Es difícil imaginar que un completo extraño, sin padrinazgos literarios ni medios financieros, haya inaugurado su campo de batalla en Londres. Después de autofinanciar su primer poemario en Venecia (cuenta T.S. Eliot que se hizo con papel sobrante de una partida utilizada para una historia de la Iglesia), llevó algunos ejemplares a Inglaterra y los distribuyó en la prensa especializada. Sorprendente o no, le cabe al Evening Standard uno de sus primeros reconocimientos públicos: “Después de los versos triviales y decorosos de la mayoría de nuestros decorosos poetas, este poeta parece un trovador de Provenza en una velada musical en las afueras de la ciudad…”.
Rápidamente Pound, y sólo por sus propios méritos literarios, comenzó a insertarse en el campo literario de Londres y publicó su segundo libro.
Muchos medios de comunicación, como English Review o Daily News, comenzaron a elogiar la poesía de Pound. Otros, entretanto, comenzaron a criticarlo, incluso aconsejando al poeta que tuviera “un poco más de respeto por su arte”. Las críticas más fuertes, sin embargo, llegaron desde Nueva York, donde reprobaron sus versos y su estilo de forma irónica y despreciable.
Lo cierto es que Pound había logrado, como pocos poetas en la historia, captar la atención de sus enemigos en el momento mismo de la emisión de su obra. Y Pound (¡por supuesto!) aceptó el duelo, accedió a la guerra, y para eso utilizó (más bien sacrificó) su corona poética. Sus versos –que hasta ese momento eran herméticos, de diversa adaptabilidad métrica, eruditos– comenzaron a desnudarse y a exponer de forma más directa las opiniones de Pound. Se trata de la etapa de Lustra (1916-1917), posiblemente el libro más autorreferencial del autor, donde encontramos diversas y explícitas respuestas hacia aquellos que reprobaron sus primeros trabajos: “He aquí el gusto de mis botas; / Acarícienlas, / Limpien el betún con la lengua”, les encargó a los reseñadores de The Times.
Estos trabajos fueron una decepción para algunos de sus seguidores, y generaron hasta un despertar en el ambiente más crítico y académico de Inglaterra. No sólo del Círculo de Bloomsbury (Virginia Woolf y aliados) sino del crítico y catedrático inglés más importante de la época: el profesor F.R. Leavis.
Leavis (tenemos el honor de decir que Borges, desde Adrogué, llegó a invalidar una de sus tesis…), mentor de Raymond Williams y otros tantos, en el Nº 18 de Scrutiny escribió: “Se ha convertido en tan incapaz como la reorientación desinteresada de los ‘burócratas’ a los que desprecia, y las adolescentes audacias de travesuras públicas (y el privado ‘estilo epistolario’), con las que piensa demostrar lo contrario, son iguales de aburridas y monótonas como el decoro burócrata”.
Desconocemos si Pound dio respuesta a esta objetiva queja de Leavis. Lo cierto es que produjo el efecto publicitario que esperaba, y todos habían comido de su anzuelo. Con una atención garantizada, sacrificando sólo algunas de sus mejores prendas, Pound se abocó finalmente a su obra magna: la escritura de los Cantos.