Bucarest es como una de esas lenguas endiabladas, complicadas, que sólo puedes dominar a la perfección si te la enseñó tu madre. Mi ciudad es así. Tiene una vida subterránea, es laberíntica. Se parece un poco al París del siglo XIX y también al El Cairo. Es una mezcla perfecta de Oriente y Occidente”. Mircea Cartarescu nació en Bucarest en 1956, y su literatura es igual de intrincada y oscura que la geografía urbana de su ciudad natal. Poeta, narrador, permanente apuesta al Nobel y autor, entre otras obras, de un poema épico de 7 mil versos y de una trilogía, Orbitor, de 1.400 páginas “extremadamente densa”, en palabras del propio autor. En las fotografías Cartarescu parece un tipo serio, intenso, de pocas pulgas, un heredero modernizado y sofisticado de Solimán el Magnífico o de Vlad Tepes. Aunque Cartarescu prefiere desmarcarse de estos referentes locales y definirse como un lector universal. “En mi adolescencia no hacía otra cosa que leer. Cada vez que descubría un autor que me gustaba, me sentía hechizado. Leí a los románticos ingleses, alemanes, a Baudelaire, leí a Borges, Cortázar, Sabato, Unamuno. Los libros para mí eran la única realidad. Tal vez porque mi realidad era gris y anodina. Hasta los 30 años viví en el comunismo. Luego cayó el comunismo y llegó el capitalismo salvaje. Nada de lo que hay ahí afuera ha conseguido interesarme demasiado”.
En los años 80, cuando Cartarescu comienza su carrera como escritor, el Partido Comunista controla la actividad literaria del país. La burocracia de los censores es una pieza indispensable para la publicación, un sistema con el que hay que lidiar día a día y que, en medio de la debacle económica, el hambre y la pobreza, parece hasta pintoresco. “Muchos censores eran también escritores. Tenían por obligación eliminar varias páginas de cada libro por azar. De modo que se sentaban contigo y te decían: ‘Mete diez páginas más que no te interesen para que yo pueda sacarlas’. Durante los años dulces del régimen, todo podía negociarse delante de una taza de café. Luego, hacia los años 80, la cosa se endureció”.
—¿Los escritores e intelectuales de su generación eran un factor de resistencia política y cultural durante el comunismo?
—En aquella época, todos los escritores éramos beatniks. Los poetas de mi generación creíamos que éramos los mejores del mundo. Tratábamos de revolucionar y cambiar de raíz la poesía rumana, que solía ser muy lírica y pastoral. Queríamos ser los nuevos Ginsberg o Frank O’Hara. Teníamos una cita semanal en un antro de Bucarest. Nos conocían como “el Círculo de los Lunes”. Escribíamos en nuestros cuerpos, en los muros de la ciudad. Eramos antiestablishment y nos burlábamos de la cultura oficial. Obviamente nuestro círculo fue declarado ilegal, y seguimos funcionando de modo clandestino. A veces el régimen hacía la vista gorda. Fue una época gloriosa en mi vida.
—¿Y cómo vivió la caída de la dictadura en 1989?
—La revolución que trajo el final de la dictadura estalinista en Rumania fue un fraude, una dulce ilusión. Las mismas personas que nos oprimieron durante cuarenta años nos siguen oprimiendo ahora. Además no hay que olvidar que vivimos cincuenta años en una dictadura comunista y fascista y que esto tuvo consecuencias. Somos un rebaño. Antes nos engañaban, ahora nos engañan. Antes éramos pobres, ahora también somos pobres. En mi opinión, Rumania vive una situación muy parecida a la de algunos países de Latinoamérica: un gran partido en el poder que subordina la justicia a sus propios fines, casi sin oposición.
—Es usted muy crítico con su país.
—Yo no soy solamente un escritor. Durante diez años trabajé como periodista político. De hecho hoy en día soy una de las voces más virulentas contra la situación política de Rumania, al punto de que me consideran persona “non grata”, lo que me ha provocado mucho sufrimiento. Tal vez es por esto que cuando escribo ficción no hablo sobre historia, sino sobre mis mundos interiores.
