CULTURA
JUAN SASTURAIN

En puro blanco y negro

El Premio Dashiell Hammett –algo así como el Cervantes de la literatura policial en castellano– sirve de corolario para una carrera sin obstáculos dedicada a la literatura y a la historieta, es decir, a las historias que vale la pena sean contadas.

20190901_juan_sasturain_juansalatino_g.jpg
A poco de haber sido galardonado con el Premio Hammett de la Semana Negra de Gijón, Juan Sasturain se ha afianzado desde 1985 –año de la aparición de su primera novela, "Manual de perdedores"– como uno de los representantes más lúcidos de la literatura argentina contemporánea. | juan salatino

En uno de los rincones del edificio neogótico Otto Wulff, en pleno corazón de Monserrat, está situada la oficina –o leonera de libros policiales– de Juan Sasturain, adonde el autor de El último Hammett invitó a Perfil a concertar la presente entrevista.

El Otto Wulff es uno de esos raros monumentos edilicios que sobreviven a la desidia oficial a fuerza de presencia y originalidad. El premio, que recibió hace pocas semanas Sasturain, también parece responder a esos extraños poderes que reparan, ellos solitos, las injusticias y que resaltan la personalidad y unicidad de la obra premiada. El Dashiell Hammett es algo así como el Cervantes de la literatura negra en castellano. Lo que vulgarmente podríamos considerar un flor de premio. Desde 1988, se entrega anualmente durante la Semana Negra de Gijón, en España, por la Asociación de Escritores Policíacos.

Egresado de la Facultad de Filosofía y Letras, donde dictó clases de literatura argentina y algún que otro curso hasta el año 1975, Juan está lejos de considerarse a sí mismo un maestro, a pesar de haber formado y propulsado la carrera de muchísimos escritores, guionistas y dibujantes hoy consagrados.

Esto no le gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

—¿Hubo un intento de escribir algo antes de “Manual de perdedores”?

—Cuentos, cositas. Pero la primera novela que escribí fue Manual de perdedores, la empecé a escribir en el 72 y la terminé en el 75. No existía Etchenique en ese tiempo. El personaje se llamaba Robledo. Tenía cuarenta y pico de años, no tenía 60 como el jubilado. Después, esa misma trama le fue atribuida al Etchenique, cambió la personalidad y la identidad del detective. Pero la trama es la misma de Manual de perdedores 2.

—¿Qué te llevó a escribir un policial?

—En esa época, a fines de los 60, comenzamos generacionalmente a leer los policiales negros. El ejemplo editorial fue Piglia con su Serie Negra. Yo había hablado y publicado algo sobre historieta en la época de la facultad y, del mismo modo que dábamos historieta, dábamos policiales, tango, etc. Todo lo que era considerado literaturas marginales lo aprendí de Romano, Rivera, Aníbal Ford y Laforgue. Pero la relación con las revistas y los medios viene de mi infancia. Hay una coincidencia de la experiencia personal, del lector de aventuras, de escuchar la radio, de leer historieta y de ir al cine, de Hora Cero, Frontera, El pato Donald. La tengo entre los 6 y los 14 años. ¿Y qué pasa? Cuando comienzo la facultad en esa época, dejo todo, y más adelante ese background coincide ideológicamente con los conceptos de cultura popular de fines de los 60. Cuando nos peleamos en la facultad para cambiar los programas de estudios, para estudiar esto o lo otro, ¿no? Nosotros íbamos por la reivindicación de lo nacional y popular, con todas las ambigüedades que tienen estas cuestiones. Y Ricardo Piglia, por la izquierda, reivindicó el policial como una literatura social, de realismo crítico; mientras que nosotros accedimos al policial por el lado más de la reivindicación de la cultura popular de kiosco. Fue el caldo en el que nos formamos. ¿Y qué pasaba si te ponías a escribir? ¿Qué ibas a escribir? ¡Un policial! Y un policial a la manera de… Yo hice un ejercicio de estilo, lo que pasa es que cuando salía el detective, en lugar de estar en Los Angeles estaba acá, en la 9 de Julio. Todo lo demás se fue dando por añadidura, por casualidad, porque estás ahí.

Pero Sasturain no es simplemente un gran escritor de género negro: es un gran escritor, a secas. Ahí están sus novelas, sus cuentos y sus estudios literarios y de historietas. Tiene la multiplicidad de un hombre orquesta y, como los grandes concertistas, parece tocar bien todos los instrumentos. Para afirmar lo dicho, no hace falta escarbar mucho: creó la mejor revista de historietas argentina desde Hora Cero, se hizo guionista a la fuerza –y dejó huella–, y además es nuestro mejor crítico del género. Y como si fuera poco, hace poquitos años condujo un ciclo de documentales culturales absolutamente memorables.

