CULTURA
lászló krasznahorkai

La literatura regresó al Premio Nobel

Luego de algunas decisiones pólemicas, la Academia sueca distinguió esta semana al escritor László Krasznahorkai, un autor sofisticado y contundente, reconocido –en palabras del Comité– por su “obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalítico, reafirma el poder del arte”. El húngaro, de 71 años, irrumpió en la escena literaria en 1985 con Tango satánico; desde entonces ha publicado veintidós libros, la mitad de ellos traducidos al español. En PERFIL, un sólido y reflexivo análisis de un escritor amparado en su obra, que convive con la visión crítica (y autocrítica) de las herramientas que utiliza, es decir, fluye con teoría y práctica a la vez. Pasen y lean.

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| pablo temes

“László Krasznahorkai nació en 1954 en la pequeña ciudad de Gyula, al sureste de Hungría, cerca de la frontera con Rumania. Una zona rural remota similar es el escenario de su primera novela, Sátántangó, publicada en 1985, que fue un éxito literario en Hungría y la obra que lo impulsó. La novela retrata, en términos poderosamente sugestivos, a un grupo de residentes desamparados en una granja colectiva abandonada en la campiña húngara justo antes de la caída del comunismo. Reinan el silencio y la expectación, hasta que el carismático Irimiás y su compinche Petrina, a quienes todos creían muertos, aparecen repentinamente en escena. Para los residentes que esperan, parecen mensajeros de esperanza o del juicio final. El elemento satánico al que se refiere el título del libro está presente en su moral de esclavos y en las pretensiones del embaucador Irimiás, que, tan eficaces como engañosas, dejan a casi todos en una situación difícil. Todos en la novela esperan un milagro, una esperanza que desde el principio se ve frustrada por el lema kafkiano introductorio: “En ese caso, me perderé el milagro por esperarlo”. La novela fue llevada al cine en una originalísima película en 1994 en colaboración con el director Béla Tarr”.

“La crítica estadounidense Susan Sontag pronto coronó a Krasznahorkai como el ‘maestro del apocalipsis’ de la literatura contemporánea, una opinión a la que llegó tras leer su segundo libro, La melancolía de la resistencia, de 1998. Aquí, en una fantasía de terror febril ambientada en un pequeño pueblo húngaro enclavado en un valle de los Cárpatos, el drama se intensifica aún más. Desde la primera página, junto con la desapacible Sra. Pflaum, nos encontramos en un vertiginoso estado de emergencia. Abundan las señales ominosas. Crucial para la dramática secuencia de acontecimientos es la llegada a la ciudad de un circo fantasmal, cuya principal atracción es el cadáver de una ballena gigante. Este misterioso y amenazante espectáculo desencadena fuerzas extremas, propiciando la propagación de la violencia y el vandalismo. Mientras tanto, la incapacidad de los militares para evitar la anarquía crea la posibilidad de un golpe dictatorial. Empleando escenas oníricas y caracterizaciones grotescas, László Krasznahorkai retrata magistralmente la brutal lucha entre el orden y el desorden. Nadie puede escapar a los efectos del terror”.

De esta manera comienza el texto que justifica el Premio Nobel de Literatura de este año, firmado por Anders Olsson, presidente del comité respectivo. Resulta notable la influencia del premiado en los jurados, al punto que en épocas de tecnología robótica inhumana, resulta una celebración de la experiencia de lectura. Esta agradable sorpresa también señala la distancia entre la traducción del húngaro con las posibilidades del mercado editorial en nuestra lengua: la mayor parte de la obra de Krasznahorkai se encuentra inédita. En columnas adjuntas se reproducen dos fragmentos de su prosa, cuya extensión no solo remite a la duración del plano secuencia en los films de Tarr (Sátántangó demandó siete años de producción y tiene una extensión de 415 minutos), sino a la materialidad –resonancia– de la voz en su conciencia como escritor. Por caso, bajo el título “Escribo estas frases sobre la marcha”, entrevista de Eszter Rádai para la revista Élet és Irodalom (Vida y literatura), vol. XLIV, n.º 4, 28/01/2000, refiere a su estilo literario: “—Antes de conocernos, me preguntaba si hablas con frases mientras escribes. Las conté; por ejemplo, tu última novela, Guerra y guerra, consta de solo 152 frases. Contar no fue difícil, ya que tú mismo numeraste tus frases capítulo por capítulo. Solo tuve que sumarlas.

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”—Puedo hablar así. Ahora me estoy disciplinando. Pero bromas aparte: para mí, una frase –cada frase– es cuestión de vida o muerte; trabajo en cada frase durante varias semanas, mentalmente, no en papel, y solo cuando está lista la escribo. Y luego apenas la modifico.

