CULTURA
Entrevista a fabio morabito

Gramáticas de un arte vagabundo

Considerado uno de los escritores más originales de Latinoamérica, Fabio Morábito –nacido en Egipto, de nacionalidad italiana, pero afincado en México desde hace décadas– publica en Argentina el libro híbrido “También Berlín se olvida”, donde cuenta en un género incierto algunos de sus estados de ánimo mientras vivió en la capital alemana.

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Mixturas. Fabio Morábito (Alejandría, 1955) ha publicado poesía, cuentos, novelas y literatura infantil. | gentileza de autor

Fabio Morábito no suele tomar apuntes sobre las ciudades que visita. “No tengo temple de cronista”, dice. Y tampoco le gusta llevar diarios, una forma literaria que le parece aburrida. Sin embargo, la oportunidad de viajar a Berlín y la experiencia de vivir un año en la ciudad fueron el punto de partida para una serie de textos de género incierto, que atraviesan el aguafuerte, el ensayo y la ficción y que por su cuenta define como “descripciones de estados de ánimo”. También Berlín se olvida, el libro que los reúne, tuvo ediciones en España y en México, y Gog y Magog acaba de publicarlo en Buenos Aires.

Morábito viajó con una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico “para escribir lo que quisiera”. Fue entre 1997 y 1998, cuando empezó los cuentos de La vida ordenada. “No tenía la intención de escribir sobre Berlín –dice–. El disparador fue un artículo que me pidió el periódico Tagesspiegel sobre algún aspecto de la ciudad, y escribí sobre el Speer, ese extraño río que no parece río. Luego, por mi propia cuenta, hice otro sobre el S-Bahn, el tren elevado que rodea la ciudad”.

El recuerdo de México DF se dibuja como negativo en las imágenes que recupera de Berlín. “Al describir una ciudad extranjera, es casi imposible no referirse a aquella en la que uno vive. En el fondo todas las ciudades son la misma, se parecen unas a otras. Hay que atravesar varias capas de lo mismo para sorprender lo peculiar de cada una, y es un ejercicio duro, que exige una atención absorbente”, argumenta Morábito.

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En esa búsqueda, Berlín termina por revelarse a través de asociaciones desconcertantes y reflexiones paradójicas. El tren elevado evoca un intento parecido al del cubismo, “aprehender de una sola mirada la totalidad de la cosa, su adentro y su afuera”, al margen de sus nexos lógicos, y las grúas desperdigadas por las calles retratan mejor que cualquier monumento o edificio el espíritu de la ciudad.

“¿Cómo abarcar algo tan complejo y desmesurado? –se pregunta Morábito–. A mí me quedó claro que tenía que mezclar realidad y ficción. Muchas cosas que cuento en mi libro son mentiras, pero mentiras a medias. En algunos casos forcé la realidad para que cierta situación cobrara su pleno significado. Es un método claramente anti-periodístico, pero yo no iba detrás de una verdad objetiva, sino en busca del alma de la ciudad, lo cual también es una quimera”.

Recurrió entonces a sus herramientas personales, como el Muro, un símbolo presente desde Lotes baldíos (1985), su primer libro de poemas, y un tema inevitable en un relato sobre Berlín. Los viajes y las ciudades se cruzan además en la vida de Morábito, que nació en 1955 en Alejandría, pasó su infancia en Milán y se radicó más tarde en México, donde vive. “Rara vez pierdo mi talante de recién llegado”, confiesa en uno de los textos de También Berlín se olvida. Una condición quizá perjudicial en términos de relaciones sociales pero propicia para singularizar su mirada: “Las ventajas de un recién llegado para sopesar lo que es extraño son enormes, pero hay que encontrar el tiempo justo. Mejor dicho, hay que hablar de las cosas que de verdad te tocan”.

Entre las cosas que le importan está la escritura, y esa preocupación se formula con la intensidad de las iluminaciones: “La lengua literaria es una lengua extranjera, la más extranjera de todas, la más inasible de todas, porque no tiene referentes fijos ni verdades estables”, anota en Mi lucha con el alemán. En El hombre del croissant, otro de los grandes textos del libro, cuenta sus paseos a primera hora del día. “La caminata era una forma de empezar a escribir” antes de instalarse en el cuarto de trabajo.

En Choque en Berlín, observa el comportamiento de dos automovilistas después de un accidente de tránsito. “Escogí hechos bastante triviales, cotidianos, donde me parecía que afloraba lo incomprensible de una cultura que no era la mía –cuenta Morábito–. Me sentía tocado por esos hechos que quizá a otros les habrían parecido insignificantes. Un ejemplo son los Kleingärten, esa especie de campismo en miniatura al que los pueblos nórdicos son tan aficionados. Me interesó desde el principio, porque me toca profundamente esa idealización de la casa-cabaña, del refugio tibio mientras afuera aúllan los lobos y se desencadena la tormenta. Lo entendía y al mismo tiempo me asombraba”. La ficción fue una salida: “El extranjero siempre está con un pie afuera y otro adentro. Comprende a medias, toca sin palpar, intuye pero se queda sólo con su intuición. De ahí que a menudo necesite una buena dosis de invención para acabar de sentir la realidad de lo que lo rodea”.  

Morábito terminó por olvidar lo que había aprendido de alemán. “La sensación de una lengua a medias, en germen, es muy dolorosa, y lo sepulté lo mejor que pude. Eso quizá merecería otro libro: el desmantelamiento mental de una lengua, la demolición de un aprendizaje encarnizado que duró dos años”, dice. Las marcas de escritura, en cambio, son imborrables: “Berlín me cambió, me hizo más independiente, más osado en lo que escribo y menos preocupado por dar una imagen acabada de mí mismo”.