Descontábamos que no iba a ser como Don’t Look Back, ni como Nixon. Los antecedentes de Néstor Kirchner, la película clausuraban toda posibilidad de ambivalencia o reflexión. Pero podría haber sido a favor, podría haber aspirado a cierta eficacia extra-cinematográfica en la línea de Michael Moore, quien nunca nos convenció de nada pero a su público algo le vende. Tal vez la primera versión, de Adrián Caetano, haya sido algo así. La que nos tocó, porque siempre ligamos las peores versiones de todas las cosas, es la de Paula de Luque: una hagiografía imposible cuya ambición declarada –hacer de Néstor un santo– es tan extrema como su incapacidad para conseguirlo.
Coincido con una apreciación minoritaria de la crítica: la película de Néstor no es una película, y es deprimente que la prensa y los exhibidores la hayan tratado como si lo fuera. Pero también es cierto que uno se maneja con las categorías que tiene, y en ningún lugar del mundo existe un sistema para evaluar un artefacto semejante. Tampoco es la primera vez que algo que no es una película se da en los cines. Desde aberraciones casuales como las de Warhol hasta excentricidades prodigiosas como la que filmó Herzog con enanos, muchas veces terminamos en un cine viendo algo que no está hecho para ver ahí. A veces funciona igual, y a veces no. Las juzgamos “películas” sólo por el lugar que ocupan, así como decimos que Forster es intelectual o Wainfeld periodista.
El mayor problema de la película de Néstor –la llamaremos “película” a falta de una convención previa que la defina mejor– es independiente del soporte: no está hecha para que la veamos nosotros, ni quienes aman a Néstor, ni quienes dudan de Néstor, ni las enormes mayorías a las cuales Néstor no podría importarle menos. Está hecha para que no la vea nadie, salvo Cristina. La película de Néstor son los deberes. Es una exhibición ritual de fidelidad, una ofrenda que sus responsables entregan a quien el destino convirtió en sacerdotisa, como si sacrificaran una cabra. Es otra cultura.
Desde las primeras imágenes queda claro que estamos presenciando una conversación ajena, en la cual el Chino Navarro y sus amigos demuestran lo que aprendieron durante estos años. Se escucha la voz en off de Emilio del Guercio, malvendiendo la memoria de Spinetta –algo que ya había intentado hacer, infructuosamente, cuando Spinetta estaba vivo– y asimilando aquella “generación del rock” a la juventud maravillosa que sin haber existido nunca es hoy motor y anhelo de la liturgia kirchnerista. Hay una transacción de algún tipo ahí, cuyos detalles no se revelan.
El discurso no se aparta un milímetro de la ortodoxia. Pero como es muy corto –el kirchnerismo maneja, con suerte, cuatro o cinco conceptos básicos– se ve obligado a repetir lo mismo muchas veces. “La generación que desplegó sus mejores sueños, luchaban por un país distinto, etc.” Después de un rato empieza a sonar forzado y mecánico, poco convincente incluso para quien crea que aquellos sueños existieron y tenían algo que merezca ser rescatado. Aparecen algunas perlas de honestidad accidental. Imágenes de archivo muestran columnas de Montoneros mientras alguien dice: “Parecía que no íbamos a tener otra oportunidad”.
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