”—Por ejemplo, ¿“escribes” una frase de 96 líneas –algo bastante común– en tu cabeza durante tres semanas?

”—Sí, probablemente por eso no tengo nada más en la cabeza. Mi entorno también lamenta profundamente que mi cabeza esté un poco ocupada. Por cierto, escribo estas frases al ritmo de la respiración.

”—¿Qué significa eso?

”—Que cuando el lector respira, no se debe oír nada. Por ejemplo, no hay sonido en el límite del compás. El texto sigue el ritmo de la respiración del lector.

”—¿Entiendo que esto significa que se trata de prosa rítmica?

”—Muy bien, muchas gracias, usaré esta expresión también. Frases nacidas de la prosa rítmica, escritas al ritmo de la respiración, y quien adopte este ritmo pronto se dará cuenta de que también sigue el ritmo de su propia respiración”.

En diálogo con Eve-Marie Kallen para la revista Lettre, invierno 2001, número 43, agrega: “Mi atención se dirige de repente a un objeto y queda atrapada allí. Literalmente me hace prisionero. Y no quiero decirte de repente qué es el objeto distrayendo mi atención. Dejo que mi atención se quede ahí. Y espero pacientemente. Espero hasta que una luz repentina ilumina este objeto. Y no tengo que decir nada al respecto. Mi trabajo es dejar que aparezca, tome forma y luego se desvanezca, se evapore. El estilo en sí también está determinado por esta paciencia. Porque el estilo es, en realidad, la velocidad elegida correctamente”. Resulta evidente que László (lo llamamos por el nombre, ya entramos en confianza) es un escritor amparado en su obra que convive con la visión crítica (y autocrítica) de las herramientas que utiliza, es decir, fluye con teoría y práctica a la vez.

Bajo el título Nada en el mundo está fuera de lugar, Varga Lajos Márton lo entrevista para Népszabadság (Libertad del pueblo), 21/12/2002: “No estamos en nuestro lugar. Que nadie ni nada está en su lugar, y que no tenemos forma de encontrar este lugar, o si se prefiere: encontrar el nuestro de nuevo. Quizás esta sea la esencia de la crisis. (…) Y en ella se encuentra la literatura moderna, el terreno verdaderamente angustioso de la belleza insuficiente, con el deseo aún más angustioso de que esta belleza algún día no sea tan insuficiente. Una cosa es segura: sería bueno que solo poetas y solo escritores volvieran a dedicarse a la literatura, y no aquellos que piensan que ser escritor, poeta, es una especie de profesión, no aquellos que piensan que la literatura, el arte, es en realidad solo una forma de validación social, de éxito, por la que un día, al volante de un coche de lujo frente al mundo asombrado, por ejemplo, bueno, mira, incluso puedes recibir un Premio Nobel. Esto es un completo malentendido. Que esas personas elijan una profesión, y entonces sin duda serán más felices. La práctica del arte no se puede elegir, nunca puede conducir al éxito, es simplemente una isla desierta en las condiciones de existencia que se han convertido en el dominio de lo cotidiano, un lugar casi inaccesible, y ya olvidado, aburrido, sucio y gratuito, donde la operación realizada regularmente es siempre un ritual.

”—¿Por qué sufre tanto que no solo escritores y poetas estén presentes en la literatura?

”—Porque me molesta que incluso en este sucio y libre bolsillo no se deje a nadie en paz. Hasta ahora, solo estaba presente el artista corrompido por el poder; ahora está el artista domesticado, participante de pleno derecho en las relaciones de mercado, que ofrece su obra como un trozo de jabón noble en un mundo en el que también da por sentado que el jabón es una mercancía, y por lo tanto el jabón noble también lo es.

”—¿Y qué hay de malo en eso?

”—La inevitable confusión. La horrible realidad de la mentira es que se presenta como algo distinto de lo que realmente es. El producto del artista domesticado finge que también lo es para una articulación elevada, que también está hecho de un tormento epistemológico tortuoso, y que también se creó en ese agujero sucio. Pero no. Porque en ese agujero sucio, aburrido, casi inaccesible: hay libertad”.

