La familia de un escritor tiende a creer con más facilidad que todo lo que éste escribe es autobiográfico. El noruego Karl Ove Knausgaard hizo alarde de esta media verdad y algunos parientes se ofendieron con la publicación de Mi lucha, su saga personal en seis tomos, por el retrato que en el primer volumen hace de su progenitor. Existe una tolerancia mayor en esta época a la aparición de una primera persona no mediada, regida por una autoconciencia extrema, siempre y cuando –sugerencia de letrados– su tinta no manche el nombre de una familia. No es raro que lo que no haya provocado escándalo sea el sentido de la discreción de Knausgaard, que sabe perfectamente cuándo refrenarse de contar más.
La muerte del padre cuenta parte de la niñez de Knausgaard –el resto aparece en el tercer tomo, La isla de la infancia–, pero el autor no es –no lo es nadie– Funes el memorioso y de a ratos recurre a un viejo truco, útil como ejercicio de escritura: partir de lo autobiográfico para después ir contra lo autobiográfico. Es decir, deformarlo, falsearlo, embellecerlo (literariamente). En medio de una narración en la que el protagonista no es más que un doble del autor se suelen intercalar elementos puramente imaginarios, con el objetivo de soltarle amarras al personaje progresivamente, de ponerlo a prueba en lo desconocido.
La estrategia de Knausgaard reduce el método a una escala más cruda: la novela –podría no llamarse así– es estrictamente autobiográfica y lo que parece inevitablemente inventado son sólo nimios detalles decorativos, algunas minucias escenográficas, pájaros que no se puede saber si volaron allí aquella tarde, a esa hora. Cada lector es libre de calcular en qué medida se está ante un documento o un documento fabricado. El pacto que propone Knausgaard es que la novela se lea como verdadera, como si de ello dependiera su destino. Los suyos son libros sobre la tensión entre el mundo interior y el mundo exterior.
Inventar dentro de un pasado real es a fin de cuentas un ardid ineludible, tan antiguo como el relato de la primera anécdota que se contó en el mundo. Adaptando una idea que Gombrich aplicaba al arte, una narración no está allí para expresar la personalidad de su autor sino para resolver problemas. Aunque la entrada de la ficción sea ínfima, es suficiente para que eventualmente una obra pueda volverse desbordante, como en efecto sucede. Es que Knausgaard sabe que cierto cruce de fronteras, cierto descontrol, es lo que eleva a una novela a otra altura. Embarcado en semejante empresa es difícil trazar límites. Una cosa es una ristra de recuerdos recuperados de una vida a partir de la memoria de terceros, con el afán de reconstruir una vida –redactar una biografía– que se da por interesante, y otra una autobiografía en la que el propio sujeto debe dictaminar qué de lo que le haya sucedido es digno de ser transcripto. La extensión sigue siendo otro de los misterios del arte.
La muerte del padre y Un hombre enamorado no son capítulos de una autobiografía escrita para agradar, y si esto le quita virtud literaria por otra parte le da más crédito. No estamos ante un caso como el que confesaba Svevo sobre La conciencia de Zeno: “Es una autobiografía, pero no la mía”. Svevo sabía que lo que puede ser una característica sosa en una autobiografía puede resultar servicial o simpática atribuida a un personaje.
Knausgaard se expone de cuerpo entero. “Aspiraba tanto a ser alguien. Aspiraba tanto a ser especial”, admite Knausgaard. Ser escritor es lo que soñaba y la saga cuenta, en definitiva, cómo nace un escritor. Siempre se está a punto de ser escritor. El espejismo se desplaza en cuanto el viajero se acerca.
Vivir para contarla. La vergüenza y la furia guardada de un niño. Las primeras aproximaciones a una mujer. Las horas de risa y de recelo con un hermano mayor. Un padre que no deja que los hijos corran en el jardín, que imita el modo de pronunciar mal las erres de un hijo. La atención ideal de un lector: la de un hijo para con las palabras de un padre, con una percepción sobrenatural para lo auténtico y para lo abierta o solapadamente despiadado.
En La muerte del padre Knausgaard conoce la facilidad de acudir a la memoria del lector para conmoverlo, pero sabe que no basta con enumerar recuerdos o marcas de época. Tanto allí como en Un hombre enamorado compone interesantes movimientos con el tiempo, monta con el transcurso del tiempo una especie de coreografía. No habría que subestimar, por otra parte, la belleza y la fuerza de los topónimos escandinavos.