La materia de los sueños. El territorio literario de Cartarescu es extraño, vaporoso, sobrecogedor. La editorial Impedimenta ha traducido parte de su obra: las colecciones de relatos Nostalgia y Las bellas extranjeras, y las nouvelles Lulu y El ruletista. Las bellas extranjeras constituye una suerte de meandro respecto del total de su obra, una linda choza donde descansar y reírse un poco de lo patético del mundillo literario, de la incompetencia de la burocracia rumana tan parecida a la burocracia de cualquier otro país (dejando a un lado a los nórdicos, tal vez). Cartarescu demuestra que sí: sabe hacer humor, sabe escribir sobre cosas reales que pueden asirse en una mano sin que se escurran entre los dedos. No sucede lo mismo con los otros relatos más afines a su estilo y a su peculiar cartografía sembrada de paisajes inhóspitos, neblinas fosforescentes, ciudades subterráneas, personajes extraños, poseedores de una sabiduría descomunal o con rasgos físicos o psicológicos inquietantes. Una prosa que parece haber sido concebida entre varios sujetos a la vez: Kafka, Lewis Carroll, Beckett, Borges.
—Escribe mucho sobre la infancia, aunque en sus historias nunca es ese sitio amable, feliz, el paraíso perdido.
—La infancia es un lugar maravilloso y al mismo tiempo extraño. Está llena de enigmas, de descubrimientos sobrecogedores. Los niños están mucho más cerca de las cosas. Tejen con ellas conexiones míticas, que les permiten percibir su esencia de un modo para el cual los adultos estamos incapacitados. Simplemente viven al margen de la tiranía de la razón. Algunos de mis relatos hablan de eso. Estoy pensando en REM, que es la historia de siete niñas que cada día eligen un juego distinto y viven en una atmósfera de ensoñación.
—Los niños de sus historias son niños tristes, solitarios, aislados. ¿Usted fue un niño feliz?
—Mis padres eran muy pobres, pero en casa teníamos una pequeña biblioteca, cosa que provocaba las burlas de los compañeros de trabajo de mi padre. Yo era un niño raro, bastante solitario, y fui construyendo mi mundo a partir de lo que tenía a mano: los otros niños que corrían en las calles cubiertas de fango, los barriletes que planeaban por encima de los tejados, la melancolía de las vacaciones interminables... todo eso me inspiraba. Supongo que ésas fueron mis primeras ensoñaciones literarias. Desde que tengo memoria siempre quise ser escritor.
Para Cartarescu, “el sueño no es una huida de la realidad, es una parte de la realidad trenzada de forma inseparable con todo lo demás”. Algo parecido a lo que decía Schopenhauer con eso de “la vida y los sueños son hojas de un mismo libro”. Para el autor rumano, la lucidez extrema cercana al sueño y a la locura es a veces la única forma de penetrar en el misterio de la realidad. Es por esto que ficción literaria y representación onírica entran y salen todo el tiempo, como enlazadas a través de vasos comunicantes. Cartarescu trabaja con la sustancia del subconsciente; bucea en esa telaraña mágica para reflotar otra realidad paralela cargada de significados y asociaciones nuevas, que dejan perplejo al lector. Como en una sesión de psicoanálisis en la que tuviéramos por terapeuta al mismísimo Holderlin o al mismísimo William Blake. Escribe Cartarescu en su cuento El Mendébil: “Sueño muchísimo, en colores dementes, tengo en los sueños sensaciones que no busco nunca en la realidad. He anotado cientos de sueños a lo largo de los últimos diez años: algunos se repiten de forma compulsiva y me empujan a las mismas horcas caudinas de la vergüenza, la rabia y la soledad”.
—¿La presencia de los sueños en su obra tiene que ver con cierta tradición de la literatura rumana?
—En mi juventud leí mucho psicoanálisis: Freud, Adler, Jung, Marie Bonaparte. Me interesa el funcionamiento del cerebro, creo que es poesía pura. Además de eso, la literatura fantástica ha sido siempre una de las corrientes más importantes de la prosa rumana. La tradición fantástica y onírica empieza con Eminescu y tiene otros grandes exponentes como Mircea Eliade, Voiculescu o Gellu Naum. De hecho nuestra literatura es muy similar a las latinoamericanas.
Influencias latinoamericanas. “Rumania es un país latinoamericano. Somos pesimistas, nostálgicos, tenemos cierta tendencia a elegir regímenes autoritarios y nuestras ciudades son una colección de ruinas honorables. Al igual que Argentina, Rumania tiene una fuerte tradición de literatura fantástica. Cortázar, Borges y Sabato son autores muy venerados y queridos en mi país”. Con estos referentes literarios Cartarescu dibuja su personal mapa literario, atravesado por la ironía, la sátira, los ritos infantiles, los torreones góticos, los lugares subterráneos y el pavor, el inmenso pavor al agujero de lo irracional.
