Es un ejemplar espléndido. No lo vemos en su totalidad, se nos presenta de espaldas. El tronco fino, los muslos firmes, al igual que las nalgas. La piel es suave como el terciopelo, la nuca detrás de una persiana de pelos. Es un cuerpo de expresiones multiformes, susceptible entonces de revelarse en gestos inagotables. Delante de esa estampa atornillada, un espejo que secuestra al narciso. La mirada vacía, adormilado el sentido. Con regularidad mecánica las manos ejecutan el repertorio del input: tomar la tijera, cortar un mechón del cabello, untarlo con pegamento. Estampar ese mechón encolado en el centro del espejo. Conformar la figura. Con imperial displicencia, en silencio, pero de manera continua, en loop. El cuerpo desnudo ante una multitud vestida. Y sin embargo no es un cuerpo fetiche, es una trituradora de significados. Las lonjas de pelo en el espejo esbozan una forma. Divisamos líneas rectas que se entretejen. Nos detenemos en la amplitud del cuerpo. Un cuerpo artefacto, un cuerpo que se hace oír. Un par de manos que actúan de pontifex, que ligan el dispositivo con un viaje hacia lo penumbroso. Las tiras de cabello completan el cuadro: una estrella de David se compone. La misma estrella que la joven lleva impresa en el pecho, junto al número que sustituye su nombre. Es una operación expresiva. Es un alma extraída, anestesiada. Es un núcleo sin sustancia. Es una efigie barnizada de manifestaciones. Es una palabra. Es.
Ebrea (Judía) se ejecutó por primera vez en 1971, en Roma, años después del desarme de la maquinaria nazi, la derrota del fascismo y en plena vigencia del Estado de bienestar. Y sin embargo memoria y creación se funden para dictaminar sentencia: no hay prédica anacrónica. Fabio Mauri siempre supo que el arte debía desmantelar las operaciones ideológicas del discurso y gritar el descontento, como un mantra lisérgico de Nina Hagen. Mauri: un punk en la trinchera.
Ebrea es una performance que trata del descubrimiento del yo en el otro y por mediación del otro. Da a entender que incluso la oscura trivialidad del racismo sólo puede evaporarse cuando uno comprende a otro ser humano y es comprendido por él. Para Gregor von Rezzori, el filosemita y el antisemita comparten algo capital: considerar la existencia de una naturaleza judía colectiva, la “semitidad”. Mauri, en cambio, nunca lo creyó. En un tiempo donde los grupos raciales y lingüísticos se definían con una precisión bizarra incluso, ¿cómo no iba a volverse igualmente absurdo el concepto mismo de lo común?
Ebrea se presenta ahora en Fundación Proa como parte de No era nuevo, la exuberante exposición que trae por primera vez a Sudamérica parte del inventario operístico de Fabio Mauri, uno de los artistas centrales de la segunda mitad del siglo XX italiano; crítico de las ideologías totalitarias, artesano del desarme. Se trata de una muestra poliédrica, construida por más de sesenta trabajos representativos de las distintas etapas creativas del artista. Vemos expuestos los primeros dibujos macerados de expresionismo abstracto, aquellos presentados en 1955 en una galería romana por Pier Paolo Pasolini, quien advirtió la “contaminación del lenguaje” como elemento medular en Mauri. Pasolini fue, en cierto modo, el introductor de Mauri en el feedlot poético romano. Su Virgilio.
Poco antes de aterrizar en Roma, Mauri pasó unas temporadas en un neuropsiquiátrico. Le dolía la vida. En un happy hour de electroshock, curas de sueño y pastillas exploratorias, Mauri buscó suturar el sangrado. Había sido testigo de la guerra y como buen cristiano buscaba hurgar en la herida para redimirse. ¿Puede acaso el ser humano atreverse a tanto? Es el artista que rastrilla en la memoria –como recreación de la experiencia– para reinterpretar un presente colectivo donde la dinámica histórica sea. Esto queda expuesto en el resto de la muestra. Dejamos atrás esos primeros diseños semifigurativos para acceder a la refriega de los matices conceptuales.
Sus instalaciones son siempre espesas. En un mismo espacio coexisten múltiples registros que configuran un ambiente polifónico que viste al espectador con la polvareda del combate. El exterminio posta. Y el elemento teatral que le imprime carga simbólica; el recorrido típico: de lo concreto a lo metafórico, y de aquí a lo hipotético. Como sea, en cualquier instalación de Mauri, cuando el objeto parece al final conquistado, la confusión se apodera, la huida automática hacia otro comienzo. Posiblemente lo que nos esté diciendo Mauri es que no hay nada que “entender”, sino más bien que la operación debería ser “atender”. Lo sabemos de memoria: toda obra contiene una arquitectura. Una puerta de entrada y otra de salida; el jardín delante o detrás, habitaciones, pasadizos secretos, trampas para los curiosos. A la verdad experiencial le siguen el sentido del texto como algo inteligible, así como la posibilidad de cazar un significado. Pero la hermenéutica sufrió el colapso: ahí no hay un ahí. Mauri debió también él desenredar el ovillo. ¿Cómo descomponer esa magnética maquinaria artística que fue el nazismo?
