CULTURA
JOS HERNNEZ: MITO Y ENIGMA

El gaucho insufrible

Se cumplieron 120 años de la muerte del autor del Martín Fierro, poema nacional que terminó de definir el género gauchesco y protagonizó polémicas y discusiones sobre temas tan diversos como el ser nacional y el idioma de los argentinos. Tipógrafo, militar, periodista, hombre rural y político, Hernández siempre estuvo un paso atrás de su obra, y sobre los bordes de su biografía se construyó el mito del desconocimiento. ¿Cómo fue que un periodista del montón pudo, un día, imaginar el libro que se convertiría en el primer best seller argentino? Tradición, lecturas críticas y las adaptaciones del poema al cine.

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EL HOMBRE. Hernndez y una de las cientos de ediciones de "Martn Fierro". En este caso ilustrado por Fontanarrosa. | Cedoc
Como todo autor canónico, José Hernández está rodeado de un grueso cinturón de lugares comunes con cuotas de verdad y absurdo en proporciones variables. Sometido por la agresiva trascendencia de su obra, inmóvil bajo capas mutantes y descripciones simplistas que le deben tanto a las lecturas políticas y eruditas como al aparato escolar, Hernández amanece en la literatura argentina menos como el poeta nacional que adjetivado por una frase machacona: él es el autor del Martín Fierro. Todo lo demás resulta accesorio. Y si alguien se anima a cruzar la raya trazada por la indiscutible categoría de clásico para hacerse una o dos preguntas biográficas, lo que se ofrece viene en forma de enigma. A ciento veinte años de su muerte, hacerse la pregunta por el autor antes que por la obra, y por el hombre antes que por la firma, no parece, después de todo, tan banal: ¿quién fue Hernández? ¿Qué fue, qué hizo aparte de haber compuesto un largo pero muy accesible poema donde la figura del gaucho se consagra de una vez y para siempre como símbolo de la literatura argentina y también, por supuesto, de la vida nacional? En un momento, el interrogante se carga de malicia. No es quién ni qué sino por qué. ¿Por qué él?

José Hernández nació el 10 de noviembre de 1834 en el actual partido de San Martín. Su infancia y su adolescencia fueron un permanente cruce de círculos y fronteras, de un ir y venir entre el campo y la ciudad. En una Argentina desgarrada por los conflictos políticos, tuvo una juventud desprendida de afectos. Rafael, su padre, era más bien federal, y su madre, Isabel Pueyrredón, a la que no conoció, venía de familia unitaria. Cuando sus padres se fueron a trabajar a una estancia de Rosas, él se quedó al cuidado de sus tíos maternos, que enseguida marcharon al exilio. Su abuelo paterno, José Hernández Plata, federal acérrimo, lo cuidó hasta que entró como pupilo al Liceo Argentino de San Telmo. El desembarco en la capital se ve truncado “por problemas de salud” y al poco tiempo se reúne con su padre, que siempre llevó vida rural. En un orden político que viene de Caseros, el joven Hernández, que todavía no es poeta ni periodista, se alista a las órdenes del coronel Pedro Rosas y Belgrano, hijo adoptivo del Restaurador, y enfrenta a Hilario Lagos, alzado contra el gobierno unitario de Valentín Alsina. Pelea en Cepeda con el rango de capitán, y Urquiza llega hasta San José de Flores. Ejerce como oficial de contaduría, es tipógrafo del Senado, y en la Convención Reformadora de 1860 conoce a Sarmiento, que será su enemigo. Cuando Urquiza es derrotado en Pavón, José y su hermano Rafael están ahí; el primero se volcará de lleno al periodismo político, mientras el otro realiza las primeras sesiones espiritistas en territorio argentino.

Aunque el 8 de junio de 1863 Hernández se casa con Carolina del Solar, el acontecimiento más significativo de ese año para su biografía es la muerte del montonero riojano Angel Vicente “Chacho” Peñaloza, a la que el joven prosista le dedica una serie de artículos antisarmientinos que se convertirían en libro. Luego emigra a Corrientes y se une a la causa del caudillo Ricardo López Jordán . De nuevo en Buenos Aires, funda su empresa periodística más conocida, El Rio de la Plata, diario que apenas sale durante ocho meses.

Hacia 1872 viaja por el litoral y Sarmiento le pone precio a su cabeza. Apenas 1.000 pesos, contra los 100.000 que se dice valía la de López Jordán. El 28 de noviembre en un folleto que no era mejor que las actuales plaquetas en las que los poetas dan a conocer sus primeros versos, aparece un poema que, entre virtuoso y ridículo, narra la leva de un gaucho y la fuga de un matrero a las tolderías. Siete años después, Hernández entra en el sistema parlamentario como diputado provincial y completa su obra con una “vuelta” donde abundan los consejos. El 21 de octubre de 1886 muere en Belgrano y sus últimas palabras son: “Buenos Aires, Buenos Aires...”. En esa duplicación, en esa insistencia, se puede leer un federalismo inteligente y obsesivo, que marca todos los pliegues del siglo XIX argentino.

El noble elefante. Hernández fue descripto muchas veces y desde ángulos diferentes. Pocas miradas no se deformaron por el entusiasmo, el desprecio, la incomprensión o combinaciones extrañas de estos tres elementos. Insistiendo en la falta de datos biográficos, Ezequiel Martínez Estrada lo retrató “de frente” y “de espaldas”. La ocurrencia sigue una anécdota en la cual el excéntrico poeta le habría regalado a una amiga un escapulario con una foto de su cara y otra de su nuca. Guido y Spano, que fue su amigo, lo llamó “noble elefante”. Lucio V. Mansilla, su adversario político y literario, en Una excursión a los indios ranqueles se ensañó con su “obesidad globulosa” que “toma diariamente proporciones alarmantes para los que, como yo, le quieren, amenaza a remontarse a las regiones etéreas o reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño a nadie”.

