Vuelve a la memoria Gérard Depardieu (¿o era su hijo?), vestido de época, haciendo unas
contorsiones absurdas con tal de escuchar al maestro Sainte-Colombe que se refugia en una casilla
de madera para tocar en secreto la viola da gamba. La película se llama
Todas las mañanas del mundo (Alain Corneau, 1991), los Depardieu interpretan allí
distintas edades del compositor y virtuoso Marin Marais (1656-1728) y la hubiéramos olvidado de no
encontrarnos con en libro original:
La lección de música, de Pascal Quignard.
Quignard tiene un currículum similar al de Roberto Calasso. Uno fue director de Gallimard y
el otro sigue al frente de Adelphi –dos grandes editoriales–, lo que no les impidió ser
escritores importantes, además de eruditos en la antigüedad clásica entre otras cuestiones (una de
ellas, en el caso de Quignard, es la música). Como la de Calasso, pero más todavía como la de
Magris o la de Sebald, la obra literaria de Quignard se aleja de la narración tradicional y adopta
una nueva forma, en la que la historia es la verdadera protagonista. Pero no se trata de nada
parecido a la “novela histórica” sino más bien de un ejercicio de arqueología en el que
cada hecho desenterrado, arrebatado al olvido, contribuye a iluminar el presente.
En
El odio a la música, otro texto de Quignard, las memorias de Simón Laks –un músico
al que los nazis hicieron dirigir la orquesta de Auschwitz– permiten advertir que,
“entre todas las artes, sólo la música colaboró con el exterminio de judíos organizado por
los alemanes”. Pero también, que a partir de allí, “por primera vez desde la invención
de los instrumentos, el uso de la música es coercitivo y repugnante (…) se ha vuelto
incesante, agrediendo de noche y de día en (…) los grandes almacenes, en las librerías, en
los departamentos privados, en los restaurantes, en los taxis, en el metro, en los aeropuertos,
hasta en los aviones”.
En el libro sobre Marais, Quignard nos informa que en sus últimos años, y aunque seguía dando
clases (Depardieu babeándose, golpeando el piso y pidiendo silencio para anunciar con voz cascada:
“¡Marin Marais fait ça leçon!”), el maestro dejó prácticamente de hablar,
presa de un estado de cólera, de odio al mundo causado por la repentina y casi inexplicable pérdida
de popularidad de su instrumento cuando él estaba en el tope de su fama y era admirado por Luis
XIV. “Sin que supiera cómo, era cual poeta que escribiera versos en una lengua de un pueblo
que hubiese sido diezmado en una noche.” Diversas son las hipótesis que, a lo largo de los
años, se han elaborado sobre la decadencia de la viola y el olvido en que cayeron las
extraordinarias y difíciles composiciones de Marais. Y es imposible no pensar que es bien posible
que el fenómeno se repita y que el silencio sepulte lo mejor del arte contemporáneo. La hipótesis
de Quignard sobre el caso es que “la técnica puesta a punto por Marin Marais con el fin de
rivalizar con toda la extensión de la voz humana deseó el declive del instrumento, buscó el olvido
de ese sufrimiento”.
Es que Quignard es, después de todo, un pensador francés, lo que obliga a que la obra
literaria tenga un costado ensayístico y hasta alguna tesis filosófica. Como marca la tradición,
ésta no tiene por qué ser muy sólida (y mucho menos comprobable empíricamente, lo que siempre causa
la irritación de anglosajones y positivistas varios). La teoría de Quignard sobre la música es que
ésta nace del dolor del varón cuando muda la voz en la adolescencia, de la nostalgia por la voz
perdida de la infancia. “La metamorfosis del grave al agudo no es posible o, al menos, no es
corporalmente posible. Sólo es instrumentalmente posible. Lleva por nombre música.” La
teoría, como corresponde, se amplía y se extiende a la literatura: “El amor a las letras y a
los libros tiene que ver con la voz desaparecida”. Uno se pregunta cuál podrá ser la extraña
idea que hay detrás de otro libro de Quignard, el que lleva por título
El sexo y el espanto.