Cómo hablar de cosas que no existen, el nombre poético que el grupo integrado por Charles Esche, Galit Eilat, Nuria Enguita, Pablo Lafuente y Oren Sagiv, y Benjamin Seroussi y Luiza Proença como curadores asociados, eligió para la 31ª Bienal de San Pablo, se volvió terrenal. Pablo Lafuente (España, 1976), cocurador, estuvo en Buenos Aires para dar una conferencia en el Malba y contó cómo fue ese trabajo en grupo: “Es difícil resumir la experiencia de 16 meses de trabajo. Creo que trabajar en colectivo es importante, en cualquier escala, no como norma, sino como propuesta y experimento. En el caso de la Bienal, el tamaño y el número de tareas y responsabilidades hace esto casi obvio. Políticamente, también me parece que la idea de eliminar jerarquías, o al menos cuestionarlas, tiene sentido. El trabajo colectivo ofrece responsabilidad compartida y aprendizaje constante, así como momentos de tensión y falta de entendimiento”.
Lo que con ese nombre sonaba a desafío y utopía, dos pilares del pensamiento del siglo XX, y revisaba hasta la premisa del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, que propuso que “los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”, se volvió una caja de resonancia de promesas incumplidas y un cúmulo de insatisfacciones. Para Lafuente, la fórmula “cosas que no existen” fue utilizada para sugerir que el mundo es más grande de lo que asumimos en nuestro día a día. “Ampliar ese mundo, lo que proponemos que el arte puede hacer (de diferentes maneras, no sólo hablando, sino también mostrando, aprendiendo de, luchando contra), es un ejercicio político. Pero la poética también hace parte. La situación política en Brasil, al menos desde junio de 2013, es una práctica de contestación y conflicto, también un ejercicio de ampliación de voces, preguntas, posiciones. La Bienal intenta hacer eco de ese impulso, que no sólo ocurre en este país”.
Al mismo tiempo, la política (en su sentido más amplio) tomó casi por completo la exposición internacional de arte moderno, que fue creada en 1951 y se celebra cada dos años en el Pabellón Ciccillo Matarazzo, ubicado en el Parque do Ibirapuera de esa ciudad.
Por un lado, la carta que firmaron algunos artistas rechazando el patrocinio del Estado de Israel. Palabras muy duras que se manifestaron pocos días antes de la inauguración, si algo peor pudiera sumarse a este momento tenso: “Es difícil imaginar algo así, y es imposible desearlo, especialmente en la última semana de instalación de una exposición de este tamaño. La respuesta del colectivo curatorial fue intentar responder a las responsabilidades que considerábamos que habíamos adquirido: con los artistas que se consideraban directamente afectados por ese dinero, con los artistas que firmaron en su apoyo, expresando completa adhesión o una posición crítica, y con los artistas que no firmaron. Y también todos los otros que trabajaron en el proyecto. Con la institución y su historia, con el público. El trabajo de doce meses. Intentamos no dejar de lado ninguna, lo que fue por momentos imposible”.
Por el otro, en esa disyuntiva entre arte y política, preguntarse, otra vez, ¿para qué sirve el arte? y ¿puede cambiar la realidad? “No creo que se deba pensar en arte y política como disciplinas separadas y predefinidas. Ambas son palabras con un campo semántico en disputa, y lo que me parece interesante es tomar esto como una oportunidad, no para definir y cerrar, sino para complicar, para expandir, sin acabar en un ‘todo es arte’ o ‘todo es política’. Cómo el arte se hace, cómo se presenta, cómo se entiende a sí mismo, son posiciones políticas. El sistema del arte es a menudo un sistema exclusivista, elitista, especialista y jerarquizado, y cuestionar esto es algo que el arte y aquellos que están relacionados con su práctica pueden decidir hacer, y eso sería una opción política. Pero también se puede pensar en el arte como instrumento. Lo que el arte gana con eso es que puede ser muchas cosas: puede intervenir y hacer otro tipo de política”.