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El punto de partida

La semana próxima se publica Ensayos (Adriana Hidalgo), compuesto por artículos y reseñas –inéditos o inhallables– que Francisco Paco Urondo escribió entre 1953 y 1974. El volumen constituye una clave para acceder a una época de la literatura argentina de la que el periodista, escritor y poeta santafesino fue protagonista: las décadas del 50, 60 y 70.

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La semana próxima se publica Ensayos (Adriana Hidalgo), compuesto por artículos y reseñas –inéditos o inhallables– que Francisco Paco Urondo escribió entre 1953 y 1974. | get

Hay cosas que suelen ser incompatibles: el amor y el matrimonio, los partidos de izquierda y el sentido del humor, las redes sociales y la tolerancia, los “escritores del reviente” y el talento. También lo son –así se los considera– los placeres mundanos con la militancia política. O sea, no se puede viajar en un yate atiborrado de alcohol, o entregarse al lujo hedonista de una semana all inclusive en Punta Cana o, más modestamente, organizar una pequeña orgía con amigos, y al otro día blandir pancartas contra el FMI o –da igual– por la protección de la rana marsupial jujeña.

De acuerdo con la doxa burguesa, pero también con la trotskista –en esto coinciden– una persona comprometida –y más si se trata de un intelectual– tiene que ser austera, púdica y ostentar pobreza –aunque no la hubiese–, como otros ostentan un Rolex. Vestir una remera gastada y un jean medio roto aunque se viva en Palermo y se haya estudiado en el Newman.   

Por eso a Francisco “Paco” Urondo con frecuencia se lo suele escindir: se habla de un primer Urondo bon vivant, mujeriego casi nivel Bioy, y de un último Urondo revolucionario, militante de las FAR (“dicen que soy el poeta de la revolución”) que escribe desde la cárcel de Devoto una poesía cuyo tono denuncialista en general no le quita un ápice de valor estético, y sobre todo cuando se combina con cierto vuelo metafísico: “Del otro lado de la reja está la realidad, de / este lado de la reja también está / la realidad, la única irreal / es la reja”, escribe, y el concepto es fácilmente extrapolable: no se trata sólo de la reja de una penitenciaria. Toda reja, incluso la de la palabra –el artificio del significante que cercena el continuum o caos semántico del mundo–, tiene un poco de irreal, y así pasa, por cierto, con aquella que subdivide a Urondo en dos compartimentos estancos, cuando en realidad, como dijera alguna vez Leónidas Lamborghini, ya en su primer libro, Historia antigua, está “el punto de partida de todo lo que aparecerá posteriormente en Urondo tanto en lo poético como en lo humano”.

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En efecto, basta recorrer un poco ese primer libro y toda su obra poética para advertir esas preocupaciones; aunque claro que en los primeros textos lo político y lo social despuntan apenas como elementos laterales: se trata de una pieza, digamos, tangencial, que irá ocupando, progresivamente, la centralidad de su poética, y este movimiento no sólo se advierte en su poesía, sino también en gran parte de su obra periodística, que ahora acaba de publicar la editorial Adriana Hidalgo en su colección Biblioteca Urondo, donde han sido publicados también sus cuentos, la poesía completa, el teatro, su novela Los pasos previos y otra parte de su obra periodística compuesta por crónicas, entrevistas y perfiles.

En este caso, el volumen, al cuidado de Osvaldo Aguirre, incluye un conjunto de artículos, entrevistas, ensayos y reseñas de libros, que abarcan desde los año 1953 hasta el 1974, y que orbitan en torno a la actividad central de su vida: la poesía, a la que concibe, ya desde los primeros escritos, como un arte cuyo objetivo es, debe ser, establecer una comunicación profunda entre los hombres, máxime en una época cuyo signo, dice, es la incomunicación en gran parte provocada, un poco paradójicamente, por los medios masivos de “comunicación” que malversan la expresión artística “con la correspondiente consecuencia que este hecho tiene sobre la conformación del gusto popular y, por lo tanto, sobre la capacidad de percepción estética del público”, dice en el texto de 1957 que inaugura el libro.  

 Ahora bien, ese objetivo, “la voluntad última de restablecer vínculos entre los hombres”, cosa de la que, por cierto, también se ha ocupado en la vida diaria (“Era un tipo muy afable; en el contacto con los otros tenía interés sincero en saber qué le pasaba, qué pensaba o sentía el otro”, recuerda el poeta, escritor y periodista Alejandro Tarruella) no puede depender de la obra aislada o el trabajo individual. Urondo adopta, ya entonces, una postura en cierto modo gramsciana: “Pienso que actualmente se requiere también la acción orgánica y de ninguna manera uniforme de los intelectuales para que esta acción gravite progresivamente en nuestra realidad”, dice.