“En Clarín estaba en la sección de los correctores, como eran en aquella época, vidrio por medio, con la impresión en caliente, con el ruido de las máquinas al lado, con las barritas de plomo, el taller. A ese lugar le decían, con un muy buen nombre, “el serpentario”. El Clarín Cultura y Nación, que salía los jueves, estaba ahí al ladito. En esa época Clarín era desarrollista. Era un poco esa burguesía nueva, ¿no es cierto?, a la cual siempre hemos apostado y siempre nos garchó. Yo colaboraba ahí y una de las primeras cosas que escribí fue ese texto sobre El Eternauta. En el año 77, aproximadamente. Era la primera vez que se escribía un texto sobre Oesterheld en un medio cultural argentino. Escribí una nota larga y ahí dije que, por lo que sabíamos, Héctor Oesterheld estaba en Europa. Eran cosas que yo sabía por Horacio Altuna, que a Héctor lo habían amenazado y se había rajado. Y una noche, en la redacción de Clarín, llaman por teléfono. Me llama una mujer. ‘¿Usted es Sasturain?’; ‘Sí’; ‘¿Usted escribió el artículo?’; ‘Sí’; ‘¿Usted sabe dónde está mi marido?’. Era Elsa, la esposa de Héctor. Y yo no tenía la más puta idea. ‘No’, le respondí. ‘¿Y por qué escribió eso?’. Y ahí, excusándote, es cuando te empezás a sentir el último de los imbéciles, ¿no? Así fue cómo la conocí a Elsa, hablamos y me invitó a su casa y me tiró toda la historia. Una cosa abrumadora. Me quedé en Clarín hasta el 79, hasta el día que fue el cumpleaños de Saccomanno”.

—¿Cómo lo conocías a Guillermo?

—Lo conocía de otros lados. El había cursado materias en la facultad donde yo era profe. El y Ema Wolf, la mujer de Carlitos Trillo, siempre me gastaban con que habían sido alumnos míos. Yo era muy pendejo, era jefe de cátedra y ellos eran alumnos. Le llevo cuatro años a Guille. Y yo en esa época había empezado a escribir sobre historieta. Hacía reportajes, iba a los festivales de historieta. En el 79 me voy como periodista a la bienal de Córdoba. Y ahí lo conozco a Oski, lo encuentro al Tano Pratt. Le hago el reportaje a Oski y al volver a Buenos Aires se muere. Y publico el reportaje de Oski en Medios y Comunicación. Y el Tano Cascioli ve eso, me manda llamar y me dice: “Dámelo que lo vamos a publicar en Humor, que en esa revista en la que lo publicaste no lo lee nadie”. Arreglé el reportaje y lo publiqué en Humor. A partir de ahí, el Tano me empezó a dar laburo. En el 81 saca Superhumor y me incorporó junto a Carlitos Trillo y Guille Saccomanno para que le lleváramos adelante su revista de historieta. En Superhumor estuve hasta la huelga de Ubaldini. Cuando volvimos del paro, el Tano, antiperonista como era, me dijo “Vos lo que querés hacer es una comisión interna acá, me querés cagar”. Lo mandé a la concha de su madre y renuncié. Esa fue la primera vez que me peleé con el Tano. Volví a mi casa y empecé a laburar en cualquier lado. Malvinas la pasé en Billiken.

Juan continúa contando algunos proyectos que “se van al traste”, como la revista Feriado Nacional, y que poco después llega la reconciliación con Cascioli: “Me lo cruzo al Tano y me dice ‘Quiero hacer una revista de historietas, ¿querés venir?’; ‘Sí, pero pongámonos de acuerdo’. El tenía el nombre, se llamaba Kaput. Quería hacer una revista de historietas mientras hacía todas las otras revistas que hacía en aquella época. Una revista de historieta pura, no tan contaminada como la Superhumor, que tenía de todo. Entonces yo le tiré el título Fierro, que me gustaba a mí. Ese título es mío.

—¿De dónde sale ese título?

