CULTURA
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El rap explicado a los blancos

Acaba de aparecer “Ilustres raperos” (Malpaso), de David Foster Wallace y Mark Costello, un pequeño tratado que se propone encontrar el sentido del rap a partir de la sociología, la economía, la filosofía y el derecho. De cómo compartir la misma pasión puede lograr discernir la esencia de un género musical.

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David Foster Wallace en el East Village de Nueva York. | Janette Beckman

Como siempre, los pormenores que no hacen en absoluto a la crónica son la cereza de la torta: saberlo a Wallace con intenciones de encarar un posgrado en Filosofía Estética, llegando a Boston con una caja rota repleta de libros (con títulos que abarcan desde Nathanael West, pasando por Didion hasta Greil Marcus), compartiendo piso con Costello. Tonterías que hacen las mieles del lector. En Ilustres raperos, Wallace eleva el denigrado lenguaje negro de barrio bajo hecho música a la proeza posmoderna gracias a sus estructuras líricas contrastando referencias culturales pop. Un texto universitario, más que una tesis académica sobre estos elementos de imbricación de influencias y gritos de libertad. Es un libro de música pero también es un libro de cultura negra: una piedra angular en la estética americana.

No es casual la dedicatoria a Lester Bangs por parte de los autores: el primer crítico musical controvertido, un analista polémico, un tipo que fue despedido de la revista Rolling Stone por su tono enfático y negativo pero triunfó en el periodismo musical gracias a su particular criterio y que murió joven de una sobredosis de Valium. No muy lejana a la vida (y muerte) del mismo Foster Wallace. Wallace se ahorcó no sin antes hacer honor a la literatura contemporánea, esto es, trabajar una narrativa donde el autor no es ajeno al texto, y el compromiso indirecto, quizá ni siquiera deseado, de que resulte la voz de una generación.

Por favor, Verónica. La reedición de este título tiene directa vinculación con la apuesta editorial por los ensayos que exploran las relaciones musicales con los cambios sociales. Lo hacen plumas como las de David Toop, Franco Berardi, Mark Fisher, Ian Penman y otros. Narrativas como Ilustres raperos son necesarias para entender la evolución social, cultural y musical de grupos de personas que, por sentirse de alguna forma fuera del sistema, crean el suyo propio. Antropólogos musicales. ¿Por qué? Porque el arte –la música en este caso– es reflejo de inquietudes intelectuales colectivas y la máxima expresión de –por igual– miserias y experiencias existenciales. Los subgéneros de la música rock, con el punk y el rap como sus mejores armas combativas, modelaron identidades. Hoy, el advenimiento de nuevos entes culturales –el youtuber, influencers, redes sociales y veremos qué otro etcétera– desdibuja esas personalidades. Cuando Wallace y Costello se embarcaron en el análisis del rap, esta categoría de música recién asomaba a escena y hoy ha prevalecido mejor que ninguna si consideramos que los charts de venta y escucha los lideran artistas como Kendrick Lamar, Kanye West, Drake o J. Cole y no Guns N’ Roses, Green Day, Rolling Stones o Red Hot Chili Peppers.

