CULTURA
octavio paz

El fuego y la ceniza

La celebración del centenario del nacimiento de uno de los más grandes ensayistas y poetas del continente es la ocasión para sopesar su<br /> legado a la luz del presente. Pasión y política confluyen en su magnífica obra.

Itinerario. Figura central de las letras latinoamericanas, poseyó un talante combativo y permaneció siempre en pie de lucha.
| Cedoc

La vida de ciertos seres –la de un puñado apenas–, demuestra que lo único que puede acabar con el fuego primigenio es el fuego mismo. Para un hombre que contuvo multitudes, sólo las llamas que animaron su existencia fueron capaces de despojarlo de su abrazo espiritual y terrestre con el mundo. La trayectoria de Octavio Paz, el más universal de los escritores mexicanos, puede datarse entre los balazos y la pólvora de la primera revolución del siglo XX y el fatídico diciembre de 1996, fecha en la que ardería su departamento en la Ciudad de México con los recuerdos, los libros y la historia de una vida.

Al día de hoy nadie como Paz ha encarnado en nuestra lengua el incendio de una pasión ecuménica. Por ello es natural que al sopesar su legado se renueven, encendidos, pareceres contradictorios y auténticos arrebatos. Eso y más debe esperarse de un ensayista fuera de serie que, por si fuera poco, fue uno de los poetas metafísicos más hondos del siglo pasado. En Paz, como en Pessoa –a quien tradujo y bautizó como “el desconocido de sí mismo”–, la pregunta por el tiempo y el presente se resuelven en el poema (“Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche./Pero miro hacia arriba:/las estrellas escriben./ Sin entender comprendo: también soy escritura/ y en este mismo instante/ alguien me deletrea”).

Por ello intentar aferrarlo o, peor aún, enmarcarlo en una efeméride, postura política, género literario o billete de lotería, más que indigno es una homilía destinada al fracaso. Si Paz brilló con luz propia como un hombre de su siglo y aún después de él, fue por su talante enciclopédico nutrido por una curiosidad inagotable, sustentada en una inteligencia literaria de absoluto privilegio. Paz fue dueño de una lucidez quirúrgica volcada hacia el festejo y a la vida –cada que pudo reivindicó las bondades del Libro de buen amor– que tuvo los arrestos y las capacidades para volver a los latinoamericanos contemporáneos de todos los hombres.

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A diferencia de otros espíritus notables en los que el talento suele darse por fragmentos, Paz pudo traspasar las disciplinas, haciendo converger a la antropología, la historia, la política, la filosofía y hasta la mitología en la plaza abierta a todos los vientos que nutre la auténtica literatura.
La mirada en el presente. Desde muy joven Paz destacó entre sus contemporáneos por la variedad de sus intereses y su compromiso político.

Además de su célebre participación en 1937 en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas en Valencia, ese mismo año partiría a Yucatán para fundar una primaria rural compuesta por niños indígenas. Conviene citar sus impresiones para quienes lo consideran centralista: “El subsuelo social está profundamente penetrado por lo maya, no sólo en el idioma, en todos los actos de la vida brota de pronto: en una costumbre tierna, en un gesto cuyo origen se desconoce, en la predilección por un color o por una forma.” Cercano a una antropología especulativa, es evidente, si se atiende su poesía, que el lenguaje de su primera época está impregnado por la atmósfera mexicana, como se reflejará en ¿Aguila o sol?, una de sus obras más hermosas en donde descuella “Mi vida con la ola”, historia de amor que habría firmado gustoso Italo Calvino.

A la mitad del siglo publicará un libro definitivo, El laberinto de la soledad, que además de ser un ensayo de interpretación nacional y haber devenido mitología en sí mismo, es el eco de una pregunta extraviada en el vacío, pero también una esperanza y sobre todo una presencia: “Estamos solos. Como todos los hombres… Nos aguardan la desnudez y el desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios.”

Posterior a La radiografía de la pampa, pero anterior a El pecado original de América, El laberinto de la soledad explora una tierra mestiza de una manera mucho más sagaz que Murena (tiempo después, en una entrevista con Emir Rodríguez Monegal, Paz, coincidiría sólo en parte con el autor de La metáfora y lo sagrado: “Las raíces de los EE.UU. no están en América sino en Europa. Entre la tierra y la sociedad norteamericana hay un espacio vacío. Ese espacio estuvo ocupado por los indios norteamericanos. Por más terrible que haya sido y sea la situación de los indios en México y en Perú los indios existen. Son nuestras raíces. En EE.UU. no hay raíces: hay un hueco. Los huecos no se ven, pero se sienten. Lo mismo sucede en la Argentina y en Uruguay. La diferencia es que los EE.UU. empiezan a darse cuenta de ese hueco y en Argentina parece que nadie, ni siquiera los escritores, ha reparado que el país está construido sobre un genocidio.”