Pero su compromiso mayor durante esa primera etapa y, en cierto modo, durante toda su vida, fue con la poesía, algo que, por cierto, hoy en día no es tan usual: lo que se suele ver con más frecuencia son artistas que se comprometen con diferentes causas, pero que no se comprometen en la misma medida con su arte: entre ambas cosas establecen una reja que, como la otra, para Urondo, también es irreal, porque para él comprometerse con la poesía siempre ha implicado comprometerse con el otro, es decir, siempre se trató de un compromiso social; aunque la denuncia explícita, la tematización de la injusticia, como dijimos, lo estrictamente político –en un sentido acotado–, sólo aparezca en sus últimos poemas.

En ese sentido, Alejandro Tarruella recuerda que “en una ocasión, tomando café con Juan Gelman en el Covadonga, en el Bajo, Juan destacaba el compromiso de Paco con la poesía. Ahí hay un punto interesante. El estaba bajo compromiso político pero no metía todo dentro de la misma bolsa cuando ahondaba en los sentimientos, la sensibilidad de la vida que él procuraba encerrar en sus palabras. Era un tipo de sonrisa plena y ganas de vivir y hacer”, dice, y algo parecido afirma el propio Urondo en la reseña a un libro de Jorge Michel publicada en 1963 en Zona de la poesía americana: “Que nadie pregunte qué tipo de preocupaciones sociales agitan este libro porque no las he advertido. Además considero que hay lugares mejores para menearlas, aunque no me escandalice la inclusión del tema en la obra poética, ni mucho menos”.

Posteriormente, en 1968, esa postura ya empieza a flexibilizarse. En ese año escribe un ensayo que también ha sido editado hace algunos años por otra editorial (Mansalva), y que hoy resulta un texto clave e imprescindible: Veinte años de poesía argentina. Allí Urondo traza un mapa exhaustivo de la actividad poética desde la década del 40, en cuya generación predominó, según dice, cierto tono melancólico, también cierta indiferencia, hasta la década del 50, en la que aborda, entre otras cosas, la polémica entre dos poéticas: surrealismo e “invencionismo”, movimiento este último del que en un principio participó, y que, según dice, trasciende y actualiza el creacionismo de Vicente Huidobro: le añade lucidez, a partir de “un tono vital coherente y perceptible  para todos”, dice la cita que hace de Edgar Bayley, acaso uno de los poetas locales que más lo ha influenciado.

Respecto de las reseñas, el libro incluye muchas de las que publicó en el suplemento de cultura del diario La Opinión a principios de los 70, y en las que aborda libros de autores jóvenes, muchas veces óperas primas, ya que, como señala Osvaldo Aguirre en el estudio preliminar, a Urondo “no le interesan los premios literarios ni los autores consagrados”.

Prefiere trabajar en los márgenes, con aquellos escritores “desconsiderados por la industria editorial y los suplementos literarios tradicionales”. Aunque esa actitud no implica, por supuesto, una condescendencia en su juicio crítico. Urondo es severo –a veces, hasta despiadado– incluso con aquellos libros que le gustan. Aunque por momentos adopta un tono casi paternalista: “Seguramente, un ejercicio mayor en el campo que ha elegido le acercará a Baudouin una precisión evitadora de estos peligros, útil para crecer sin contrariedades”. Esos peligros, vale decir, consisten en abandonar el campo de lo cotidiano y aventurarse en un arriesgado “trascendentalismo vacuo”.

En cierto modo, podría decirse que el autor de Adolecer adolece, justamente, de eso de lo que también adolece Fresán –según dijo él mismo– y muchos escritores que practican también la crítica literaria: juzgar las obras a partir de los propios parámetros de escritor, no desde parámetros críticos. Por eso también le molesta cuando advierte cierto surrealismo, o un exceso de introversión, o la descripción de una intimidad que no conecta “con otras que, al ser percibidas, suelen conformar un universo”, escribe.

El libro, por último, cierra con algunas entrevistas, la última de las cuales la dio desde la cárcel de Devoto, poco antes de que Cámpora lo liberara y de que, unos años después, el grupo católico Montoneros lo mandara a morir a Mendoza como castigo por su infidelidad conyugal: se sabe que un militante, y más aún un revolucionario, como dijimos al principio, debe ser austero, pobre y monógamo.

Pues bien: Urondo no lo era, como en cierta medida tampoco lo era Juan Bautista Bairoletto.

Entre ambos alguien como Borges quizás hubiera visto un paralelismo plutarquiano, una historia que se repite. Nacidos ambos en Santa Fe, muertos los dos en Mendoza. Suicidados ambos para no dejarse atrapar por la policía. Uno, el último gaucho matrero y romántico. Otro, el último, o uno de los últimos poetas revolucionarios. A su modo, adorables bandidos los dos.