—¿Cómo se explica esta cercanía entre su literatura y ciertos autores latinoamericanos? Me refiero a Cortázar, Borges, Sabato.
—Bueno, esto es fácil de explicar. Para empezar, en los años 60 y 70 podías encontrar todos los libros clásicos o contemporáneos traducidos al rumano. Todo se publicaba en colecciones maravillosas y muy accesibles. Leí a Borges, Musil, Márquez, Thomas Mann, Rilke, Musil, Sabato, Faulkner, Calvino, Kafka, Eco, Updike, Ezra Pound, Robbe-Grillet, Allen Ginsberg. En cuanto a los escritores latinoamericanos que mencionas, lo cierto es que compartimos una misma raíz histórica que es el surrealismo, que a su vez procede del romanticismo alemán y, en concreto, de Hoffmann. Cortázar fue para la literatura latinoamericana lo que Eminescu fue para la rumana. La literatura es una sola y todos bebemos de las mismas fuentes.
—Tengo entendido que uno de sus escritores más queridos y admirados es Sabato.
—Así es. Para mí Sabato fue el Dante Alighieri de nuestro tiempo, una de las pocas voces graves y responsables que tuvimos después de Kafka. Aunque Cortázar ha sido una influencia mucho más poderosa en mi obra. Por supuesto, también me encantan Vargas Llosa, Roa Bastos y Carpentier.
El ruletista narra la historia de un pobre hombre al que nunca le ha sonreído la suerte, pero que, sorprendentemente, hace fortuna participando en letales sesiones de ruleta rusa. Un ser sin nombre, rescatado de las cloacas de la sociedad por los “patrones” (los contratistas) del juego para que subaste su alma en cada jugada. “El único hombre al que le fue concedido vislumbrar al infinito Dios matemático y luchar cuerpo a cuerpo con él”, escribe el autor. “De hecho, el relato es casi una réplica de algunos cuentos de Borges. Lo escribí cuando era muy joven. Fue una prueba, un juguete con el que experimentar”.
—El narrador de “El ruletista” dice que su única apuesta ha sido la literatura. ¿Diría que esto se puede aplicar también a Mircea Cartarescu?
—Mi literatura es un esfuerzo continuo para conseguir penetrar en lo que yo llamo “las habitaciones prohibidas”. Son como los cuartos ocultos de un castillo, sólo que están ocultos en nuestro inconsciente. Al abrir la puerta se arriesga todo: el alma, la cordura, la vida entera. Mi escritura no es una profesión, ni siquiera un arte; es una herramienta para cavar en mi propio cerebro, a toda costa, para encontrar mi propia verdad.
El Bucarest de Cartarescu
Mircea cartarescu
Nací en Bucarest y aquí he vivido toda mi vida. La ciudad me fascina. Es mi escenario. Mi lugar de inspiración. Al atardecer, cuando el cielo de Bucarest palidece, solía ir a sentarme en un cementerio de locomotoras que parecían inmensos paquidermos. Me gustaba subirme en la cabina de una de esas máquinas abandonadas y quedarme ahí, en la penumbra, lleno de nostalgia, durante horas y horas. En realidad, las ruinas, los lugares desiertos, los antiguos vestigios del pasado son las cosas más emocionantes y atractivas de mi ciudad. Yo creo que los arquitectos la proyectaron así: como un monumento de la melancolía humana.
Uno de los recuerdos más poderosos que tengo de mi infancia es estar paseando por la ciudad de la mano de mi madre. Recorremos calles extrañas, llenas de gente. Los edificios están decorados con cabezas de gorgonas y coronados por cúpulas de estaño de proporciones grotescas. Todo es viejo y descolorido, como en una foto en sepia. Nos subimos a un tranvía. Cuando las puertas se cierran, agarran los dedos de mi madre que sangran. Todo Bucarest se relame los labios, satisfecho del pequeño incidente. Esta clase de fantasías, de recuerdos, empañan mi percepción real de la ciudad. Cualquier paseo puede convertirse en algo mitológico, fantasmal. Es lo que traté de plasmar en mi cuento Antrax, del libro Las bellas extranjeras, en la parte en que narro en primera persona mi visita a las oficinas centrales de la policía, y también en mi trilogía Orbitor, en la que describo un mundo fantástico, con insectos gigantes. No tengo una percepción real de Bucarest. Es igual de literaria que la Alejandría de la tetralogía de Durrell, como el San Petersburgo de Dostoievski o la Buenos Aires de Borges. Nunca he estado en alguna de esas ciudades, pero me siento como si hubiera vivido toda la vida en sus calles.