La crisis de transición por la que está pasando la sociedad occidental ha provocado la vulnerabilidad y la impotencia del sistema de partidos y del poder del Estado que los hace cada vez más vulnerables e impotentes. En esas condiciones históricas ha surgido una nueva corriente de pensamiento tanto en las filas de la socialdemocracia como en las del liberalismo.
Intentando superar los límites del contractualismo social del liberalismo clásico de Rousseau, Locke y Kant, así como de sus formas degradadas en el autoritarismo antidemocrático del liberalismo conservador del siglo XX, una nueva corriente liberal llamada el nuevo contractualismo se propuso la audaz tarea de plantear el dilema entre la libertad y la igualdad, entre los derechos individuales y la equidad social, una suerte de superación de los conceptos de izquierda y derecha.
El desencadenante que provocó una gran repercusión en los campos de la filosofía política, de la filosofía del derecho y de la ética fue la famosa obra Teoría de la justicia de John Rawls, publicada tempranamente en 1971, cuando todavía muchos cambios sociales, políticos, económicos y tecnológicos estaban en fase germinal.
Contrariamente a los liberales tradicionales que otorgan el mayor valor al concepto de libertad, y desvalorizan el de igualdad, Rawls ubica en el primer plano la categoría de justicia y a través de ese término introduce el más cuestionado concepto de igualdad, vinculado en el nuevo contrato social por una cláusula que asegura la distribución equitativa de las riquezas. El quid estaría en un hipotético juego donde nadie sabría quién perdería o ganaría, donde los contendientes no conocerían el lugar que les iba a tocar en la sociedad. A esta situación llama Rawls el “velo de ignorancia” que supuestamente impulsaría a los destinados a ocupar los mejores lugares sin saberlo, a ser equitativos con los que les tocaría el peor sitio, pues podría ser igualmente el de los ganadores potenciales.
Se establecen, de ese modo, reglas de juego en las que el ganador garantice contra las pérdidas al vencido. Se pactan las condiciones de igualdad y desigualdad entre las partes, la graduación de las mismas. Los perdedores, es decir lo que ocupan la situación menos favorable dentro de la sociedad, deberían aceptar las desventajas siempre y cuando la situación ventajosa de otros redundara en un beneficio para toda la sociedad, incluidos los más desfavorecidos. El ejemplo mas elemental sería, si el capitalista gana más, con ello crea más fuentes de trabajo, y está en condiciones de otorgar mejores salarios, se beneficia, por lo tanto, al que gana menos. Sus críticos alegarían que esto sería en el fondo una sutil manera de defender la desigualdad bajo el manto de la justicia, y en esto Rawls no se diferenciaría demasiado de los liberales clásicos.
Pero el “pacto social rawlesiano” no termina ahí. La otra condición para que los pactantes acepten la desigualdad es que todos tengan las mismas oportunidades, sin que ningún privilegio, ni estatus social lo impida o lo obstaculice. Para que esta igualdad de oportunidades se dé, es preciso que las desventajas del punto de partida sean compensadas. Los liberales ortodoxos objetarán que las correcciones compensatorias para algunos significaría el cercenamiento de la libertad para otros, a lo que Rawls replica –en escritos posteriores– que el concepto abstracto de libertad debe sustituirse por el de libertades concretas.
Estas posiciones no se diferencian mucho de las formas más moderadas de la socialdemocracia. De hecho al rehabilitar el concepto tan denostado de justicia social en el momento mismo de la crisis de la socialdemocracia europea, Teoria de la justicia se convirtió en el portavoz sofisticado tanto de los socialdemócratas como de los liberales de centro, tan faltos unos como otros de grandes teóricos actuales. Rawls se convirtió así en un liberal en el sentido que dan al término los estadounidenses, lo más socialdemócrata que puede ser un liberal y lo más liberal que puede ser un socialdemócrata. Del mismo modo que Rawls cree solucionar los conflictos entre los individuos de una sociedad, en su última obra, La ley de los pueblos (1990), cree poder aplicar la nueva contractualidad entre las naciones logrando, de ese modo, “la paz perpetua” que soñara Kant.
El éxito de la teoría contractualista de Rawls provocaría una reacción crítica de la misma, ya desde una posición ultraliberal como la de Robert Nozick (Anarquía, estado y utopía, 1977) –que contra las compensaciones a los más débiles, destacaría el mérito de los más capaces– como de otra más cercana a lo social, la nueva escuela del comunitarismo surgida en la década del 80. Los comunitaristas, cuyo autor más representativo es Alasdair MacIntyre, acusan a Rawls de que su manera de preservar la liberad y la igualdad de los individuos es prescindiendo de lo que cada uno considera la buena vida; se trataría, por lo tanto, de una justicia formal, sin conexión con los valores, y garantizaría, de ese modo, la tolerancia de las distintas convicciones religiosas y políticas, así como de las moralidades personales.
En una obra posterior (Liberalismo poíitico, 1993), Rawls contestó a esos críticos alegado que la sociedad que promueve no estaría unida por convicciones políticas, morales o religiosas sino por una concepción de la justicia. Ante el derrumbe de las visiones del mundo tradicional que fueron acompañadas por la pérdida de visiones unitarias y compartidas del bien y del mal, se hacía imprescindible la idea de derechos individuales como la virtud central del orden político y no en ningún otro valor particular.
Hay otro tipo de críticas, desde un punto de vista del realismo político, no exentas de razón. El nuevo contrato social hipotético e ideal que propone Rawls, alegan estos críticos, exige una sociedad bien ordenada, cooperativa, compuesta por individuos totalmente racionales y de buena voluntad, o inspirados por principios claros y capaces de compartir valores en común donde además debería haber una total transparencia en las instituciones políticas y sociales en sociedades mucho menos complejas que la actual, y donde los medios de comunicación deberían promover una opinión pública responsable y bien informada. Ese tipo de individuos y de sociedad solo existirían en una visión idealista y moralista en una teoría política de un extremado grado de abstracción y formalismo no confrontado con los hechos observables de la sociedad, solo sería por lo tanto un sofisticado ejercicio académico ajeno a la violencia de los conflictos sociales y políticos que se dan fuera del ámbito universitario.
No puede dejar de reconocerse estas limitaciones de la teoría de Rawls, pero a la vez no podemos dejar de reconocer que es la suya una manera de oponerse a la violencia provocada por los fundamentalismos religiosos, de uno y otro lado, al reivindicar una concepción laica del poder político no basada en dogmas eternos ni naturales ni trascendentes, sino en una humanidad autodirigida.