Quienes estén interesados en conocer las grandezas y miserias del periodismo en una sociedad industrial moderna deben precipitarse a ver The Insider, una formidable película dirigida por Michael Mann e interpretada por Al Pacino y Russell Crowe, que acaba de estrenarse en los Estados Unidos. El guión, escrito por el propio realizador y Eric Roth, está basado en un artículo periodístico, aparecido en Vanity Fair, revelando la historia del doctor Jeffrey Wigand, un científico y director de investigaciones de una importante empresa fabricante de cigarrillos, que fue despedido de ella cuando sus escrúpulos morales hicieron temer a sus empleadores que Wigand hubiera dejado de ser un colaborador confiable.
No se equivocaban. Pese a estar legalmente maniatado por un contrato severísimo, que le prohibía revelar un solo dato de lo que había conocido en el seno de la empresa, so pena de multas y procesos criminales, y luego de una verdadera odisea para sobrevivir a las amenazas y presiones de todo orden con que los siete grandes conglomerados (conocidos como Los Siete Enanos) trataron de silenciarlo, el doctor Wigand testificó ante los tribunales que aquellas compañías habían aumentado las dosis de nicotina en los cigarrillos, a sabiendas de que esta sustancia era adictiva, y su testimonio fue objeto de uno de los más sonados escándalos periodísticos que haya vivido Estados Unidos. The Insider describe, con hipnótica eficacia, todas las interioridades de este asunto, que trasciende largamente el problema del tabaco e incide sobre el tema, aún más grave, de las posibilidades de supervivencia de un periodismo independiente y crítico en la era de las todopoderosas corporaciones multinacionales.
El héroe de The Insider no es Jeffrey Wigand, a pesar de que la película revela el ilimitado coraje y la resistencia a la adversidad de que hizo gala durante todo este proceso, que destruyó su familia y casi lo lleva a la cárcel, sino Lowell Bergman, uno de los productores de 60 Minutos, programa periodístico de la CBS, que fue el factor determinante, gracias a su equipo de investigación, para que el científico se animara a emprender la quijotesca batalla contra Los Siete Enanos.
60 Minutos no es un programa de informaciones entre otros. Desde que apareció, en 1968, bajo la dirección de su creador, Don Hewitt, quien todavía sigue dirigiéndolo, y con un trío de presentadores entre los que figuraba Mike Wallace, ha batido todos los récords de audiencia de los informativos, y todavía ahora, treinta y un años después, sigue figurando entre los más populares e influyentes de la televisión norteamericana (unos treinta millones de televidentes como promedio). Desde la primera vez que lo vi, a fines de los sesenta, quedé impresionado con su rigor documental, penetración crítica y excelencia visual, y desde entonces, cada vez que he venido, de paso o por temporadas, a los Estados Unidos, me las he arreglado para reservar los domingos, de siete a ocho de la noche, a fin de no perderme el programa. Y nunca, en todos estos años, me he sentido defraudado por uno solo de ellos (no exagero). El formato de 60 Minutos es muy simple. Tres pequeños temas o asuntos de trece minutos y medio cada uno y, al final, un comentario libre de dos o tres minutos del periodista Andy Rooney. Lo verdaderamente notable del programa no es tanto la maquinaria de investigación de sus reporteros, que le permite hacer cada semana sorprendentes revelaciones, desbaratar poderosas operaciones políticas o financieras documentar gravísimas acusaciones, sino que sea capaz de desarrollar cada uno de sus temas en el reducidísimo espacio de apenas trece minutos y medio, en el curso de los cuales el espectador tiene la impresión de haber sido informado de lo esencial del asunto tratado.
