CULTURA
Martin Caparros

El futuro como amenaza

El escritor y periodista argentino Martín Caparrós se encuentra en el país presentando “Sinfín”, su nueva novela, anunciada por la editorial como “una distopía hiperbólica”, aunque el autor mismo no podría asegurar que se trata de una distopía, o una utopía –eso, en todo caso, lo debe decidir el lector, dice–. No solo eso, ni siquiera está seguro de que sea una novela de ciencia ficción.

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Obra. La última ficción del escritor argentino está llegando a las librerías. Para él, el futuro depende de cambios técnicos, no políticos. | alejandra lopez

Usualmente un escritor que cuenta una historia distópica –uno bueno, al menos– no se detiene solo en la tecnología o en la técnica, ni en las peripecias que inauguran ambas, sino, y como dijera Lem alguna vez, en el impacto que tiene en las subjetividades y en los cambios que suscitan en diferentes dimensiones o aspectos de la vida. Algunos autores, en ese sentido, eligen pensar o enfatizar más en las implicancias sociológicas o antropológicas; otros, en las políticas o biopolíticas; y otros, tal vez, en las psicológicas, ontológicas o ambientales.  

Caparrós, en cambio, lo piensa todo.

En Sinfín, su nueva novela, imagina un mundo donde la ciencia ha creado una forma de inmortalidad –una tecnología que permite extrapolar la consciencia a una máquina–, y a lo largo de las casi quinientas páginas pareciera agotar todas las consecuencias que se derivan de ello. Pero no se trata de la típica novela distópica –ese subgénero tan de moda en los últimos años– que focaliza en la rebeldía de un personaje frente a un sistema político totalitario, o frente a una tecnología tan ubicua que no deja ni la posibilidad de pensar un margen. Bueno, algo de eso hay, es cierto; pero en este caso la centralidad no la tiene tal o cual personaje, sino la idea. La narradora es una mujer que se propone escribir a modo de crónica, o más bien utilizando un registro que se podría ubicar entre la crónica y el ensayo, como es en general lo que escribe el propio Caparrós, la historia de esta invención –o de lo que de ella no se cuenta: los sacrificios humanos que precisó–, y lo hace desde un futuro más o menos cercano –año 2072– donde ya no existen, entre otras cosas, ni el periodismo ni la Argentina, y donde el poder de las corporaciones es casi omnímodo.

Caparrós, sin embargo, no está seguro de que sea una distopía, o una utopía –eso, en todo caso, lo debe decidir el lector, dice–, y ni siquiera está seguro de que sea una novela de ciencia ficción.

—La técnica acá es como la excusa para poder hablar de otras cosas. Una de ellas, y una fundamental, es qué hacemos con la muerte, ¿no? A mí lo que más me impresiona de esta época es que, después de miles de años en que los hombres estaban protegidos contra la muerte por la religión, por la idea de que había una vida después y que, según te portaras en esta, te iban a dar tal o cual cosa en la otra, pero que había otra, digamos, ahora por primera vez en milenios los hombres estamos desnudos frente a la muerte, o al menos muchos hombres estamos desnudos frente a la muerte: creemos que cuando se acaba, se acabó, y eso es algo con lo cual la humanidad no está acostumbrada a vivir.

—Bueno, la novela, de hecho, piensa nuestra época como una transición entre la trascendencia que proponían las religiones en el pasado y la que propondrá la ciencia en el futuro...

—Yo creo que lo es, y por eso imaginé que la técnica inventaba algún remedio para el desamparo. Cuando pensamos en cambios sociales, nuestra idea de cambio son cambios técnicos, o sea, pensamos que eventualmente las sociedades pueden cambiar porque va a haber cambios técnicos que lo van a impulsar. Hasta hace relativamente poco se pensaba en cambios políticos cuando se pensaba en el futuro. Pero ahora no. Ahora pensamos qué va a pasar con la inteligencia artificial, qué va a pasar con la nanotecnología, con la virtualidad y todo eso.

—¿Y esa imposibilidad de pensar en cambios políticos te acerca a esa idea de Fukuyama de fin de la historia?

—No. Yo creo que estamos en un momento en que no sabemos cómo sigue la historia y por eso de alguna manera pensamos que no tiene continuación. Yo estudié historia y aprendí que todo sigue cambiando siempre y que ningún sistema sociopolítico o socioeconómico es para siempre. Lo que pasa es que estamos en uno de esos momentos en que no sabemos qué futuro desearíamos, qué sociedad querríamos construir si pudiéramos, y entonces el futuro aparece no como promesa, que es lo que fue en muchos momentos, sino como amenaza: amenaza ecológica, amenaza poblacional, amenaza política.

—Y de ahí que en los últimos años proliferen tanto las distopías, ¿no?

—Exacto, sí...

Caparrós se queda en silencio, como pensando, y después señala hacia un costado, donde se está produciendo una escena que le resulta curiosa. Estamos en un café que es, también, una concesionaria de autos –o más bien en una concesionaria que es también un café– y cerca de la puerta hay una mujer china, con barbijo, mirando un Audi A6 y hablando con un vendedor. La ocasión es propicia para preguntarle por eso que está generando una paranoia parecida, justamente, a la de los relatos distópicos o posapocalípticos: el coronavirus.

—Yo creo que están todos locos. La relación entre la causa y el efecto es brutalmente desproporcionada, es decir: la causa, el coronavirus, no está para nada a la altura de los efectos globales que está causando. Se murieron 4 mil personas, y 3 mil de ellas son ancianos chinos. No es algo que parezca una amenaza global en serio.