Para mediados de los 60, Paz es ya una figura central de las letras latinoamericanas. Ha publicado Salamandra, La estación violenta y los que acaso sean sus mayores poemas: Piedra de sol y Blanco. En ensayo, su prestigio está sedimentado por El arco y la lira, Las peras del olmo y un hermoso compendio sobre poetas titulado Cuadrivio.

Ante la represión del gobierno mexicano contra los estudiantes en la matanza de Tlatelolco en 1968, Paz renunciará a su cargo como Embajador en la India (si bien es un hecho documentado que nunca dejó de recibir su sueldo como miembro del Servicio Exterior). Paz supo adaptarse a las circunstancias y comprendió una de las grandes paradojas que distinguen a México en el mundo entero: entre nosotros el príncipe y el poeta se confunden y resulta imposible entender al uno sin el otro. En México, en mayor o menor medida, todos los creadores somos Poetas Revolucionarios e Institucionales. Y esa es una herencia con la que hoy tenemos que cargar y discutir. Si es que alguna vez queremos aniquilarla.
De ahí en adelante Paz será una autoridad moral que dispondrá de un enorme influencia cultural y política, dentro y fuera de México. Ante su creencia de que “la moral del poeta es verbal: es lealtad a la palabra. El poeta puede ser un borracho, un libertino o un hombre que vive del cuento y sus amigos: allá él y su conciencia. Lo que lo salva o condena, como poeta, es su relación con el lenguaje”, Luis Villoro, insigne filósofo mexicano y padre de Juan, sostendrá: “A menudo lo vi dejarse acariciar por los halagos de la fama, condescender al encanto del poder, económico, político, literario, vislumbrar para sí el púlpito del magisterio intelectual. En todo ello no percibí la ‘otra voz’, sino la cansina palabra que se complace en las lisonjas de este mundo”. Empero, debe reconocérsele a Paz su talante combativo y permanente pie de lucha. En una emotiva carta dirigida a Tomás Segovia expresa: “¿No crees que todos nosotros, hablo de los que piensan y escriben español, tenemos un deber: dar la cara, puesto que nuestros gobernantes y generales prefieren mostrar las nalgas?”

Hombre de pasión y criterio, Paz cultivó como pocos lo que él mismo llamó la tradición de la ruptura, ya sea como un traductor audaz o como un experimentador perenne, tanto en poesía como en prosa. Probablemente El mono gramático sea uno de los textos esenciales de la literatura del siglo pasado: “Repeticiones, andas perdido entre las repeticiones, eres una repetición entre las repeticiones. Artista de las repeticiones, gran maestro de las desfiguraciones, artista de las demoliciones. (...) Eres (Soy) es una repetición entre las repeticiones. Es eres soy: soy es eres: eres es soy. Demoliciones: me tiendo sobre mis trituraciones, yo habito mis demoliciones.”

La concepción temporal de Paz es deudora de la cosmovisión precolombina, donde el tiempo es cíclico: todo lo que sucedió volverá a suceder, todo lo que fue está aconteciendo ahora, en un presente permanente (“Todo es presencia, todos los siglos son este presente”). Por eso el poeta, más que de su tiempo, es hijo del tiempo. Ente que se crea a sí mismo y se disgrega en su lengua, lengua que es la de sus padres y sus hermanos, la de los amores y la muerte. Es el poeta quien, al escribir, escucha. ¿Qué escucha? al tiempo, la llamada del tiempo que lo contiene y que tarde o temprano habrá de disiparlo: “Mis pasos en esta calle/ Resuenan/ en otra calle/ donde/ oigo mis pasos/ pasar en esta calle/ donde/ Sólo es real la niebla.”

De acuerdo con la tradición hinduista, inspirada en el Bhagavad Gita, una vez que el cuerpo muere es preciso incinerarlo porque “así como las vestimentas viejas son lanzadas lejos y se toman nuevas, el alma sale del cuerpo después de la muerte para tomar otro nuevo”. Creo que eso es lo mejor que puede hacerse con su herencia; no circunscribirla al mausoleo y mucho menos a la tumba, sino prenderle fuego a su legado; ese que todavía nos ilumina y marca el sendero de verdad y de belleza que traslucen sus palabras.