El año pasado fui a Edimburgo con dos amigas, Gaby y Julia. Creo que fue el último viaje que hice antes de la pandemia. Gaby y yo nos fascinamos con unas galletas de avena que vendían en todas partes, en cualquier supermercado, eran redondas y saladas. Iban bien con todo: dulce, ácido o salado. Julia decía que parecían galletas de perro. Cuando volvimos busqué mucho la receta. Nunca encontré la misma o, en realidad, nunca salían como aquellas. Después de varios intentos más o menos infructuosos, me olvidé. Esta tarde, no sé por qué, volví a acordarme. Puse en el buscador “galletas de avena saladas” y lo primero que me apareció fue una entrada: “oatcakes o galletas de avena saladas: un clásico escocés ideal para el picoteo”. ¡Las mismas! ¿Por qué nunca había salido esa receta si las veces anteriores ponía además la palabra “escocesas”? Las preparé.
Mientras, pensaba en las galletas que hace mi madre. También saladas, pero con harina y grasa. Son deliciosas. Hornea varias bandejas y las pone en un frasco de vidrio grande, en un mueble que hay en la cocina. Todos quienes vamos a su casa pasamos por el mueble, metemos la mano y agarramos dos o tres, así cada vez que pasamos por ahí. También tiene la misma receta dulce. Pero nunca tienen tanto éxito. Heredó la receta de mi abuela. Mi hermana no las hace porque la grasa le parece pesada. Y yo porque hay que amasar con un palo y la masa es bastante elástica y cuesta.
Tal vez la receta quede siempre en mi madre, sin pasar a nadie más de las futuras generaciones de la familia. O tal vez esté escrita en esa caja donde guarda recetarios. Algunos son recortes de revistas o de diarios; otros están escritos con su letra de maestra en hojas de cuaderno; algunas hay también con mi letra de cuando era chica, una caligrafía prolija, pretenciosa. Y debe haber también algunas escritas con la letra picuda y finita de la abuela Siomara.
Hay un libro que a mí me encanta y que se llama Una letra familiar. Es de Irene Gruss, la poeta ácida y tremenda, hermosa en toda su obra. Es una nouvelle, las memorias de su infancia. Allí habla mucho de la letra, de la caligrafía paterna, de escribir a máquina de escribir.
Yo casi no escribo a mano desde hace años. Si lo pienso bien no conozco la letra manuscrita de casi ninguno de mis amigos ni reconocería la de ninguna persona cercana. Tal vez Laiseca es la última persona que vi escribir a mano. Así escribió su último libro, Camilo Aldao, como todos los anteriores, incluso las mil y pico de páginas de Los Sorias, que habrán sido miles en esas hojas lisas que usaba para escribir y que, al menos en los últimos veinte años, ocupaba enteras con apenas una decena de oraciones. Encima de su escritorio había siempre una pila de hojas tamaño A4: ahí escribía desde ideas para un cuento hasta coordenadas de citas con el médico o la lista de compras del chino. Todo mezclado. Sin embargo, siempre encontraba lo que buscaba entre la maleza de palabras de órdenes y registros distintos. Qué cosa, Lai.
Lo único que tengo manuscrito del último libro que escribí es una hojita lisa de una libreta chiquita, una hoja suelta. Dice: Enero Rey, Tilo, el Negro, el Ahogado. Después: Siomara, las chicas, Aguirre, los Pescadores. Después: el baile/la emboscada. Después: Epílogo. Cada grupo de palabras está encerrado en un círculo. Toda una novela en esa hojita. La letra es imprenta mayúscula. Cuando aprendí a escribir la maestra no nos dejaba usar letra imprenta. Ahora, según vi con mis sobrinos, así es como les enseñan a escribir a los niños.