Acaso como corolario respecto a la ética del escritor, casi en modo Borges oral actualizado, corresponde esta última cita que da dimensión al retrato intelectual de László Krasznahorkai: “Para Thomas Pynchon, quien desde la muerte de Bernhard ha sido, sin embargo, la figura más significativa de la literatura universal, no es la existencia y el poder de la tradición y el momento venidero la causa de la crisis, sino el elemento destructivo para la tradición y el momento siguiente, el hombre. Yo mismo me someto a esta línea de pensamiento en el sentido más amplio, e intento examinar si esta destrucción es ilimitada. Intento evocar lo que se encuentra entre la tradición y el momento siguiente: el momento presente, que los famosos versos de Sófocles sobre la grandeza del hombre tanto dolieron a Malcolm Lowry. Y no eludo la responsabilidad. El conocimiento de que si alguien crea una forma, si le da nombre a algo, sigue teniendo la misma consecuencia hoy que en tiempos de Adán: a partir de ese momento, esa cosa comienza a existir. El artista, si es que existe tal cosa, sin esta responsabilidad cae en el cinismo más deprimente. Se convierte en un malabarista entre la multitud que huye, un espectáculo deslumbrante entre los desesperados, y su voz termina siendo un grito sin sentido…”.

La profundidad, toda verde

Por László Krasznahorkai

El convoy no corría por raíles sino por un único e impresionante filo de navaja, de tal manera que todo comenzó con el delirio equilibrado y agorero que caracteriza el orden del tráfico urbano y con un tembloroso pánico interno que marcó su llegada en el tren de la línea de Keihan, y fue bajarse después de Shichijo junto a la antigua y ya desaparecida puerta de Rashomon, en el barrio de Fukuine, y ver de pronto otro tipo de construcciones, otro tipo de calles, como si se hubiesen perdido de repente los colores y las formas, o sea, que le dio la sensación de haber salido de la urbe, de que bastaba una sola estación para dejar atrás Kioto, una ciudad que aun así no perdía su profundo misterio y menos de forma tan repentina, de modo que se encontró, pues, al sur de Kioto o, más concretamente, al sudeste, y allí emprendió la marcha, por calles estrechas y laberínticas, ora doblando a la izquierda, ora volviendo a la línea recta, ora doblando otra vez a la izquierda, de tal forma que al final debería haberse sentido del todo desorientado y, en efecto, lo estaba, pero aun así no se detuvo, no preguntó, no inquirió nada a nadie, sino todo lo contrario, continuó sin plantear preguntas, sin asombrarse ni detenerse titubeante en una esquina tratando de averiguar la vía que debía seguir, pues algo le hacía presumir que de todas maneras encontraría lo que buscaba, allí, en aquellas calles vacías con las tiendas cerradas, pues en ese momento descubrió, además, que no habría hallado a nadie dispuesto a ayudarlo a dar con el camino porque estaba todo desierto, como si en algún lugar se celebrara una fiesta o se hubiera producido una desgracia, pero lejos de allí, en otro sitio, donde este pequeño barrio no interesaba a nadie, ya que se habían marchado, todos cuantos allí vivían se habían ido, no quedaba ni un alma, no se veía ni a un niño perdido, ni a un vendedor de pastas, ni una cabeza que, espiando inmóvil y atenta tras las rejas de una ventana, se retirara de improviso, nada de lo que podía suponerse que apareciera a última hora de una mañana tranquila y soleada, o sea, que comprobó que estaba solo, dobló a la izquierda y siguió luego en línea recta, hasta tomar conciencia de que llevaba un rato ascendiendo, de que las callejuelas por las que iba ora hacia la izquierda, ora en línea recta, conducían desde hacía un tiempo todas cuesta arriba, aunque no podía asegurar nada más, por cuanto no podía afirmar que la pendiente hubiese empezado aquí o allá, sino tan solo que se trataba de una toma de conciencia, de la sensación determinada de que, con él, todo llevaba un rato subiendo… y así se topó con un muro a su izquierda, carente de todo adorno, hecho con adobe sobre una nervadura de bambú, pintado de blanco y rematado con unas tejas un tanto desgastadas de color turquesa puestas de través, por cuyo lado transcurría largo trecho la acera, y no ocurrió nada, no se podía mirar por encima, ya que el muro era demasiado elevado, de modo que no era posible ver qué había en el interior, y no existía en el camino ni ventana, ni portezuela, ni resquicio alguno, y cuando llegó a una esquina torció a la izquierda, y a partir de allí continuó el camino arrimado a la pared, hasta que acabó y desembocó en un puente de madera ligero y delicado que parecía flotar precisamente por su ligereza y delicadeza, un puente hecho de madera de ciprés y provisto de una cubierta de corteza también de ciprés, entre cuyas columnas perfectamente pulidas había unos bancos reblandecidos y curtidos por la lluvia que se mecían suavemente como si respondieran a los pasos, y abajo, a los dos lados: la profundidad, toda verde.

Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río Traducción: Adan Kovacsics.