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“Básicamente decidimos que nos gustaba el rap porque, aun dejando de lado las patrañas de los medios de comunicación, era una música con cierta sensación de peligro. La fecha aproximada de redacción de estas líneas es julio de 1989. Acuérdense. Estos últimos han sido años fiscales en los que Madonna ‘vuelve a estar en lo alto’, en los que las versiones de versiones clásicas de temas clásicos son a su vez versionadas y llegan a lo alto de las listas comerciales, en los que Rod Stewart sale de su criogenia y vuelve al candelero. La MTV ya no es más que un largo anuncio de sí misma y de los intereses de las corporaciones discográficas; Bobby McFerrin gana un disco de platino y luego hace varios anuncios gracias a una invitación en son de reggae sintetizado balbuceante a que seamos felices: Be Happy, una canción que produce la misma sensación de mensaje preempaquetado que Where’s the Beef?, You Look Mahvlus y otros equivalentes lingüísticos de la piedra mascota. El año pasado los modelos masculinos de estética heavy metal y falsamente satanistas coparon la mitad de las ventas de discos en Estados Unidos; U2 filmó un homenaje de 20 millones de dólares a su propia bondad y a la megalomanía cada vez menos camuflada de Bono. Un año en el que hasta los buenos de REM por fin se pasaron al pop comercial con Green; un año en el que el bueno de Springsteen se deshizo de su novia y en el que un talento tan modesto e incipiente como Tracy Chapman obtuvo aplausos desmesurados de la crítica por su competente y actualizado licuado de Baez y Armatrading, de tan desesperados que estaban los críticos de pop por encontrar cualquier voz que fuera al mismo tiempo comprensible y remotamente novedosa, sincera y musical con algo que decir. Desesperados, en apariencia, por cualquier cosa excitante que pudiéramos sentir. Simplemente, no han sido unos años notables para el pop. Salvo en el rap. El rap aparece en el famélico final de los 80 en calidad de escena musical potencialmente genuina, en el mismo sentido en que el primer jazz, el rock, el verano del amor, el folk/protesta o Dios, incluso el new wave y el punk fueron ‘escenas’, la palabreja aquí significa simultáneamente: algo nuevo que contemplar, algo estrepitoso y molesto (‘¡Oh, por favor, Verónica, no montemos una escena!’) y, mejor todavía, una serie identificable de lugares en el tiempo donde varias fuerzas mayores se encuentran, se casan y se reproducen. Sea por virtud o por defecto, el rap viene a ser lo único que a uno le puede gustar, ahora mismo, si quiere considerar el pop actual como algo más que villancicos encubiertos con un compás de 4/4. En nuestra opinión. Además, hemos desarrollado una serie de tesis para explicar por qué el rap serio es importante como forma de arte puro, pero también como una especie de metáfora con laringe de una cultura hecha subcultura y única gracias a su destilado de la energía y el horror de la América urbana actual”, escriben los autores.

El rap como excusa. A Foster Wallace le gustaba el rock psicodélico, así que comienza casi disculpándose por ser un hombre blanco que intentará analizar la música negra con el rap (la “antimúsica”, la llama) como necesidad urgente de fines de la década del 80 y ese fenómeno contracultural. Así es como resulta un trabajo lleno de vitalidad. No faltan el estudio socioeconómico ni el contexto de pobreza y marginalidad que acompaña al rap y a lo que será luego el hip hop. Esto es, un relato sobre vidas ajenas pero reconocibles (David Bowie reclamó a MTV la falta de videos de artistas negros por aquellas épocas). Pero tampoco escribe desde la inocencia, desde un lugar privilegiado, lo hace, sí, desde el fanatismo por el género y desde una perspectiva de decodificación musical. Desmenuza lingüísticamente la lírica rapera, pero también se pasea por todas las expresiones negras: el jazz, el blues, rhythm’n blues, el funk, el soul, los spirituals; sus texturas vocales, polifonías y heterofonías, sus complejas progresiones rítmicas, nada queda sin descomponer. Hasta destacan los shows en la televisión americana con protagonistas negros donde la idiosincrasia tan típica se hace carne y es otra muestra cultural.

Wallace y Costello toman una a una canciones, cada álbum, cada músico, y lo desmenuzan hasta psicoanalíticamente: no queda nada en el tintero. Abundan observaciones sobre tópicos de violencia, machismo, dinero, odio racial, una especie de fascinación rígida por la marginalidad: “De forma que un análisis fácil, realizado a través del cristal del tren de alta velocidad, del rap entendido como la excusa más reciente para esa culpa posizquierdista y altamente indirecta que nos resulta tan excitante como necesaria, es que nos gusta hacer de voyeurs, nos gusta jugar a que nos dejen por una vez verdaderamente fuera; nos alivia, nos hace pensar que lo que hay dentro de ese mundo en ruinas no se refiere de ninguna forma a nosotros, y que habita en esas ruinas porque son su lugar, y que el dolor de las muecas hostiles a las que el rap da salida no es más relevante ni real que las tripas catódicas de la mayor de nuestras ventanas. La ilusión blanca de ‘autenticidad’ como indicador de igualdad, de la ‘identidad en la indiferencia’ de la publicidad de los 80: que el gueto sea el gueto, desde el tren”.

Primeros gestores. Hay que contextualizar Ilustres raperos y recordar que fue escrito en una época pletórica de agitación social, esa explosión contracultural que hoy es reexaminada por el ojo crítico y pareciera la respuesta radical a un mundo que no agradaba. Paradigmas de consumo cultural que de la mano de la disidencia se desestructuran en tiempos y espacios que hoy ocupan la vida digital. La naturaleza desordenada de cualquier movimiento juvenil de periferias culturales no se aviene a conclusiones simplificadas: es menester este estudio sobre esos primeros gestores de subculturas fragmentadas como genuinos generadores de identidades dentro del campo sociomusical.

Que se le haya ocurrido hacerlo a Foster Wallace es la mejor herencia que podíamos recibir.