De la enfermiza, enloquecedora verificación a que someten los temas que tratan, puedo dar testimonio personal, pues yo fui uno de sus entrevistados (iba a decir de sus víctimas). Nunca imaginé, cuando accedí a aparecer en 60 Minutos, en 1989, lo que me esperaba. Una productora, rodeada de un equipo de investigadores, desembarcó en Lima, y durante dos semanas sometió a mis familiares, amigos y enemigos, y toda clase de gente capaz de dar informes sobre mi persona, a una verdadera inquisición sobre mi pasado, presente y futuro, y filmó no sé cuántos rollos de películas sobre todos los lugares relacionados con mi vida, de modo que cuando el periodista Ed Bradley me entrevistó, un mes más tarde, en mi biblioteca, estaba mejor informado sobre mi persona que yo mismo. Para esos trece minutos y medio que me dedicaron habían invertido más trabajo, tiempo y dinero que para un largometraje.
Lo increíble es que tomando tantas precauciones, 60 Minutos haya podido cometer errores y tenido que excusarse por ello ante su público. Hasta donde sé, ha ocurrido un par de veces: con motivo de un documental sobre el narcotráfico en Colombia, al que dio crédito y que resultó falsificado, y con una acusación al Pentágono, relacionada con Vietnam, que también se demostró ser falsa. Pero, sólo dos fallas de envergadura en más de treinta años es una credencial bastante decente.
No son sólo los vastos recursos económicos, ni el talento profesional de sus reporteros, presentadores y productores los que garantizan el éxito de un programa así. Es, ante todo, la libertad de que goza, el poder permitirse, en su trabajo informativo, enfrentarse a grandes intereses sin ser mediatizado ni silenciado. Esto no es nada fácil, desde luego, ni siempre ha sido así, como muestra The Insider. Cuando el productor Lowell Bergman descubrió el caso del científico Jeffrey Wigand, y diseñó una estrategia para que éste pudiese dar ante las cámaras su testimonio sobre el cinismo y la hipocresía delincuenciales de los ejecutivos de Los Siete Enanos, quienes habían jurado ante una comisión del Congreso, en Washington, ignorar por completo que la nicotina era adictiva, tuvo el apoyo entusiasta de todo el equipo de 60 Minutos, incluido el de Don Hewitt y de Mike Wallace. La explosiva entrevista se grabó, a la vez que Wigand, pese a las amenazas legales de los abogados de las compañías afectadas –los mejores del país, qué duda cabe– testificaba, de manera privada, ante un juez de Mississipi, lo que lo liberó de la obligación de “confidencialidad” de su contrato.
Entonces, las presiones de Los Siete Enanos arremetieron contra 60 Minutos, a través de la compañía madre, CBS, para impedir que la entrevista al Dr. Wigand se difundiera. Los abogados de la casa aseguraron a los ejecutivos que si el programa pasaba como estaba editado por Lowell Bergman y Mike Wallace, los fabricantes de cigarrillos entablarían un juicio que podría costar billones de dólares, y que, como consecuencia, CBS podía terminar siendo absorbida por Los Siete Enanos. Los directivos de CBS entonces ordenaron que la entrevista al científico fuera recortada a fin de evitar el riesgo legal. Sus órdenes fueron acatadas, aunque a regañadientes, por Don Hewitt y Mike Wallace. Mientras tanto, Los Siete Enanos preparaban la descalificación moral de Wigand, filtrando a los medios de prensa un expediente preparado por investigadores profesionales sacando a la luz una vida familiar traumática, crisis psicológicas, un matrimonio fracasado y menudas sordideces que apuntaban a una personalidad tornadiza e insolvente.
Quien salvó a Wigand de morir aplastado por el descrédito, y a 60 Minutos del deshonor y de ser cómplice de una flagrante conspiración contra la libertad de expresión fue el oscuro periodista y productor del programa Lowell Bergman. ¿Cómo lo hizo? Aprovechando esa maravillosa herramienta de una sociedad democrática que es la competencia. Filtró la información sobre lo que ocurría a dos grandes diarios neoyorquinos, The New York Times y The Wall Street Journal, quienes, después de hacer sus propias verificaciones, revelaron el testimonio de Jeffrey Wigand, la campaña de desprestigio contra éste financiada por los fabricantes de cigarrillos y las presiones a las que 60 Minutos se había rendido. Hecho público el escándalo, la CBS no tuvo más remedio que dar marcha atrás, y pasar, de nuevo, pero ahora completo, el programa sobre Wigand y los fabricantes de cigarrillos.
