hacer en el mundo exterior lo que ya hizo puertas adentro: tender tentáculos en todas las direcciones. Cada libro de Theroux es distinto del anterior, y cada uno desplaza los límites de la novela, del ensayo o de la crónica de viajes. No obstante, como su héroe Thoreau, el autor de Los colores primarios no desdeña el repliegue. De joven pasó varias temporadas en un monasterio trapense.
De lo religioso no se ha alejado nunca. En un recorrido tan enciclopédico como afable por los colores más puros, Theroux le recuerda al lector que el rojo es castidad y martirio, expiación. El rojo es salsa de tabasco, un viejo colectivo inglés, el dragón apocalíptico, el amor, los cardenales de la Iglesia. El amarillo significa el nimbo de los santos, la llama de una vela, la cobardía, la miel, la orina. El azul, apunta Theroux, es el color más raro de la naturaleza, el único que puede estar tan cerca de la luz como de la oscuridad. Sobre el azul que aplica Raoul Dufy en algunos de sus cuadros, comenta: “Para tomar prestada una frase de la teología medieval, no es un color sino un misterio”. La cascada de referencias y la mera cantidad de nombres aludidos no impide que Los colores primarios adquiera una velocidad, una ligereza y una gracia excepcionales.
Theroux también les dedicó un volumen demencialmente exhaustivo a los colores secundarios. Allí dice del naranja que tiene “un encanto imposible de analizar, que con frecuencia se les niega a otros colores”. Del púrpura sostiene que es un color “severo, a veces histriónicamente piadoso”. Y añade: “Como monaguillo, recuerdo estar viendo una plétora de lenguas púrpuras”. El verde, en cambio, es según él “un mensajero que se anuncia a sí mismo”.
Estos ensayos fueron investigados, montados y publicados antes de la existencia de los actuales –perversamente serviciales– buscadores de internet. Sólo pudieron hacerlos posibles una curiosidad y una tenacidad como las de Theroux, similares a las de Darconville y Eugene Eyestones, protagonistas de sus novelas Darconville’s Cat y Laura Warholic, or The Sexual Intellectual. Pero no se leen como despliegues de erudición espuria sino como frutos de una manía irrefrenable y contagiosa. Para el personaje principal de Laura Warholic, “el conocimiento es en buena parte una esperanza, una forma de plegaria… Adquirir e impartir información era para él un aspecto de la contemplación”.
Los colores primarios está escrito con el espíritu y la devoción de quien se ha pasado la vida garabateando en cuadernos. Ha habido otras maneras en que los colores insistieron en permanecer cerca de Theroux. Su esposa es la pintora Sarah Son. El protagonista de su novela An Adultery es un pintor. Ha escrito sobre el incomparable ilustrador Edward Gorey y sobre el dibujante Al Capp. Al final de una estadía en Estonia que terminaría hallando forma de libro, Alexander Theroux admite algo que transmite la volatilidad y la particularidad de un color entrevisto: “Confieso que siempre adoraré aquello que no va a dejarse ver una segunda vez”.
—Sus libros están solapada y abiertamente conectados. Uno se anticipa o anuncia a otro, o retoma una vieja obsesión. Por poner algunos casos: en su primera novela, “Three Wogs”, se discute de colores y en una escena aparece un estonio. El pintor y profesor de “An Adultery” les pregunta a sus alumnos: “¿cuáles son los colores que ven cuando entrecierran los ojos?”, y siete años después usted respondió a esa pregunta y a muchas otras en “Los colores primarios”.
—Sí, las obsesiones han estado siempre unidas a mis rezos nocturnos, y me temo que sin duda los han complicado. Pero no es que yo haya podido elegirlas. A veces irrumpen con una especie de persistencia que me convence de que estoy siendo presionado. Los temas recurrentes siempre han vivido en mi cabeza. Si miro para atrás, tiendo a sospechar que estaba listo para hablar de esas mismas cosas, de algún modo u otro, en cuarto, quinto o sexto grado.
—Un elemento que conecta toda su obra es su arborescencia léxica, la opulencia de su lenguaje, digámoslo así, tan presente en su ficción como en sus ensayos.
—Y estoy seguro de que en mi poesía también. Estoy definitivamente del lado de las plantas ornamentales. Un sauce tirabuzón, un árbol de Judas, una glicina china, azul, de follaje impetuoso. No puedo negar que adoro el lenguaje, la magia que ofrece. Las palabras mismas, como los postes y las vigas de un granero, permiten una estructura, y me sorprende que tantos escritores no aprovechen los materiales a mano.
—En cierto modo, uno podría leer “Los colores primarios” y “Los colores secundarios” como una historia cubista de la literatura, vista desde un ángulo original, más anárquico, más democrático, con referencias a novelas y poemas conocidos o desconocidos, a las historietas y al rock…
—Honestamente, empecé esos libros con inocencia y con cierto sentido de reverencia, como un ejemplo de la grandeza de Dios, fascinado como estaba por la abundancia, la multiplicidad de los colores, y por dónde y cuándo y de qué manera asombrosa aparecen en el mundo. Son libros de alabanza, si uno los ve de cerca –la gloria iridiscente del rojo, el verde, el azul, el amarillo–, aunque haya escrito también acerca de las connotaciones negativas de los colores, de los innumerables significados que les hemos atribuido.
—Usted dice que el amarillo tiene mil significados, pero de acuerdo con sus exploraciones lo cierto es que todos los colores primarios y secundarios parecen tenerlos, ¿no?