Mauri nació en Roma en 1926, con el Duce en el poder, pero también con los medios de comunicación de masas preparados para la embestida. La propaganda que se llevó por las narices a los sans culottes extasiados para dogmatizarlos bajo un mismo prisma. Entonces la pantalla, su objeto fetiche. Mauri se planta así frente a un régimen de significación naciente, como el que anunciaba el cine, que modifica la percepción sensorial de la experiencia social. Tecnologías revolucionarias con un potencial de reproductibilidad inédito hasta entonces, que amplían las posibilidades de la memoria y el archivo. Una memoria artificial que pone en tensión nuestra relación con el mundo (Benjamin ya se encargó de esto). No es una lectura optimista –no podemos olvidar que el igualitarismo que propone la cultura de masas se encuentra en la raíz misma de la mitología burguesa, cuya figura contemporánea es el consumidor–. No. La propaganda que diseminó como reguero una potencia intrínsecamente imperial, dominadora y amenazante; la capacidad de producir unos símbolos nuevos, unos modelos de vida y unos programas de conducta. Mauri atiende estas estrategias. Es de esta etapa el ciclo Schermi (Pantallas), iniciado en 1957, cuando construye su primera pantalla pintando un marco de témpera negra sobre una hoja blanca. Algunas piezas de este momento son exhibidas en la muestra, tales como Schermo (1958), Schermo The End (1970) y Warum ein Gedanke einen Raum verpestet?/ Perché un pensiero intossica una stanza? (1972), en el que un kilo de frases indescifrables en alemán se desparraman como epígrafes metafísicos en las pantallas.
Arsenal simbólico. La sala queda prácticamente dividida en dos –al igual que el mundo– por El muro occidental o de los Lamentos (1993), presentada en la XLV Bienal de Venecia. Se trata de una cerca de 400 x 400 x 60 cm hecha de valijas, bolsas de tela y cuero, estuches, baúles de madera de judíos deportados a campos de concentración. Maletas que no viajaron, no llegaron a destino, víctimas de un futuro que nunca se hizo presente. Pero el muro no es solo tapia, es también una pantalla que absorbe imágenes de migraciones forzosas, pelotones de angustia. Una obra estrangulada por el relato.
Al otro extremo –donde descansa el felpudo Non ero nuovo (2009), presentado en Documenta 2012– ingresa una muchacha vestida con los símbolos fascistas, y lo hace en un movimiento fluido, formalmente perfecto, como una epifanía. Queda de pie frente a los observadores para comenzar así con Ideología y natura (1993), otra de las performances; la joven va despojándose de la ropa hasta imponer su desnudez como único documento de inocencia simbólica. La vulnerabilidad y el tic marcial como dos caras de la misma moneda. A diferencia de otras obras de realismo lírico, ésta tiene conciencia de la discusión. Y otra vez la imagen de la juventud. Como la chica desnuda sobre cuya espalda se proyecta el film Viva Zapata de Kazan en la representación Senza ideologia (1975); como en Dramophone (1976), cuando un joven víctima del fanatismo canta su marcha revolucionaria; es también joven el estudiante de Che cosa è il fascismo (1993); o los protagonistas de la performance Che cosa è la filosofia (1989). Los jóvenes: materia prima para la guerra.
La extensa biografía creativa de Mauri incluye, junto a exposiciones, ensayos, performances, proyectos editoriales y conferencias, films y proyecciones –como la emblemática proyección de El evangelio según San Mateo sobre la camisa blanca de Pasolini en Intellectuale (1975)–. En la muestra actual, acompañan 8 videos documentales con los registros de las performances más destacadas (¿Qué es el fascismo?, de 1971 y El televisor que llora, 1973, por ejemplo), más una entrevista al artista.
Mauri está lejos de ser un militante, un intelectual orgánico encomendado a La Causa. Mauri es un humanista, que lo ha visto todo, que se pregunta sobre la experiencia y la responsabilidad ética del arte. Un creador-pensador alertado por los artilugios de manipulación inherentes a las ideologías, el proceso como un rasti elástico de mentiras. Pretende desenmascararlas, valiéndose del instante soberano: el pensamiento. Nos da la sensación que Mauri vistió los intestinos de un profeta existencial, porque en cierto sentido la cuestión judía se ha convertido en el patrón de todas las dudas. ¿Qué es el poder? ¿Quién debe ejercerlo? ¿Qué es el Estado? Su última obra, de 2009 –meses antes de morir–, es un paño de cemento de 9 cm de profundidad desgarrado por las letras e, t y c: Etc. La continuidad como posibilidad. La repeteción como persistencia. No era nuevo.