La perspectiva, vista desde atrás

Por László Krasznahorkai

La lluvia caía incesante y silenciosa; con el viento que se levantaba y amainaba de golpe temblaba la superficie inmóvil de los charcos, mas de una forma tan débil por ese pesaroso contacto que ni siquiera se agrietaban las capas muertas de su protección nocturna, y en lugar de recuperar el brillo cansado del día anterior, las pozas absorbían de forma cada vez más decidida la luz que poco a poco emergía por Oriente. Una membrana fina y viscosa cubría los troncos de los árboles, las ramas que crujían de cuando en cuando, la hierba aplastada y putrefacta e incluso el “castillo”, como si los escurridizos agentes de la oscuridad los hubieran marcado para la noche siguiente, en que continuaría la destrucción correosa y corrosiva. Cuando la luna, muy por encima del manto de nubes, desapareció inadvertidamente por el horizonte occidental y ellos vieron entrecerrando los ojos la claridad que penetraba por la enorme abertura de la antigua entrada principal y por los huecos de las altas ventanas, empezaron a tomar conciencia de que algo había cambiado de la noche a la mañana, algo no seguía en su sitio, y no tardaron en darse cuenta de que se había hecho realidad aquello que secretamente temían: había terminado el sueño que ayer con tanto entusiasmo los impulsó adelante y había llegado el amargo despertar… La confusión inicial fue pronto sustituida por el reconocimiento: comprendieron que se habían “precipitado”, que su marcha no había obedecido a una reflexión sobria, sino a un impulso maligno, y como habían quemado también el único camino que conducía de vuelta ni siquiera les quedaba la opción más sensata, la del regreso. En esa hora mísera del amanecer, en que se levantaron frotándose las piernas entumecidas, tiritando de frío, muertos de hambre, con los labios morados, comprobaron que ese mismo “castillo” que el día anterior aún prometía la inminente transformación de sus deseos en realidad los mantenía ahora prisioneros de manera fría e implacable. Gruñendo, cada vez más amargados, volvieron a recorrer las salas peladas de aquel edificio abandonado, esquivando sin decir palabra, sombríos, los restos de máquinas oxidadas tirados aquí y allá, y en medio del sepulcral silencio iba germinando en ellos la sospecha de que habían caído en una trampa, de que eran víctimas ingenuas de una conjura alevosa y de que ahora estaban allí, sin casa, estafados, despojados y humillados. La señora Schmidt fue la primera que volvió, en medio de la penumbra crepuscular, a su yacija, que ofrecía un espectáculo lamentable; se sentó tiritando sobre sus pertenencias amontonadas y arrugadas y se quedó mirando decepcionada la luz que iba creciendo. La sombra de ojos que en su día “él” le había regalado se emborronó en su rostro hinchado, notaba amarga la boca y seca la garganta, le dolía el estómago y ni siquiera se sentía con fuerzas suficientes para arreglarse el pelo revuelto y la vestimenta. En vano: las pocas horas que había pasado con “él” eran demasiado escasas para frenar la angustia y el temor de que todo se hubiera perdido, pues resultaba cada vez más evidente que Irimiás había faltado groseramente a su palabra… No era fácil, pero no le quedaba más remedio: había de conformarse con que Irimiás (“… hasta que el asunto cobre su forma definitiva…”) no se la llevara de allí, de modo que su sueño de librarse por fin de las “sucias garras” de Schmidt y de marcharse de esa “región asquerosa” solo podría hacerse realidad dentro de meses o quizás años (“¡Por Dios, años otra vez!”); pero ante la terrible idea de que esto también fuera mentira y de que él hubiera huido y se encontrara ya lejos, muy lejos, hambriento de nuevas aventuras, sus dedos se crisparon. Ciertamente, al recordar la noche previa, en que se había entregado a Irimiás en el rincón trasero del almacén de la fonda, hubo de confesarse, incluso en ese momento atormentador, que no se había equivocado: aquellos instantes maravillosos, aquellos minutos de placer supremo habrían de resarcirla de todo; sin embargo, ¡había sido “engañado su amor” y arrastrada por el fango la “pureza de sus sentimientos”, y eso no tenía perdón! ¿Y de qué se trataba si no, puesto que las palabras que él le había susurrado al despedirse (“será antes del amanecer, seguro”) habían resultado ser “una sucia mentira”?… Habiendo perdido la esperanza, pero aun así con un anhelo insistente, contempló a través de la gigantesca abertura de la entrada principal la lluvia que caía en oleadas, se inclinó hacia adelante, se le encogió el corazón, su pelo revuelto cayó sobre su rostro atormentado.

Tango satánico

Traducción: Adan Kovacsics