—Es verdad. Pienso algo nuevo acerca de los colores casi todos los días y me sorprendo escribiendo más oraciones acerca de ellos en mi cabeza. Dicen, por ejemplo, que los bebés lloran más en habitaciones pintadas de amarillo.
—Es interesante que no haya recurrido tanto a ejemplos de colores tal como han sido utilizados en el arte; la mayoría de los ejemplos provienen de la literatura, es decir de aquellos colores que han debido ser imaginados…
—Tengo un manuscrito terminado acerca del color negro y otro acerca del blanco, y allí les presto la debida atención a la pintura y al arte. ¿Son colores el blanco y el negro? Muchos críticos insisten en que no. Pero ninguna editorial se ha interesado por estos libros, tal vez son demasiado enciclopédicos, demasiado similares a la Anatomía de la melancolía de Burton. No es ésta una gran época para lectores cultos. El estilo elevado desanima a muchos editores y agentes pusilánimes de la actualidad. Esta es la era del texteo y del tuiteo, ¿no es cierto?
—“Púrpura se dice lilla en el idioma estonio”, escribió en “Los colores secundarios”. Quince años más tarde viajó a Estonia y escribió una crónica en la que intentó captar la elusiva peculiaridad de un lugar, como en otras instancias intentó hacerlo con un color extraño o un personaje irrepetible…
—Quise escribir un libro perspicaz sobre Estonia porque es un lugar fascinante, aunque no sea un país “divertido”. Está lleno de ironías, anomalías e incongruencias. Quise escribir un libro que fuera entretenido y a la vez informativo, dos cosas que no se excluyen mutuamente. Buena parte del libro es satírica, con un humor afable pero mordaz. No es un ataque a un país, tampoco es un tratado para zoquetes que se toman demasiado en serio. ¿Por qué la gente espera que alguien que viaja al extranjero escriba una crónica jubilosa? Al menos los reseñistas así lo pretenden.
—“Estonia” es también un libro sobre el lenguaje, sobre lo traducible. Son cuestiones que retoma en su último libro, “The Grammar of Rock”. En ambos, los momentos de incomprensión y las diatribas furiosas contra el mal uso del lenguaje ocasionan los pasajes más potentes y más hilarantes. En “The Grammar of Rock” confiesa que lo cautivan las letras mal oídas. Uno tiene la impresión de que tanto para las letras como para los colores usted tiende a ahondar en el modo en que se deslizan levemente de lugar y se descentran, para decirlo de alguna manera.
—Apenas les prestamos atención a las letras de las canciones, que pueden ser una forma de lectura. No es un problema importante en la vida, pero está involucrada la cognición y esto está relacionado con todo.
—“Estoy convencido de que hasta cierto punto escribir sobre música es en cierto sentido como danzar a partir de la arquitectura.” ¿Diría lo mismo acerca de escribir sobre arte? ¿Es ésa la razón por la que eligió un ángulo tan poco convencional para redactar sus libros sobre los colores?
—Es más bien acerca de transmitir conocimiento de un modo colorido, si me permite la expresión, un aspecto de la enseñanza. El ángulo no convencional de estos libros sobre los colores me pareció el más justo, haciendo pasar toda la información de una manera poética, porque como puede ver todo es una cuestión de improvisación, se trata menos de ensayos que de solos de jazz. La gente olvida que la escritura tiene algo del mundo del espectáculo, como el de la enseñanza. Mis profesores favoritos fueron una fuente de conocimiento, pero también entretenían, entretenían nuestras mentes, y te llegaban con sus anécdotas, su ingenio, su estilo.
—El pintor y profesor de “An Adultery” comenta de su método que “mis modos en clase eran habitualmente informales y de una despreocupación alerta”. ¿Qué aspecto o aspectos de la literatura halló posible enseñar?
—Una pregunta importante. Aunque suene didáctico, siempre intenté subrayarles a mis estudiantes que la literatura refleja la vida, que es real, que debería elevarte, inquietarte, que importa. Ningún verdadero lector de Los hermanos Karamazov o La guerra y la paz o Ulises o Moby Dick o Grandes esperanzas puede ser otra vez la misma persona que era antes de esa experiencia. Uno no puede conmoverse y seguir siendo el mismo. Esos libros no sirven para nada si uno sigue caminando con la misma luz tenue que tenía antes. Intenté enseñar eso como una verdad central. No hay nada que no importe cuando se sabe eso.
—Como la de sus maestros Browne, Corvo y Firbank, su obra ha oscilado entre lo decorativo y lo vital. En una oportunidad usted escribió que “el artista, al contrario que el apostador de Pushkin, debe estar preparado para sacrificar lo necesario con la esperanza de obtener lo superfluo”. Lo bien escrito, y ni hablar de algo extraordinariamente bien escrito –está autorizado a inferir que hablo de sus libros–, no se lee como superfluo sino como necesario. Aunque no pierda en absoluto la ligereza de su modo, hay una especie de inevitabilidad y de autoridad en algo bellamente dicho, ¿no cree?
—El propósito de la vida es intentar encontrar su significado. Lleva más de una vida, desde luego, pero una vida es todo lo que nos ha sido dado. En esa pesquisa uno debe ser audaz. Aquello que buscamos es lo que poseemos; uno encuentra buscando. Se consigue estando realmente vivos, por medio del estudio, la lectura, los viajes, la plegaria, la reflexión, los museos, la música, los sueños, la meditación, la conversación, la fe y la esperanza y, por supuesto, el contacto humano. La literatura es una gran llave.