Hace cuarenta años, la aparición de Las palabras y las cosas marcó un hito en el tiempo cultural de los años sesenta. Por una parte, ese libro consumaba la hegemonía del movimiento estructuralista entre fracciones significativas de las élites intelectuales. Y por la otra, el sorprendente éxito de público reclutado por un texto de exigente lectura era la marca de que aquel registro ideológico desbordaba con largueza el ámbito de los especialistas.
Con dicha repercusión, el filósofo francés se inscribía por derecho propio en la vanguardia de quienes formaban filas en la corriente lanzada por Lévi-Strauss desde la etnología estructuralista y, no sin equívocos, por Roland Barthes desde la crítica literaria, Lacan en su relectura del freudismo y Althusser desde la renovación del marxismo. Dicho momento intelectual se hallaba comandado por el llamado “giro lingüístico”, consistente en colocar como centro de todo análisis de las realidades humanas y sociales al fenómeno de la lengua.
Estas pretensiones estuvieron en el caso de Michel Foucault entrelazadas con una fuerte voluntad de escritura y una cierta espectacularización en la presentación de sus problemáticas ya manifestada en la Historia de la locura (1961). De allí que quienquiera que se haya asomado a Las palabras y las cosas recordará desde aquel inicio irrisorio con una cita de Borges hasta la utilización de Las Meninas de Velázquez o del Quijote de Cervantes (se llegó a hablar del “españolismo” de Foucault) como representación de algunas de las tesis centrales del libro. Igualmente, en Vigilar y castigar, de 1975, se tornará célebre la descripción detallada hasta lo insoportable de una técnica supliciante minuciosa y mortal, aplicada sobre el cuerpo de un acusado de magnicidio durante el Antiguo Régimen francés.
La herida humanista. Instalado de tal modo en la cresta del ascenso estructuralista, Foucault profesaba el postulado básico de la escuela que remachaba la tesis provocativa y antihumanista que en un reportaje de 1966 había sintetizado de este modo: “El punto de ruptura se sitúa cuando Lévi-Strauss, para las sociedades, y Lacan, en lo que se refiere al inconsciente, nos mostraron que el ‘sentido’ no era probablemente más que una especie de efecto de superficie, una reverberación, una espuma, y que en realidad lo que nos atravesaba profundamente, lo que existía antes que nosotros, lo que nos sostenía en el tiempo y el espacio era el sistema”. Igualmente, en el final de La arqueología del saber, de 1969, retornaba sobre el punto ironizando sobre el malestar de “los humanistas”, es decir, de quienes no podían resignarse a la herida narcisística de que “su historia, su economía, sus prácticas sociales, la lengua que hablan, la mitología de sus antepasados, hasta las fábulas que les contaban en su infancia” obedecían a unas reglas que escapaban a su conciencia.
Precisamente, Las palabras y las cosas está animado por una ambiciosa cuestión que podría formularse simplemente así: ¿por qué clasificamos y organizamos eso que llamamos “mundo” del modo como lo hacemos? ¿Por qué, por ejemplo, se ha colocado a la locura dentro del ámbito de lo demoníaco, lo sagrado o bien de la enfermedad mental? Por su parte, el libro del ‘66 recortaba un ámbito estricto: el del modo como se desplegaron las representaciones de lo real en el ámbito de los saberes sobre el lenguaje, los seres vivos y la economía desde el Renacimiento hasta fines del siglo XIX. Pero en su caso, no se trataba de una labor de historiador de la ciencia o de las mentalidades, que considera concluida su tarea cuando describe las nociones a partir de las cuales se ordenó entonces a las palabras, los animales, las plantas y los intercambios comerciales. En cambio, la empresa foucaulteana pretende exhumar a partir de esos discursos el suelo que los funda, los modelos abstractos a los que responden, las configuraciones básicas que los regulan. Se comprobará así que el análisis de las riquezas obedece a la misma estructura que la historia natural y la gramática; esto es se habrá develado su “código”, para decirlo con la palabra consigna que condensaba un significado central de la cultura de esos años. A ese conjunto de reglas que gobiernan aquellos saberes de superficie, Foucault lo denominará con un término griego prontamente usado y abusado: episteme, y el entero emprendimiento recibiría el nombre de “arqueología del saber”.
De tal modo, una cultura era comprendida como un código de ordenamiento de la experiencia humana. Al mismo tiempo ese código operaba sobre los sujetos que resultaban ser sus portadores. Con ello, el hombre de la primera modernidad, de la modernidad cartesiana, dueño soberano de sus ideas y sus prácticas, resultaba desplazado de su centralidad humanista; dicho con otra palabra-seña, resultaba descentrado. Este movimiento y ninguna otra cosa es lo que resume el proclamado “antihumanismo” estructuralista. Descentramiento que encontrará una inspiración más lejana en el inconsciente freudiano pero crispándolo, puesto que el propio código desde el que se construye lo real permanece invisible. Es decir, no se puede ver y al mismo tiempo ver el ojo que mira, ya que la mirada misma resulta un trasfondo impensado e impensable sobre el que no se puede preguntar, dado que es la condición de posibilidad de toda pregunta.
