Si la prostitución es el más antiguo de los oficios, la literatura erótica es el más viejo de los géneros literarios. En sus lúbricas entrañas se engendraron todos los demás géneros, incluido, claro, aquel que alberga los libros sagrados. Hace más de 15 años, cuando se publicó mi primera novela, El anatomista, solían preguntarme por el novedoso auge del erotismo. Decía entonces, y sostengo ahora, que desde los pornográficos escritos babilónicos dedicados a Ishtar, pasando por Boccaccio, Sade y Nabokov, la lista de libros que giran en torno a la sexualidad es antiquísima e interminable. Enaltecidos por unos, condenados por otros, los libros prohibidos siempre despertaron la curiosidad, sobre todo, de aquellos que más se escandalizaban. Con cada nueva oleada, el debate resurge una y otra vez, generando la ilusión de que siempre se trata de una novedad.
Sucede que literatura y sexualidad son las dos caras de la misma moneda. Sigmund Freud fue el primero en advertirlo. El padre del psicoanálisis sostenía que toda obra literaria se originaba en una pulsión sexual. Como fuere, en todos los tiempos la literatura erótica fue condenada. La desaprobación adquirió varias formas, y los ejecutores de la repulsa fueron cambiando a lo largo de la historia. El papel de los antiguos clérigos de la Inquisición hoy lo ejercen los críticos literarios y los académicos más o menos almidonados, más o menos lumpenizados. Afortunadamente ya no queman a los autores heréticos, aunque ganas no les falten a los críticos. Lo que en la Edad Media era una condena moral hoy es una condena estética y social; se acusa a esos autores de escribir mal, de escribir para el mercado, de escribir para las mujeres. Y entonces volvemos al principio. No se toleraba en la Edad Media y no se soporta en la actualidad que las mujeres decidan qué leer o qué escribir sin que los censores de turno eleven su índice admonitorio. Si leían a Christine de Pisan eran putas. Si leen a E.L. James son brutas.
Jamás he juzgado a la gente por lo que lee, y mucho menos me dedico a prejuzgarla por leer libros que ni siquiera yo leí. Demasiadas vigas tengo en mi ojo para ocuparme de las pajas ajenas.