Con una prosa de una exquisitez notable, esta autora nacida en Alemania Oriental narra la historia de tres generaciones de mujeres de una familia judía en su desplazamiento por el territorio que formaba el Imperio Austrohúngaro, desde los años previos a la Revolución Rusa hasta la caída del Muro de Berlín. Frente al horizonte de la muerte individual y colectiva, y contra la idea de que una vida puede ser contada linealmente, imagina para la protagonista distintas vidas posibles según el momento en que sobrevenga su muerte. Y con estos hilos reconstruye la historia del siglo que Hobsbawn definió como corto y que este texto logra convertir, en cada uno de sus párrafos separados y yuxtapuestos, en piezas de orfebrería.
—¿Cómo fue que eligió contar las vidas posibles de un mismo personaje para entramarlas en la historia europea del siglo pasado?
—El punto de partida fue mi profunda tristeza después de perder a mi madre, es decir, algo muy privado. Me preguntaba cómo se produce ese paso de un instante en una vida a un llamado “último instante”. Cuando comencé el libro, mi idea era hacer un corte abrupto en la misma vida a través de esas cinco muertes que cuento y volver a mirar de nuevo al personaje principal en ese instante en que aparece la muerte… y de repente se está en medio de la historia del último siglo. Y es que si se quiere evaluar una vida, es impensable hacerlo sin observar las circunstancias generales que formaban parte de la existencia de las personas en cada época.
—En este entramado, hay dos textos que son tutelares: la Biblia y Goethe. ¿Un homenaje a la tradición judío-alemana?
—Para mí, las obras completas de Goethe son ante todo un requisito en el sentido de que son el tesoro intelectual de la burguesía judía formada, que en la transición del siglo XIX al XX se entendía de forma completamente natural, como “alemana”. Por otro lado, el Viejo Testamento es el nexo entre la religión cristiana y la judía. También fue un auténtico descubrimiento la lectura de los escritos talmúdicos. Además, me marcó el amor por el idioma que se desprende de la traducción de Lutero, hay pocas cosas más hermosas.
—En cuanto a la estructura de la novela –escenas yuxtapuestas, diálogos mínimos integrados al cuerpo del texto, descripciones concentradas de lo brutal–, ¿reconoce algún escritor/a con el que se pueda identificar?
—Admiro a muchos escritores, como Heiner Müller o Georg Büchner. Pero escribir es un camino individual, no podría imaginarlo de otra manera. Escribir es una especie de traducción de mente a mente, de emoción a emoción. Esto por supuesto sólo funciona describiendo con la mayor precisión posible las cosas que lo movilizan a uno.
—El límite, la frontera, parecieran ser el gran tema en este texto. La muerte, como el horizonte contra el cual la narración se despliega. Pensaba en el Muro de Berlín, o en esa división irreconciliable que fue la Guerra Fría.
—El que yo escriba seguramente tiene que ver con la caída del Muro, con el repentino e inesperado levantamiento de la frontera mediante la cual todo lo que conocíamos del lado este de ese muro fue transformado. Y por supuesto, la muerte es la frontera más radical: la frontera con aquello que no conocemos. Sólo en las fronteras puede haber cruces al otro lado, transformaciones, es decir, evolución. Si se mira hacia Europa y cómo está intentando en este momento defender sus fronteras de los refugiados, se ve que en última instancia una frontera es siempre un lugar en el que incluso se acepta la muerte de “los otros” para mantener en pie la supuesta propia identidad.
—¿Las preguntas que cierran cada uno de los segmentos fueron su disparador o surgieron en forma posterior a su escritura?
—Fíjese, usted dice cierran. Pero también se podría decir que funcionan como introducción al próximo capítulo. Cada uno de estos intermezzi es final e inicio a la vez, es decir, en el fondo, nada muy distinto a una frontera. Pero las preguntas que planteo en esos pasajes son el texto. ¿Qué pasaría si…? No escribiría si no existieran cosas que no entiendo, sobre las que no tengo ninguna respuesta.
—¿Cuánto de su experiencia familiar está volcado en el capítulo sobre la URSS?
—Del lado de mi padre, mis abuelos formaron parte del Partido Comunista desde los años 20. La noche después de que Hitler asumiera el poder migraron a Praga y luego a Moscú. Mi padre nació allí. Recién mucho después comprendí cuán difícil era la situación de los comunistas en la Unión Soviética bajo Stalin. Después del pacto con Hitler, Stalin entregó comunistas a los nazis y puso en marcha una maquinaria para meter en campamentos o fusilar a su propia gente. A pesar de que mis abuelos lograron sobrevivir gracias a que tuvieron mucha suerte, fue una situación difícil para ellos, divididos entre la lealtad hacia la idea por un lado y su experiencia personal por el otro.
—La novela termina con la caída del Muro. ¿Cuánto de esa percepción extrañada por lo abrupto de los cambios se percibe hoy en la literatura alemana?
—La novela termina a mediados de los 90, pero es verdad, la experiencia de cuán rápido puede desaparecer un Estado en el que uno se crió y que se consideraba imposible de derribar modifica muchas percepciones. El país que conocíamos no existe más y el país en el que vivimos ya no es el de nuestra infancia. Podemos leer en nuestra propia biografía que las cosas están en movimiento. El precio de comprender esto es la sensación de estar para siempre “afuera”. Pero para escribir no hay mejor punto de partida.