Convertido por un día en un verdadero gigante moral, Lowell Bergman derrotó a los poderosísimos Siete Enanos, a quienes, además, como consecuencia del testimonio devastador del Dr. Wigand, la acción judical en su contra les costó la astronómica suma de 246 mil millones de dólares. (Pero ahí están todavía, en pie, y ganando siempre mucho dinero.) Sin embargo, la decepción con el programa en el que había trabajado catorce años lo llevó a apartarse de 60 Minutos y a desaparecer en un oscuro programa de la televisión pública donde ahora trabaja. El Dr. Wigand regresó también a la oscuridad: es un empeñoso profesor de Química en un colegio secundario de una remota provincia del Medio Oeste.
El final de esta historia, aunque a simple vista es feliz, nos deja un sabor agridulce en la boca. La pregunta es: ¿y si un periodista de la calidad ética de Bergman no hubiera estado allí, qué? Los Siete Enanos se hubieran salido con la suya. Y la siguiente pregunta es: ¿en cuántos casos que nunca sabremos ocurrió así? Y todavía esta otra: ¿hasta cuándo podrá haber un periodismo independiente y crítico en este mundo en que los grandes conglomerados económicos acumulan a veces más poder que muchos Estados reunidos?
¿Llegarán en el futuro próximo los intereses de las grandes empresas a conseguir aquello que los formidables Estados totalitarios se propusieron y fueron incapaces de lograr, un mundo enteramente robotizado e imbecilizado por la desinformación? No tengo respuesta para esta pregunta, sólo la angustiosa sospecha de que ella planeará, siniestra, cada vez más cerca de nuestras cabezas, en los años venideros.
Declaraciones de un periodista veterano
El 11 octubre, Mario Vargas Llosa defendió, al recibir el Premio Cabot de Periodismo en la Universidad de Columbia, los valores que nunca debe perder de vista un buen periodista. El autor de La ciudad y los perros ejerce la profesión desde los 15 años, cuando su padre le encontró trabajo en la sección local de La Crónica de Lima.
J.M. Calvo, del diario El País de España, recogió algunas declaraciones del escritor en Nueva York:
“El periodismo, tanto el informativo como el de opinión, es el mayor garante de la libertad, la mejor herramienta de la que una sociedad dispone para saber qué es lo que funciona mal, para promover la causa de la justicia y para mejorar la democracia”.
“El periodismo ha sido un compañero leal, fascinante y fecundo de mi vocación literaria. Excepto crónica de espectáculos, ha hecho de todo, desde sucesos hasta deportes, desde información internacional hasta editoriales y artículos.”
“Precisamente porque el periodismo garantiza la libertad, todas las dictaduras, de derechas y de izquierdas, practican la censura y usan el chantaje, la intimidación o el soborno para controlar el flujo de información. Se puede medir la salud democrática de un país evaluando la diversidad de opiniones, la libertad de expresión y el espíritu crítico de sus diversos medios de comunicación. Es algo que parece obvio, pero que no se puede perder de vista si se quiere frenar cualquier intento de restringir la libertad de prensa, y también si se quiere evitar el periodismo sensacionalista.”
* El galardón recibido por Vargas Llosa fue establecido en 1938 por Godfrey Lowell Cabot en homenaje a su mujer, María Moors. La Escuela de Periodismo de Columbia fue creada por Joseph Pulitzer a principios del siglo XX. El peruano compartió honores con un colega de TV Globo, otro de The Wall Street Journal y la delegada del New York Times en México, cuyo marido fue asesinado en Haití.