—En esa época, las revistas populares de historietas eran las revistas que mencionaban el metal, como Heavy Metal o Metal Hurlant. Entonces, Fierro es el metal argentino. Además, Fierro es el mejor título que podemos tener, por todas las connotaciones que tiene: era los fierros; Fierro, Martín; el fierro –cuchillo–. Un título perfecto y argento. Pero en última instancia, lo que la distinguió fue que el diseñador Pérez Fernández, hijo de Pérez Celis, me dice: “¿No lo conocés a Chichoni? Un cordobés que hace algunas tapas para Minotauro”. Como no leía ciencia ficción, no lo conocía. Y Oscar trajo hecha la primera tapa. Diseñó el logo, hizo la textura. Esa textura del hierro oxidado. El tamaño, el formato, todo eso es mérito de Oscar.

—Vos decís que era una revista de historieta pura, pero era mucho más. Y eso la hacía maravillosa…

—Yo creo que lo que hizo Fierro fue poner la historieta bajo el ojo crítico, ponerla en un lugar de reconocimiento cultural que no tenían las otras revistas de historietas. Era una revista consciente de sus medios, que firmaba todo, que presentaba las historietas, que le ponía moño a todo. Les hacíamos reportajes a los autores, hacíamos pósters explicando de dónde venían. Yo no tenía ninguna experiencia como editor, tampoco era escritor de historietas. Venía un poco del palo de la academia, del que estudia, ¿no? Pero había leído historieta, escribía sobre historieta, y tenía una visión nac & pop y política sobre la revisión de los géneros. Era una bajada de línea continua. Era darle espacio a mi generación, inconscientemente, porque era lo que pasaba. ¿Por qué? Porque Cacho (Mandrafina), Enrique (Breccia), Carlitos Trillo, Guille (Saccomanno), el mismo Horacio Altuna, Muñoz y Sampayo, prácticamente, si bien habían publicado alguna cosa, toda su última producción, la más linda, la más libre, no había salido acá, no por una cuestión de censura o algo por el estilo, sino porque naturalmente la publicaban afuera. O sea que había todo un colchón de laburo que había empezado en Superhumor y se había interrumpido. Entonces, esa era la generación nuestra.

—Después de que te rajan de “Fierro”, en el 88, al poco tiempo te vas a España y te quedás hasta el 92. ¿Por qué te fuiste?

—Me fui a España porque me propusieron hacer una revista de cómics y de serie negra que se iba a llamar CO & CO. Yo iba a ir de jefe de redacción de una revista y después no se pudo hacer. Entonces me quedé ahí remando para conseguir laburo. Me puse a escribir como un hijo de puta y escribí novelas, cuentos y cosas. Participé de la fundación de Gijón, participé de la AIEP (Asociación Internacional de Escritores Policíacos), que es la misma que da los Premios Hammett, la que inspira el surgimiento de eso, con todos los escritores de mi generación. Fue el primer pie institucional del concepto de novela negra en España, ¿no? Era un extraño contubernio de escritores marginales del género, para hacerle un poco la contra al establishment de la literatura negra. Hacer una cosa por los bordes. Haciendo fuerza desde el tercer mundo, digamos, un tercer mundo con la pata soviética. Porque tenía mucho PC adentro. Este engendro, que solo un cerebro mágico como el de Paco Ignacio Taibo podía llevar adelante, tenía asambleas anuales, en distintos lugares del mundo.

—¿Y cómo te llega treinta años después este premio?

—El Hammett me llega treinta años después de haber competido la primera vez con Arena en los zapatos, con la que fui finalista en el año 89. Cuando solo éramos cuatro. Mi relación con el policial tuvo distintos avatares. De escribir sobre el policial, de escribir novelas policiales, de participar en una reivindicación del género policial en términos ideológicos como lo hemos hecho y está en nuestra práctica de escritura. Pero claro, hice muchas otras cosas, he escrito otras novelas que no tienen nada que ver con el género. Pero siempre escribí sobre aventuras. Desde mis novelas juveniles hasta mis policiales, o incluso historietas, son aventuras. Hay una escuela de la cual evidentemente nunca he salido, que es la escuela oesterheliana: la aventura como iniciación, la aventura como espacio épico. Estas cosas que nos gustan, ¿no? En el fondo siempre he escrito ese tipo de historias. Y Etchenique es un personaje que me ha acompañado. A veces como protagonista, y a veces como personaje lateral. Es decir que he conservado el personaje y mi vínculo con el policial ha sido a través de él. El caso de El último Hammett es un libro muy viejo. Es un proyecto que concebí en los 80, en el que de algún modo confluye mi condición de estudioso, de lector, ¿no? Escribir a través de lo leído, escribir sobre Hammett a través de un texto de Hammett. La idea de usar un texto de Hammett como disparador para una novela propia y terminar algo que Hammett había empezado era una idea que tenía desde el día en que leí Tulip. El último Hammett es una novela que habla sobre la escritura, sobre la voluntad de escribir, sobre los modos de la escritura.

