Hace cien años Ambrose Bierce publicó un libro con las columnas que, desde hacía más de veinte, venía redactando para el San Francisco News Letter primero y el semanario Wasp después. El asunto se había iniciado en 1881 como El vocabulario del cínico. Pero en el prólogo a la edición de 1911, Bierce explica que la abundancia de libros “estúpidos y necios” con la palabra “cínico” en su título lo había llevado a repensar el bautismo. De allí que el diablo hiciera una rara entrada triunfal. Por otra parte, el género ya tenía parientes ilustres como el Diccionario de lugares comunes de Gustave Flaubert y engendraría descendientes agradecidos como los breviarios del filósofo Emile Cioran, donde se lee que “en un mundo sin melancolía los ruiseñores se dedicarían a eructar”.
La escuela del cinismo. Bierce es famoso por sus cuentos, pero también por sus hijos. El rosario de deudores incluye el fantástico de Borges y Cortázar –en la obvia serie argentina– pero también el Ernest Hemingway de la guerra, el terror pop de Stephen King y la militancia etílica de Charles Bukowski. Bierce, nadie lo duda, fue el tío irónico de una verdadera pandilla de fanáticos de la realidad y el desencanto. “La conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a ser la única pasión de sus vidas”, comenta, sobre sus padres, el narrador de Aceite de perro, historia de sordidez extrema que adelanta en mucho al Horacio Quiroga de Los destiladores de naranjas y la vena industrial de Roberto Arlt, pero también a los niños muertos de Osvaldo Lamborghini.
Si Bierce hubiera nacido en la Argentina, ¿habría adherido al yrigoyenismo revolucionario? Seguro habría escrito en Caras y Caretas. Textos como Parker Adderson, filósofo, el famoso Incidente sobre el río Búho o La alucinación de Stanley Fleming, donde el fantasma de un manso perro Terranova degüella a un cristiano, son hoy exponentes de la diáfana escritura americana al servicio del complejo placer de contar una historia simple.
Con un traductor tan inesperado y prestigioso como Rodolfo Walsh, El diccionario del diablo entabla una agitada conversación con esos cuentos. Al principio, su sabor parece un destilado, una declaración de principios, una poética. Pero, cada tanto, Bierce ejemplifica con un diálogo o una anécdota. Así, el coqueteo con el Baudelaire de Las flores del mal se convierte en una verdadera y rústica excursión narrativa.
Hay, por supuesto, varias maneras de leer este diccionario. Inicialmente, se puede buscar una palabra pero lo mejor es recorrer su geografía al azar. Bierce se hubiera reído de los lectores que lo avanzan ordenadamente. Los temas son los de sus cuentos: el vicio, el poder, el dinero y la pereza; la religión como una rama de la política; las mujeres; el escepticismo. La perfecta incorrección política está siempre. “Africano”, por ejemplo, es el “negro que vota por nuestro partido”. La actualidad de algunas definiciones es innegable: “Conferencista, s. Alguien que le pone a usted la mano en su bolsillo, la lengua en su oído y la fe en su paciencia”; “Cañón, s. instrumento usado para la rectificación de las fronteras”.
Si la novela es el género despiadado y canino que todo lo puede y todo lo traga, el diccionario opera de la misma manera pero con la elegancia y la precisión del gato que separa el pescado de las espinas.
Desaparecer en México. La muerte de Bierce, rodeada de incógnitas, alimentó el mito tanto o más que su literatura; pero su vida tampoco pasa inadvertida.
Nacido en Ohio en 1842, fue agricultor y aprendiz en una imprenta antes de iniciar a los 17 años una relación sentimental y sexual con una viuda sexagenaria. Sus padres lo mandaron a la Academia Militar de Kentucky y la Guerra de Secesión lo encontró del lado de la Unión. Fue licenciado en 1865, después de sufrir una herida en la cabeza en la batalla de Kenesaw Mountain, y trabajó como topógrafo, en una mina de oro y en la Casa de la Moneda de Alabama.
No vivió pocas desgracias excéntricas. Uno de sus hijos murió en una pelea, y otro de sobredosis de cocaína. Su hermana misionera viajó al Africa y la comieron los caníbales. En 1913, cuando cumplía setenta años, escribió un par de cartas y se fue al convulsionado México de Pancho Villa. Nunca más se supo de él. El año pasado, Enrique Vila-Matas analizó, en Doctor Pasavento, una excelente novela autobiográfica, las implicancias y dificultades de escapar de la escena pública y “desaparecer”. Bierce puso en práctica el plan un siglo antes. “Ser un gringo en México; eso es eutanasia”, escribió. La frase transmite la resignada vitalidad de un veterano, pero también la certeza de que existía un lugar más joven, peligroso y atractivo para morir al sur del Río Bravo.
Un émulo republicano y actual
La revista neoyorkina The Nation lanzó hace poco un Diccionario de republicanismos que intenta retomar la inspiración del Diccionario del diablo. Aludiendo a la presidencia de George Bush y a sus políticas antiterroristas, toma el 11 de septiembre y sus consecuencias como material principal de sus entradas.
Sin embargo, las definiciones exhiben demasiada corrección política. Aunque muestra ingenio –la “lucha de clases” es “cualquier intento de aumentar el salario mínimo”– y “Dios” aparece como “el principal asesor de Bush”, Bierce hubiera sido el primero en señalar que la ironía partidaria de este diccionario no sólo no está a la altura del verdadero cinismo sino que es muchísimo más aburrida.