Es válido preguntarse desde cuándo el sobrepeso aliviana, para reconocer enseguida que ambas metáforas son una forma de decir que Hernández está lleno de aire, es decir, vacío. Muy diferente es la idea que de él transmite su hermano Rafael. En un librito ligeramente célebre para los estudiosos titulado Pehuajó. Nomeclatura de las calles, breves noticias sobre los poetas argentinos que en ellas se conmemoran, lo describe como un hombre de mundo, un entertainer. “Se le dictaban hasta cien palabras, arbitrarias, que se escribían fuera de su vista, e inmediatamente las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisaba versos y discursos sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden en que habían sido dictadas. Este era uno de sus entretenimientos favoritos en sociedad... Merced a su poderosa organización intelectual, guiaba su mente por distintos rumbos, sin distracción ni confusiones...”

Pero... ¿cómo era Hernández realmente? Lejos de la flexibilidad y la fibra que le suponemos al gaucho, Hernández era más bien grueso, cabezón y robusto. Las diferencias entre autor y personaje son evidentes en la tapa pop que ilustra la antología Martín Fierro, cien años de crítica, realizada por José Isaacson en 1972 para el centenario de la aparición del poema. En ella, el retrato de un gaucho típico contrasta con el aplomo de Hernández. El poeta, barbudo, la mirada fija, vestido con un gabán de amplias solapas, espera la orden del fotógrafo. En la mesa donde apoya la mano también descansa una galera. No es a caballo, no es con chiripá, no es lampiño: más bien se trata de un burgués orondo a la espera –respetuoso– de que su imagen sea inmortalizada.

Al mismo tiempo, si Gustave Flaubert dijo alguna vez que Madame Bovary era él, la potencia de Martín Fierro como personaje se superpuso a su autor. A medida que sus versos se hacían conocidos, el poeta se fue transformando en Martín Fierro. Por lo que se sabe, no hay rastro de incomodidad. Hernández incluso firmó cartas con ese nombre. Hasta 1873 se lo conocía por “Matraca”, de allí que con el cambio de instrumento –de la algarabía y el ruido a la seriedad del fierro– no se haya sentido perjudicado, más bien todo lo contrario.

La inspiración. En la primera línea de José Hernández y sus mundos, el historiador Tulio Halperín Donghi se hace la pregunta: “¿Hay un misterio que rodea la figura de José Hernández?”. Aunque la duda se disipa enseguida con un par de citas contundentes –entre ellas, la de Tiempo y vida de José Hernández, de Horacio Zorraquín Becú–, todo el libro es la reducción por la inteligencia de ese mito. Aunque lo reconoce como poseedor de una conciencia crítica “más original y más refinada que la de cualquier otro poeta argentino del siglo XIX”, al mismo tiempo lo ubica entre “el vasto personal político que no podía aspirar a las primeras filas”.

El mundo periodístico en que se movió Hernández antes de transformarse en explosivo poeta popular, descripto con una meticulosidad asombrosa en José Hernández y sus mundos, era motorizado por la creación de una nación moderna: promesas, luchas facciosas, ilusiones, cambios de bando, exaltación, precariedad, indispensable intervención del Estado. En resumen, algo muy parecido al periodismo de hoy en día sin la excusa de la nación moderna. Lejos de la biografía, lo de Halperín es un sólido ensayo de lectura de una época y sus textos. El espesor del enigma inicial sobre la identidad del poeta, entonces, responde directamente a la concepción que se tenga de la creación literaria. Mientras no se acepte que es factible que un desconocido se siente y desarrolle el poema nacional, se seguirá formulando la pregunta sobre cómo un periodista del montón pudo un día imaginar el Martín Fierro.

Ningún estudio pudo aislar el factor irreductible que la poesía necesita para ser tal. Si hoy intuimos quién fue Hernández, es indiscutible que sabemos mucho menos de la inspiración literaria. Y menos aún si de esa inspiración deriva el primer best seller argentino cuyos números de ventas, aunque la comparación sea desleal, hoy en día también serían espectaculares.

En vida y con las ligeras hojas del Martín Fierro en el regazo, Hernández tuvo que soportar todo tipo de ninguneadas y abusos de sus pares más prestigiosos. Para Mitre, el poema era “espontáneo, cortado en la masa de la vida real”; para Miguel Cané contenía algún acierto “casi siempre negligentemente envuelto en incorrecta forma”. Los que no lo negaron tampoco supieron ver –y el reparto de la culpa va caso por caso– lo que el futuro le deparaba. Mejor lo comprendió Miguel de Unamuno que, desde España y apenas a veinte años de su publicación, cuando el fanatismo patriótico ya arreciaba y el gaucho desaparecía de los campos para convertirse en un símbolo sobre el papel, escribió: “He de confesar que los desmesurados encomios que dirigen a la obra los apologistas que a su cabeza la recomiendan más bien me predispusieron en contra que a favor”.

¿Cómo leeríamos hoy un realismo crudo y exacto armado con la sintaxis y la ortografía tan poco noble del chat, del blog o de los mensajes de texto de los celulares? ¿Cabe en nuestra imaginación que un ingeniero en sistemas redacte una obra destinada a vertebrar los imaginarios de la identidad comunitaria? Responsable directo de las mutaciones del asombroso “ser nacional”, José Hernández se pierde en las profundas aguas del tiempo. Su vida y su obra reeditan el duelo que ocupa el centro de las inflexiones entre lírica y experiencia.