—¿Y ahora en qué estás?

—Ahora estoy escribiendo una de Etchenique en la que me propuse ser más orgánico, más cuidadoso, pero enseguida me desparramo. Los disparadores para escribir son situaciones. El 99% de las cosas que escribí son sobre un tipo puesto en una situación, un tipo con una obsesión, un tipo en una situación límite y ver qué pasa. Alguien que tiene alguna idea y llevarla a las últimas consecuencias. Por eso, en general, mis novelas son novelas de personajes, no de situaciones. Mis cuentos también.

Juan se toma a la ligera los premios. Los aprecia, pero no se marea con su peso ni con la carrera que tiene sobre sus hombros. Hay dos columnas insoslayables en la formación literaria de Sasturain: Héctor Germán Oesterheld y Rodolfo Walsh. De algún modo, ambos orbitan toda su obra y permiten comprender muchos de los atajos que tomó su literatura. Como Oesterheld, Juan se considera un escritor de peripecias, pero también, como Walsh, es un escritor de épicas y de derrotas. En esa dupla, que compartieron un destino definido por las armas y el horror, hubo una elección que Juan hizo suya: la de contar siempre una buena historia.


Compromiso con el oficio

Ricardo Romero

En mis primeras semanas en Buenos Aires, en el invierno exhaustivo de 2002, viviendo en una pensión de San Telmo y todavía sin trabajo ni amigos, la única manera que encontré de no volverme a Paraná con la cola entre las piernas fue elaborarme rituales íntimos que me permitieran apropiarme de ese limbo en el que estaba. Encontrar en el tiempo y en los lugares mojones donde pudiera reconocerme. Rituales que tenían que ver sobre todo con la lectura. Leía como un perro, con la fidelidad monomaníaca de un perro, todo el día. De todos esos rituales, uno de los más efectivos fue leer Manual de perdedores en la vieja edición española de la Serie B. Y leerlo ahí, donde la novela empezaba, en el desaparecido bar Ramos, en la esquina de Montevideo y Corrientes, mirando de reojo al mozo que me atendía para atribuirle los rasgos de Tony García, el gallego que acompañaría a Etchenike en sus aventuras tan quijotescas como negras. Además, y esto enriquecía y dotaba al ritual de una influencia decisiva, el viejo Tony vivía en una pensión en Tacuarí al 900, a menos de dos cuadras de donde yo me escondía en ese momento. La ecuación era perfecta. Tony y yo comprábamos cebollas en la misma verdulería. Como dictan los manuales de psicología, mis primeros amigos en Buenos Aires fueron imaginarios.

Años más tarde lo conocí a Juan. Con la excusa de hacerle una entrevista para la revista Oliverio, en la que trabajaba, nos encontramos en otro café de Corrientes que ya no existe, el Premier. A partir de ahí, gané uno de los amigos reales que más han influido en mi manera de pensar y vivir la literatura. Porque más allá del carácter amable, de la generosidad, de la ausencia total de solemnidad y de pruritos hermenéuticos que cualquiera que lo conoce puede certificar, en Juan hay un rigor intelectual que pocas veces he visto. Y con rigor intelectual me refiero a rigor existencial. Juan es consecuente con sus pasiones, pero sobre todo es apasionado con su consecuencia. En su escritura no hay temas ni formatos menores. Sea a través de la novela y el cuento, de la historieta, la literatura, el ensayo o la poesía, Juan siempre pone en juego su compromiso con el oficio. Sabe que es la única manera en que la escritura adquiere sentido. Pero ese rigor no solo está en su escritura, sino en todo lo que la rodea, en su trabajo como editor, periodista, lector y conductor televisivo. Y eso lo vuelve para mí un referente personal y también un referente dentro del campo literario argentino de los últimos treinta años.

La dedicatoria de Manual de perdedores siempre me pareció una sutil y elocuente declaración política: “Este libro es para mis viejos que, saludablemente, no me enseñaron a ganar”. El triunfo es un callejón sin salida, la derrota es un derrotero impredecible. Y ahí están los libros de Juan para testificar lo múltiple, divertido, melancólico, lúcido, poético y revelador que puede ser.

*Escritor y editor, lleva adelante junto con Juan Sasturain la colección Negro Absoluto, de literatura policial, en Ediciones Aquilina.