Hubo un manuscrito que viajó durante semanas de Buenos Aires a París, el tiempo que solía demorar la correspondencia hace cincuenta años para atravesar el Atlántico. Y luego hubo otro manuscrito, en realidad un original escrito a máquina, que hizo el camino inverso y corrió con mejor suerte que el primero. Aquel, el primero, cuyo destino se tornó incierto por los descuidos de un genio, o el mero olvido de una mente atareada, fue el original de una novela inconclusa (en el papel) escrita por Manuel Antín. Los Venerables Todos no tenía copia alguna, no estaba terminada, y cayó en las manos de un Cortázar ávido de intervenirlo, para establecer otros y más lazos de aquella historia con el lector, o tal vez directamente con el espectador, puesto que si algo sería ese relato, era una película, “maldita” como dice su director, pero concluida al fin. La historia es una suerte de prólogo al destino del segundo manuscrito, la novela que este año celebra su cincuentenario y sigue vendiendo miles de ejemplares, esa que nada tuvo de maldita, y que como ya debe usted haber adivinado, se trata de Rayuela, de Julio Cortázar.
Cómo no va a acordarse Antín de aquel episodio, si además fueron años de sobres cruzando el océano, manteniendo viva la admiración mutua. “Cuando Cortázar y yo vimos Los Venerables Todos, mi segunda película, en un festival de cine latinoamericano que se hacía anualmente en Italia, al terminar la película me dijo que no había entendido el film claramente, y que a su criterio le faltaban algunos puentes entre la pantalla y el espectador. Que le gustaría mucho si yo pudiera prestarle la novela. Le dije que no la tenía publicada, que sólo tenía el manuscrito, me dijo ‘bueno, yo te lo devuelvo. Mostrame lo que tenés escrito’. Cuando llegué a Buenos Aires le mandé por correo postal el original de Los Venerables Todos, para que tratara de entender la película. El lo recibió en París y al día siguiente se fue a Viena, donde tenía su trabajo como intérprete de la Unesco. Al irse de Viena, se olvidó el original en el hotel y se perdió el único ejemplar que había de mi novela”.
“En esa época, en Italia, hicimos juntos la adaptación de Circe, y él quedó comprometido en que volvía a París y escribía los diálogos. Pero al hacer los diálogos, grabó una cinta magnética con comentarios afines a todo lo que se le iba ocurriendo. Algunos eran muy simpáticos, por ejemplo interrumpía un comentario y decía ‘Manuel, ¿sabés una cosa?, se me acaba de ocurrir un slogan para maquinas de afeitar: “No hace falta ni agua ni jabón, con las lágrimas basta”. El proponía esas cosas. Lo cierto es que esas cintas y los diálogos de Circe, me los mandó en un mismo paquete con una persona de nuestra amistad, a Buenos Aires, y adjuntó el original de Rayuela para que yo se lo llevara a Paco Porrúa, que entonces era el editor de Sudamericana. Cuando recibí el original de Rayuela, lo primero que hice fue escribirle una carta diciéndole ‘Julio, me parece que me voy a cobrar la novela que me perdiste. Voy a llevarle a Paco esta novela, firmada por Manuel Antín’. Obviamente, no lo hice”.
Antín leyó algunas páginas de esa Rayuela escrita a máquina y la abandonó. Estaba un poco enojado con su amigo por el episodio de Los venerables todos, algo pasajero, claro, pero un sentimiento que le ganó en esos días y lo llevó a dejar inconclusa la lectura. “Quién iba a decir que cincuenta años después estaríamos celebrando la publicación de una obra y a un escritor paradigmático, único, y que vivía en el piso de arriba. Como alguna vez dijo Borges, en referencia a sí mismo, “cómo va a sacar el premio Nobel si vive en el piso de arriba”.
Pero Manuel nunca recuperó su novela, y a duras penas le quedan dos copias de la película de Los venerables todos, puesto que así como Cortázar extravió el manuscrito, el laboratorio cinematográfico perdió el negativo de celuloide de ese film que jamás se estrenó en un cine argentino. Sin dudas, su obra maldita.
Antín y Cortázar empezaron dirigiéndose la palabra con un “Estimado Señor” de formal correspondencia, y terminaron abrazándose afectuosamente a través de las epístolas, en las que lamentaban con frecuencia sus encuentros fallidos. “Manuel, naturalmente que nuestro desencuentro en París es una infinita calamidad, pero no te creas que Aurora y yo vamos a morder así nomás el polvo de la derrota. (...) Te imaginás lo que me alegra esta posibilidad de encontrarme con vos, aunque no sea en las mejores condiciones dado el ritmo en que supongo se mueven estos festivales.” Julio, como naturalmente firmaba sus cartas, planeaba una escapada junto con Aurora para ver, aunque más no fuera en el marco de Cannes, a su amigo. Fue en 1963 y Manuel representaba a la Argentina en Cannes con Los venerables todos.
