Argentina es rara o bizarra, y que las cosas que pasan aquí pareciera que sólo ocurrieran aquí es algo que se habla a diario en los bares, en la televisión, en el colectivo. César Aira, en una de sus novelitas, usa el adjetivo “raro” para describir “lo único”, y eso es lo que intentó hacer Gabo Ferro –conocido y premiado rockero– en 200 años de monstruos y maravillas argentinas, publicado por Beatriz Viterbo.
Este es un libro raro de principio a fin, o más bien bizarro, ya que no es un libro de historia cualquiera, porque es un libro gráfico, que pone toda la imaginería de la ilustración de Christian Montenegro (cuyo trabajo ha sido seleccionado por Editorial Taschen para formar parte del libro 100 Illustrators) y del diseño de Laura Varsky (nominada al Grammy latino como directora de arte) al servicio de la construcción de una historia argentina lado B, donde no hay héroes aunque sí muchos villanos. Más que monstruos, por las páginas de este libro desfilan los degenerados en las variantes más asombrosas: desde los imbéciles (“degenerados funcionales”) hasta el Ejército Argentino (“incubadora de gentes degeneradas”), pasando por políticos. Y, desde luego, escritores y artistas.
Para construir este bestiario, Ferro se basa, entre otros, en Gabriela Nouzeilles, para quien “las naciones son efectos de ficciones narrativas, relatos maestros que atribuyen a ciertas comunidades la continuidad de un sujeto”. En el prólogo ahonda más en esta tesis cuando señala que hasta los 70 la historia sólo podía contarse sobre la base de “documentos literarios no ficcionales con firma de autor, narrativas portadoras de un discurso pensado para ser leído por los pares”. De ahí que se plantee este libro como “ficciones de lo real, del pasado en el presente y del presente en el pasado con imágenes que se disparan desde la realidad y la metáfora, desde lo ficcional y lo real del texto”. Si la historia es contar una sucesión de hechos que construyeron un país, una época, la opción de Ferro no es contar esa sucesión de hechos, sino erigirse como médium para seleccionar las voces que reconstruyan una época; entre esas voces están las de José Ingenieros, Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo Gutiérrez, Esteban Echeverría y algunos textos anónimos.
Patria, pueblo y Ejército
200 años de monstruos y maravillas argentinas empieza con el himno patrio de Vicente López y Planes y lo sigue el dogma socialista de Esteban Echeverría, es decir empieza con los conceptos de patria y de pueblo. Echeverría señala que la democracia es el régimen de la razón, pero el pueblo carece de los medios para lograr su emancipación. Para alcanzarla, se necesita educación, ya que “las masas no tienen sino instintos; son más sensibles que racionales; quieren el bien y no saben dónde se halla; desean ser libres y no conocen la senda de la libertad”. Un texto anónimo fechado en 1926 señala al Ejército Argentino como una incubadora de degeneraciones y “una institución levantada y sostenida siempre para fines criminales de guerra, no puede dar otros frutos que infamias y corrupciones en la paz”. Es decir, el autor, a través de estos textos, muestra a la patria, al pueblo y al Ejército como instituciones en descomposición.
La lucha entre federales y unitarios también es abordada aquí. Eduardo Gutiérrez, autor de la célebre novela Juan Moreira, escribe: “Los federales templados pintaban el friso y el frente de colorado. Para los más exaltados, todo esto era poco. Desde la puerta de la calle hasta el fondo de la casa, todo era rojo”. En la vereda de enfrente hay otro texto anónimo en el que se pide la muerte para el líder de los federales, Juan Manuel de Rosas: “Los mazorqueros [...] no son simplemente personas (sin que esto quiera decir que son simples bestias): son entidades, por la razón de que son entes, y pare Vd. de contar. [...] ¡Muera Rosas!”. Los gauchos tampoco se escapan de este bestiario: William Hudson recuerda conversaciones de gauchos y cómo hacia fines del siglo XIX habían tomado la costumbre de no gastar balas en el “enemigo”, preferían a tal nivel el degüello que terminaban amando los cuellos jóvenes, estableciendo para ello toda una rutina de súplicas y falsos perdones. Von Strunzel no retrataba mejor a los indios, a quienes consideraba unos viciosos, prisioneros de deseos irrefrenables y de una promiscuidad sexual “y, a menudo, homosexual, su predilección morbosa por los perros (gustaban acariciarlos)”.
Usos y costumbres
A las pocas páginas, sin embargo, el libro se abre a una interpretación de los usos y las costumbres de la época. Se consigna, por ejemplo, que las porteñas, en un texto del francés Xavier Marmier de 1850, “no tienen más que un solo objetivo, del que no se desviarán jamás: el casamiento”.
Los textos vinculados a la explicación de la homosexualidad, especialmente femenina, son delirantes. Víctor Mercante estudia esta homosexualidad, fenómeno conocido en el siglo XIX como uranismo, y advierte que “no es por lo común impulsiva”, más bien es contemplativa, lo que deja en evidencia “su parentesco claustral”, de ahí que en los grandes internados sea una “epidemia”. Mercante fue a un internado para observar el comportamiento de las muchachas durante los recreos: “Obedeciendo al propósito de cultivar maneras, la dirección había prohibido el correr, el gritar, la bullanguería, la discusión, los movimientos bruscos”. En otras palabras, se entregaban a la quietud y por ende a la contemplación. Pero no sólo este estudio está hecho en base a la observación, sino también en base a la recopilación de cartas de novia a novia, producto, seguramente, de una requisa. Así, una chica le escribe a su amada porque al subir las escaleras las compañeras le habían visto las piernas, suplicándole que ajustara “las polleras” y usara “enaguas menos almidonadas”.