Así se cerraba justamente Las palabras y las cosas, con un final también celebrado, allí cuando, hacia fines del siglo XIX, se abría la época posthumanista. En ella, psicoanálisis, lingüística y etnología anuncian la disolución del hombre o el descentramiento del sujeto moderno. Este postulado alcanzó en la escritura de Foucault una formulación prontamente multicitada: “El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya probabilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”.
Un aire libertario. Pero así como Las palabras y las cosas recogió un éxito ampliado, en el ámbito de los especialistas no dejaron de señalársele los problemas que albergaba el modo en que Foucault construía la historia concreta de las distintas disciplinas consideradas. Historiadores de la biología, la economía o la lingüística intervinieron así para señalarle lo que consideraban incorrecciones en dicha reconstrucción. Sin embargo, es dudoso que semejantes argumentaciones hayan mellado la general valoración positiva y aun encomiástica de su libro.
En cambio, las críticas o simplemente el desdén germinaron en el humus politicocultural más genérico y hegemónico de la década del 60. Por ello, el núcleo de las críticas remitía a la desconfianza con que en algunos sectores de izquierda se evaluaba el proyecto estructuralista en su conjunto. Y, en efecto, podrá comprenderse fácilmente cuántas resistencias podía ofrecer una concepción carente de una teoría del cambio en esos años profundamente recorridos por el nervio esperanzado de los cambios revolucionarios en todos los aspectos de las prácticas humanas. También es comprensible por eso mismo que el Foucault que sigue circulando entre nosotros no sea precisamente el de aquella etapa centrada en el libro que ahora cumple cuarenta años, sino el que se irá abriendo paso en la etapa posterior, más atenta a las relaciones del saber con el poder y cuyo “monumento” es Vigilar y castigar.
Pero en este último registro, no es menos cierto que, en general (y la Argentina no fue una excepción), la expansión del foucaultismo fue acompañada por una trivialización de sus propuestas, que, traducida en trabajos sin balance empírico ni espíritu crítico, terminaba poblando los análisis de cuadriculamientos despóticos de un poder más parecido al Gran Hermano de Orwell que al juego complejo de los micropoderes. Más grave aún, la mayoría de los análisis al respecto escudados en su nombre resultaron proyectos de investigación que terminaban hallando lo que ya suponían a priori; esto es, que el poder cuadriculaba el espacio y el tiempo de los humanos, penetraba en los cuerpos, disciplinaba las poblaciones, construía panópticos por doquier… A esta “máquina Foucault” no escaparon conspicuos estudios de cultura latinoamericana traducidos en los engranajes del populismo local; estudios que vieron otra vez en la cultura de los intelectuales el propósito envenenado de la opresión de la cultura popular.
Y, en rigor, existen en los escritos y en la práctica de Foucault elementos sustantivos que avalaban esas miradas. En la práctica, el apoyo brindado por el filósofo francés a los primeros pasos del régimen de Khomeini en Irán fue una señal de riesgo respecto de las posiciones políticas que podían allí legitimarse. Y en la teoría, porque, una vez asimilada la modernidad masivamente a los procesos de control y dominación, fueron quedando sobre el escenario social unos actores que remitían al espacio de la marginalidad y del componente revulsivo y antiburgués de “los hombres infames”. En esas concepciones abrevaba el “populismo negro” que igualmente no sin justicia se le atribuyó, y que era parte de una búsqueda por momentos desesperada de nuevos sujetos sociales inintegrables a las reglas del sistema.
Asimismo, también resultaron visibles supuestos centrales y dudosos de su posicionamiento teórico-político cuando en nuestra área latinoamericana se inició el difícil proceso de transición a la democracia en el que proseguimos. Y esto porque Foucault, con una generalización abusiva, fue conducido a desvalorizar progresos culturales y morales que se han concretado en las instituciones de los estados de derecho. Peor aún, en el interior de sus recursos teóricos no aparecían cláusulas que permitiesen diferenciar entre la sociedad burguesa y democrática respecto de los regímenes totalitarios.
No obstante, junto con estos resultados que se derivaban de tesis efectivamente presentes en sus textos, en otros desarrollos vinculados con las instituciones de encierro en general, pero también con sus extensiones a otros registros de las sociedades modernas, seguía ardiendo un aire libertario al que resultaba difícil desatender. No es casual por todo ello que la mayor perdurabilidad de su influencia se despliegue –no sin problemas– en las derivaciones del llamado “biopoder”, expresamente presentes entre otros en la obra de Giorgio Agamben.
Esta franja de la producción foucaulteana ha obnubilado por fin la última etapa de su pensamiento, en la que el juego de los micropoderes cedió paso a una búsqueda ética y donde la reflexión reposa sobre el individuo capaz de matrizar su propia existencia, dentro de un desplazamiento de la política a la moral. Al configurar una ética que en rigor es una estética de la existencia, Foucault se ilusionaba con construir una nueva moral en un mundo sin Dios. Para otros, por el contrario, allí se albergarían nuevas versiones de un elitismo desesperado, obstinado vanamente en cambiar, ya que no el mundo, al menos la propia vida.
*Profesor de las universidades de Buenos Aires y de Quilmes, e investigador del Conicet.