CULTURA
Apuntes en viaje

Gata

Miró el verde, los pájaros, el resto de perros y gatos que andaban por el parque. Habrán sido unos cinco minutos y volvió a su escondite, apabullada por tanta novedad.

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Gata. | marta toledo

Tengo tres gatos. La más vieja se llama Ceniza y tiene quince años. La traje de una veterinaria. Estaban ella y dos hermanos en una jaula contra la vidriera. Era una miniatura gris. Los habían encontrado en la calle después de una noche de lluvia, estaban muy mojados y la veterinaria pensó que no sobrevivirían. No sé por qué la elegimos a ella entre los tres. Pero sí me acuerdo de que buscamos otro gato porque el que teníamos, Larsen, estaba deprimido. La Ceniza iba a ser una especie de acompañante terapéutica. Era una gatita vivaracha y juguetona, como todos los cachorros. Ese verano nos fuimos quince días a Uruguay y aprovechamos para que vinieran unos albañiles a hacer unos arreglos. Dejamos la casa, los gatos y los albañiles al cuidado de una amiga.

Tal vez el abandono repentino que la gata no podía saber que era solo por dos semanas; tal vez la casa con gente extraña y los ruidos de la obra, la transformaron en una gata asustadiza y chúcara. Cuando nos fuimos dejamos un peluche gris y cuando volvimos encontramos un bicho temeroso. Los roles se invirtieron y el Larsen, ya recuperado, pasó a ser el acompañante terapéutico de la Ceniza.

Al tiempo dejamos esa casa y nos mudamos a Flores. El único momento en que podíamos acariciarla era cuando nos acostábamos y ella subía a la cama. Como si el tamaño de una persona de pie o sentada le diera vértigo y solo se sintiera a salvo con gente en estado horizontal, más cercano a su propio tamaño.

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Larsen murió y fueron llegando otros gatos. La Chaumién, que también murió muy jovencita, y la Negrita y Corazón. A la Ceniza nunca le gustaron sus compañeros de cuarto obligados así que su vida transcurría entre el dormitorio y la terraza. Cuando empezamos la obra de la casa, en octubre, y nos mudamos a un departamento minúsculo, ella se metió debajo de la cama y no salió nunca más. Comía, dormía y tenía la cajita de piedras debajo de la cama.

Cuando nos vinimos a vivir al conteiner la trajimos, por supuesto. Es un monoambiente con una cama rebatible y un baño. ¿Adónde esconderla? El único lugar abrigado de la mirada de los demás es debajo de un ropero que hay en el baño. Ahí le puse su camita. Los primeros días los pasó allí, pero un buen día, como una polilla atraída por la luz natural que entra por los ventanales, salió y se paró frente al vidrio cerrado. Miró el verde, los pájaros, el resto de perros y gatos que andaban por el parque. Habrán sido unos cinco minutos y volvió a su escondite, apabullada por tanta novedad. Pero al día siguiente o dos o tres días después ya no se conformó con la mera observación y empezó a rascar con la pata para salir. A mí me daba más inquietud que a ella: ¿y si, ya afuera, algo la asustaba y salía corriendo enloquecida y se perdía? ¿Y si los perros le hacían algo? Viven en armonía con los otros gatos, pero a esta no la conocen. 

Sin embargo, le abrí. Primero asomó la cabeza, tentó el aire con el hocico; después sacó medio cuerpo, probó la piedra mora con sus almohadillas de interior; finalmente salió y empezó a recorrer el jardín. Luego de años de reclusión, la gata se mueve libre y confiada en este territorio nuevo. A la noche también pide para salir un rato. De a poco las uñas, largas por la falta de uso, se van gastando y sus pasitos empiezan a volverse silenciosos, imperceptibles, como el paso de los gatos.