Si una buena biografía (de sus primeros veinte años) es lo que un lector quisiera leer en un momento de su vida, en La muerte del padre tiene un borrador difícil de mejorar. Lo fascinará un relato de esta clase porque un lector puede ir leyendo –releyendo– su propia vida, desdoblada, como si leyera la vida de un amigo íntimo con el que se fue cruzando y distanciando a lo largo de los años.
La prosa y el montaje de Knausgaard recuerdan al cine del grupo Dogma. Es como si el autor estuviera convencido de que hay algo más potente que el estilo. Cuando a cierto nivel ya es casi imposible derrotar a un rival por medio de la técnica solamente, entran en juego otros factores, como la tenacidad, el equilibrio mental, la entereza moral. Una de las discusiones sobre música que tenía el joven Knausgaard con un amigo se resumía en “el sentimiento contra la técnica”, un anticipo de la tensión que plantearía años después con esta serie de libros.
Knausgaard viene a confirmar la cantidad –impredecible– de modos en que una novela puede ser una buena novela, y si no buena al menos poderosa, o en su defecto caprichosa y misteriosamente hipnótica. Un libro no necesita ser bueno para demoler; puede que incluso sea ostentosamente desparejo, pero deben confluir en él ciertos elementos intrínsecos y exteriores que influyen decisivamente en el efecto que produce en un lector. Knausgaard parece decir que los libros interesantes son los irregulares, los que se permiten obviedades, arbitrariedades o delirios de novela no publicada, amateur. Novelas que tienen la capacidad de reabsorber los pasajes mediocres y convertirlos en pausas o contrastes imprescindibles.
Knausgaard hace literatura desde la tábula rasa, busca desestabilizar la noción de lo que suele entenderse por autobiografía o ficción. Mezclar las cartas y volver a dar: quién determina qué es un libro, a qué género pertenece, cómo conviene leerlo. Hay algo que convierte a Knausgaard en otro escritor: la observación precisa de ciertos detalles cotidianos y, sobre todo, las descripciones de la naturaleza y las de ciertas pinturas.
Cuadros vistos con el ojo de quien ha absorbido poco pero muy intensamente. En un autorretrato tardío de Rembrandt –que Knausgaard compara con los últimos poemas de Hölderlin– los ojos pertenecen a otra cara, trascienden la edad del retratado, “es como si nos mirara otro, desde algún lugar dentro de la cara donde todo es distinto”. Constable le despierta la sensación de lo inacabable y “el deseo de estar dentro de lo inagotable”.
Un hombre mayor que se mueve en la calle como si nadie lo mirara le recuerda a un personaje de Giotto. Knausgaard dice que es así como Giotto pintaba a sus figuras, que no aparentaban ser conscientes de ser observadas y que esto les daba un aura de vulnerabilidad. La de Knausgaard es una voz actual, incómoda en el escenario del siglo xxi: “El arte se ha vuelto un espectador de sí mismo… todo el énfasis está puesto en lo que el arte expresa, no en lo que es sino en lo que piensa, qué ideas propone”.
Padres e hijos. Tanto en La muerte del padre como en Un hombre enamorado Knausgaard confiesa la sensación de que su vida no le pertenece. Esa es su lucha: la autobiografía como reapropiación, reclamo de territorios ocupados. El primer tomo tiene una mayor resonancia mítica y está escrito como si fuera a ser el único, ésa es la diferencia con el segundo. Pero Un hombre enamorado abunda en recompensas. Allí Knausgaard se retrata a sí mismo como padre, y ahora el ambiente familiar se vuelve retratable porque se vuelve risible. La paternidad contemporánea –tan parecida a la maternidad– ofrece un sinfín de situaciones cómicas que Knausgaard no desaprovecha. El escritor noruego nos recuerda, de paso, que una escena memorable no necesariamente depende de una altísima calidad literaria.
De un padre a otro. Se cierra un círculo y otro se abre. Knausgaard puede entrar confiado a la rica tradición de relatos sobre padres: Edmund Gosse, J. R. Ackerley, Paul West, Martin Amis en Experiencia, Edward St. Aubyn en Malas noticias. Si hay un ejemplo de lo sublime en literatura es el modo en que Nabokov expresó su afecto por su padre en Habla, memoria. Se espera de todo muerto una respuesta más, una última pista, como si un muerto –no importa lo reciente que sea– se convirtiera de inmediato en un gran filósofo. La muerte del padre: pocas veces ha llorado tanto el protagonista de un libro. ¿Hay arte si un lector se conmueve seguido con un ejemplar en la mano? Eso conseguían las lecturas de infancia, que todavía brillan a lo lejos como el jardín del Edén de la literatura.