Para Antín sigue siendo un milagro haber guardado la correspondencia que mantuvo durante casi dos décadas con Cortázar. “Es una casualidad que no las haya tirado. Cortázar en aquella época no era Cortázar, era un argentino que vivía en París, que había publicado Bestiario, Las Armas Secretas, pero no era un escritor con la dimensión que cobró después. Yo podría no haberlas conservado como no conservé cartas de Victoria Ocampo, de Bioy y de Borges. Era gente con la que yo tenía contacto personal por mi profesión en el cine”. Todo parecía estar al alcance de la mano para Antín en aquellos años. Con Borges estuvo a punto de trabajar en conjunto, en la versión cinematográfica de El Muerto, que finalmente hizo años después Héctor Olivera. “Había hecho un plan metafísico, porque quería que el protagonista fuera Orson Welles. Y me comuniqué con Orson Welles, pero no fue posible hacerlo, porque los productores que iban a financiar la película no habían podido asegurar a Welles. La compañía que tenía a cargo el seguro de la película no quiso involucrarse con él porque estaba en la última fase de su vida y porque tenía varias películas abandonadas, dirigidas y actuadas por él, entonces dijeron que no”. Con Bioy, en cambio, se encontraba semanalmente en el café La Biela y éste le sugería textos de su autoría para llevar a la pantalla. Pero Antín sólo quería adaptar una obra suya, La invención de Morel, que no paraba de facturar en derechos a cadenas o compañías audiovisuales del exterior.
Las cartas de Manuel y Julio fueron el motivo para que Alfaguara descubriera otro negocio en torno a la figura de Cortázar. “Vinieron a verme en el ‘92 con el propósito de hacer un libro sobre las cartas de cine, de las cuales se habrían enterado por él, porque yo nunca las había hecho públicas. Enterada Aurora Bernárdez de este propósito de Alfaguara, propuso publicar además otras cartas junto con las mías. Eso dio lugar a los tomos de correspondencia que la editorial luego fue publicando”.
En los tiempos en que Manuel y Julio se hicieron compinches, el segundo no sólo no era todavía el célebre escritor reconocido en el mundo entero, sino que, a juicio de su amigo, era un hombre con cierto desapego a lo político e ideológico. Manuel dice que hubo un Cortázar sin barba... “Yo fui amigo del Cortázar sin barba. El Cortázar con barba es el Cortázar con militancia política, y él sin barba era el Cortázar escritor. Yo creo que la barba le sacó a Cortázar mucho de su capacidad creadora como escritor. Y además le sacó mucho tiempo que él dedicaba a la literatura y que empezó a dedicar a viajar por Cuba y por los países de Latinoamérica en los que decidió militar. El Cortázar que yo conocí no tenía mirada política, era un Cortázar completamente distinto al que fue después, al que se convirtió. No tiene nada de malo, todos somos uno, dos, tres o cuatro en distintas épocas de nuestra vida. Por alguna razón que yo ignoro, Cortázar se sintió atraído por una ideología que no tenía cuando lo conocí. Cuando yo lo conocí tenía más bien desapego con toda ideología, porque incluso creo que él se fue del país porque no soportaba ciertas situaciones argentinas”.
La correspondencia entre Antín y Cortázar es la diáfana evidencia de cuánto afecto y cuánta confianza creció entre ellos, a pesar de que sus encuentros, cara a cara, fueron contados con los dedos de una mano. “No me quisiera morir sin dejar Rayuela en manos de personas como vos y unos pocos más” le decía Cortázar en una carta de diciembre del 63. Otra de agosto del mismo año, termina: “Me dicen que acaba de salir un librito mío en Buenos Aires. Se llama Historias de cronopios y de famas, y lo editó Minotauro. No puedo mandártelo desde aquí porque sólo tengo un ejemplar llegado ayer por avión. Si lo comprás, les deseo a Ponchi y a vos que se diviertan con los cronopios. Siempre me ha parecido que ustedes son dos enormísimos cronopios. Aurora los abraza con todo cariño, y yo soy siempre, Julio”.
La última carta, la última vez en Buenos Aires. “En el ‘75 él me manda la última carta, donde dice que no me va a escribir más porque teme que por su trabajo político pueda perjudicarme, provocarme algún problema, y decía que no iba a volver por un tiempo a la Argentina. A partir de ahí no lo volví a ver nunca más”. Manuel Antín tiene vívido el recuerdo del triste día en que le dieron la noticia de la muerte de su amigo. Y recuerda también cómo supo que Julio había venido a despedirse de Buenos Aires, retornada la democracia, en el ‘83, decidiendo no visitar a nadie más que a la ciudad. “El tenía una especie de idilio con Buenos Aires. Ya estaba condenado a muerte por su enfermedad. No llamó a nadie, vino absolutamente de incógnito. Esto fue en diciembre del ‘83. Yo supe después por dos episodios laterales que había estado en el Teatro del Pueblo, donde había sido reconocido por el público, se había puesto de pie y lo habían aplaudido; y por una mujer que un día me contó que se lo había encontrado en el monumento a Sáenz Peña, un lugar para él paradigmático, esa esquina de Florida y Diagonal. Toda esa zona era la que él frecuentaba mucho. Esta mujer me dijo que lo había visto, que se había acercado, que le había pedido un autógrafo, que me mostró. Un día me pidió una entrevista para mostrarme ese autógrafo, porque sabía que yo no lo había vuelto a ver nunca más”.