CULTURA
Palabras finales IV

Haikus cantados a la Parca

Desde hace muchas noches, la práctica del haiku –con sus tres versos de cinco, siete y cinco sílabas– ha obsesionado tanto a poetas del Oriente como a occidentales, encontrando en su métrica estricta y cadenciosa un componente idóneo para expresar la fugacidad de la vida. La eternidad de lo pasajero que se revela como un diálogo permanente con las sombras y la muerte.

Tradiciones. Matsuo Bashô, Masaoka Shiki y Yosa Buson, estilistas del último instante.
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La idea de escribir unas palabras de despedida que pudieran ser recibidas como “poema” es una tradición china que llegaría a cierto refinamiento en Japón. Nobles y guerreros a punto de ser ejecutados, monjes budistas que mantenían una aguda conciencia de la finitud, y poetas consagrados o desconocidos escribieron “poemas a la muerte” de calidad variada a lo largo de la historia. Los primeros tendrían forma de tanka, un grupo de cinco versos con dos unidades rítmicas. Luego se adoptaría la más conocida y también abusada forma del haiku, con sus tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, una convención que por suerte no respetan todos los traductores.
“Y ahora/ vamos a contemplar la nieve/ hasta caer agotados” escribió Matsuo Bashô (1644-1694) en uno de sus innumerables poemas que refieren, con imágenes de las estaciones del año, al cambio y a la impermanencia de la vida. Bashô era un maestro de la forma tradicional llamada haikai renga, cuya estrofa inicial (hokku) sería más tarde conocida como haiku. Sin embargo, no sería Bashô sino Masaoka Shiki (1867-1902) quien sabría teorizar y dar autonomía a esa estrofa de cinco-siete-cinco sílabas como elemento aislado, por lo cual podría afirmarse, como ha argumentado Amalia Sato, que el haiku que hoy conocemos es una forma moderna y, en cierto sentido, tan japonesa como occidental.

En todo caso, deberá notarse que el valor literario de estos textos breves, cuando tienen como objetivo la despedida de la vida, suele estar condicionado por su referente, o sea, la cercanía de la Parca y las circunstancias en las que se hallaban sus autores en esos instantes. Shiki, por caso, escribió sus últimos haikus en medio de la agonía por una tuberculosis que había contraído en China, cuando cubría como corresponsal periodístico la guerra chino-japonesa. Según el traductor Yoel Hoffmann, dejó escrito: “Soy un barril de flema/ ni el agua de calabaza/ me servirá ya de nada”, en referencia a la savia de una planta trepadora que era considerada medicinal y se suministraba a los enfermos de tuberculosis. Harto de beber esa medicina que no le hacía ningún efecto, su último haiku fue: “El agua de calabaza/ de hace dos días/ quedó intacta”. Pero tal vez sus mejores últimas palabras serían las que pidió que grabaran como epitafio, junto a su nombre en la tumba, como recuerdo del trabajo que lo había llevado a la muerte: “Periodista. Salario: 35 yenes”. En aquellos años, un yen equivalía a cincuenta centavos de dólar.

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Yosa Buson (1716-1784), uno de los más grandes poetas japoneses, además de artista plástico, se enfermó quizá intoxicado durante una búsqueda de hongos comestibles en el bosque y la noche antes de morir pidió a un discípulo que le copiara con el pincel tres poemas, el último de los cuales decía: “Ultimamente las noches/ amanecen/ blancas como la flor de ciruelo”. Yokoi Yayu (1702-1783) dirá: “Una noche corta/ me despierta de un sueño/ que parecía largo”.

Ser un poeta célebre no garantizaría que los versos de despedida fuesen valiosos en sí mismos, sustentables más allá del relato de sus condiciones de producción, aunque a veces el cruce entre obra y vida –o más bien, obra y muerte– producía efectos singulares. Pero invariablemente estos parecen depender de testimonios que con el paso del tiempo tienden a convertirse en leyendas.
Por ejemplo, se dice que el poeta y samurai Ota Dokan (1432-1486), apuñalado en la bañera, llegó a pronunciar el siguiente verso mientras se desangraba: “Si no hubiera sabido/que ya estaba muerto/ habría lamentado perder la vida”.

En cuanto a Bashô, dado que se ganaba la subsistencia dando clases, llegó a tener más de dos mil alumnos cuyas anécdotas contribuyeron al mito del poeta vagabundo y asceta. Uno de esos discípulos, Hakuro, para escribir su poema a la muerte se habría inspirado al borde del plagio en otro escrito por Bashô al enfermarse, durante uno de sus viajes: “Un ánade enfermo/ cae en la noche fría/ y se aleja tambaleándose” decía el poema original. “Un ánade enfermo/ cae en la noche fría./ Duermo en el viaje”, fue la versión de Hakuro. Otro discípulo copió un poema ajeno para su propia muerte y lo remató, según Hoffmann, con estas palabras: “Este es el último acto de plagio que cometeré en este mundo”.

Pese a la tradición, Bashô no quiso escribir absolutamente nada cuando le llegó la hora. A los cincuenta años, enfermo del estómago, se deslizó hacia el final durante un viaje a Osaka. La última noche, rodeado de discípulos que le rogaban que escribiera sus versos de despedida, insistió en que todos los poemas que había escrito eran “a la muerte”, así que podían elegir cualquiera. Tras su fallecimiento, los decepcionados discípulos buscaron entre los textos del último mes uno que parecía apto para el género: “De viaje, enfermo/ mis sueños vagan/ por los eriales”. Así quedó consagrado este haiku como el final de Bashô. Un autor anónimo lo parodió con este otro: “Encerrado en mi pieza/ mis sueños vagan/ por los burdeles”. El maestro del haikai murió en la madrugada del 28 de noviembre de 1694.