Hay contradicciones entre el tiempo pasado y el presente fácilmente apreciables. Luis Drago se despacha aquí con un texto donde identifica el tatuado con el delincuente: “Si nos fuera permitido parodiar una espresión (sic) célebre, diríamos que así como el estilo es el hombre, el tatuado es el criminal”. El problema de la identidad es central cuando se habla, por ejemplo, de gays, lesbianas, bisexuales, trans, y más aún cuando uno de los centros culturales y de diversión gay más conocidos de Capital, Casa Brandon, queda en la calle que homenajea al autor de esa frase.
Inmigrantes y suicidas
A José Ingenieros le sobran pluma y agudeza para describir los usos y costumbres cuando se refiere a la simulación tan en boga en la formación de personalidades impropias, o no propias: “En el traje, en la mímica, en las opiniones, en las maneras, se va hacia la uniformidad; para ello cada hombre está obligado a disimular todo lo que es individual y a simular todo lo que es común a la sociedad y no posee él mismo”. Es más, desde niño todo lo que se exige es precisamente que se esfuerce en imitar a los demás. Así, simuladores son las mujeres, pero también los hombres y, dentro de ellos, los políticos, que son “simuladores por excelencia”. En este periodo electoral las palabras de Ingenieros en relación a los políticos cobran especial sentido: “Es fácil verlos, en todo momento, fingiendo preocuparse del bien de su patria y de sus conciudadanos, mientras en realidad su única preocupación es obtener ventajas personales”. Pero también hay simulaciones y simuladores en el ambiente intelectual, especialmente en quienes quieren estar a la moda.
El relato del matrimonio de inmigrantes italianos de Juan Argerich es otro de los momentos altos de esta selección. Se trata de un italiano de nombre Dagiore que desposa a la joven Dorotea, y toda la borrachera, la comilona y la fiesta que eso implicaba, sin olvidar la costumbre de que la joven nada tenía que opinar sobre su futuro marido, el destino le estaba reservado por sus padres. En el epígrafe del texto se entrega la visión que Argerich tenía sobre la inmigración: “En mi obra, me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina”.
La visión de Argerich es compartida por Víctor Arreguine, quien preocupado por los instintos suicidas de algunos inmigrantes señala: “Los que emigran de su país por no suicidarse, ya traen la sugestión del suicidio”. Pero el texto de Arreguine no sólo habla específicamente de los emigrantes, sino de los suicidas y del problema de los suicidios en la ciudad de Buenos Aires a finales del siglo XIX. Señala que el 83% de los que lo hacen sabe leer y escribir, sin embargo la mayoría carece “de hasta las más elementales nociones de ortografía, llegando algunos al extremo de escribir las iniciales de sus nombres con letra minúscula”. La influencia del clima o de los vientos es clara para Arreguine: hay más suicidios con viento norte que con viento sur. Entre 1881 y 1898 se registraron 2.188 suicidios, de los cuales 1.640 fueron varones. El tema de la imitación en el suicidio ya era conocido, pero cuando se trata de un personaje como Leandro Alem, que se mató de un tiro en un carruaje de alquiler, originó en poco más de un año “ocho ó diez casos de elección del mismo medio y escenario”.
Guarangos y degenerados
A José Ramos Mejía no se le escapan el guarango, el canalla y el huaso. Del primero dice: “Verdad es que este último es un enfermo, y el primero un primitivo, un inocente exhibicionista”, y agrega que es un “indigente del buen gusto”. Al guarango generalmente puede encontrárselo disfrazado de médico o abogado o emocionándose tardíamente con la lectura de Pablo y Virginia, la novela de Saint-Pierre, uno de los últimos amigos de Rousseau. En una etapa superior del guaranguismo se encuentra el canalla que ha sabido trepar “por la escalera del buen vestir y del dinero”. Finalmente, el huaso es “el guarango de especie más grotesca”. También preocupa a José Ramos Mejía el uso de la quinina para tratar enfermedades, especialmente la sífilis en “ese país palúdico” llamado Tucumán: “Allí se toma la quinina como en China el opio, y el aguardiente en Chile”. Otra preocupación para este autor son los adictos al alcanfor, que se tomaba igual que el rapé: “algunas suelen entregarse públicamente a su pasión sorbiendo en grandes y ruidosas que aspiraciones sendos gramos del polvo maravilloso”.
Hacia el final, el libro va girando cada vez más en torno a la degeneración. Argentina degenerada, deshecha, despedazada en cada uno de estos textos. El degenerado medio, por ejemplo, es una figura especialmente monstruosa, porque no posee monstruosidad fisiológica, como el paladar abovedado o estrabismo; al contrario, pasa por una persona normal si no fuera porque, como señala Carlos Octavio Bunge, “hay demasiado yo en su cosmos”. El imbécil, por su lado, es “un degenerado funcional con estigmas de insuficiencia”, pero tampoco con deformidades físicas, mientras que los débiles de espíritu son “degenerados de una imbecilidad vaga e incipiente”. José Ingenieros encontró en la política otra variante de los degenerados, especialmente en aquellos escritores que se entregan a la doctrina anarquista.
Los sacerdotes tampoco se escapan en esta historia de la bestialidad argentina. A principios del siglo XX el padre Bertrana fue acusado de torturar a los niños que tenía a su cargo en una prisión correccional y se organizó una protesta en su contra. Es De Veyga quien señala que los niños son las principales presas de los pederastas o fellatores: “Estos avances sobre criaturas aparentan por lo regular cierto carácter de violación”. Luego cuenta la historia de un celador de un colegio particular que al final “era tan corriente su acción, que en plena clase, buscando un amparo conveniente, llenaba su tendencia”. Circuló la noticia entre los alumnos que por pura curiosidad acudían al celador para “hacerse succionar”. De Veyga califica a este tipo de hombres como espermófagos.