No es la única rareza de la película: tiene once directores y quince guionistas. Los cineastas son alumnos de la Universidad del Cine (FUC) y acaso el número y la camaradería les haya dado coraje para ir a contramano de los tiempos. Aunque A propósito de Buenos Aires es ciertamente original, se le puede encontrar un aire de familia con La prisionera, bella, hermética y fantasmal película de Alejo Moguillansky y Fermín Villanueva, que tuvo un inadvertido pasaje por el Bafici 2004: ambas están compuestas por planos inusualmente radiantes.
Moguillansky es también el montajista de este film y Rafael Filippelli es uno de los “coordinadores de producción”. La influencia de Filippelli es esencial y no sólo porque algunas de sus ideas se reconocen en el film: profesor favorito de varias camadas de la FUC, los 40 años que lo separan de sus estudiantes no le han impedido convertirse en una especie de hermano mayor de este grupo.
Pero ¿qué tienen en común, en tanto cineastas, este tanguero godardiano y la última promoción de la más in de nuestras escuelas de cine? Creo que la respuesta es que comparten el deseo de un cine riguroso. Que es exactamente lo que ha escaseado en la Argentina, donde la industria se negó siempre a reflexionar sobre su trabajo y produjo en cambio un cuerpo cinematográfico chapucero, pesado y sentencioso, lastrado por la ideología y el falso profesionalismo. Con el tiempo, de esos males se terminó contagiando también buena parte de la generación surgida en los 90, que parecía haber nacido bajo el signo de la frescura y la ligereza. Sus últimos trabajos están más orientados a la vistosidad y al efecto, a la satisfacción de las expectativas de productores y críticos que al uso de la libertad que insinuaron al comienzo de sus carreras. Están haciendo, como sus mayores, películas fatuas y banales, infladas de importancia por el tema, las actuaciones y el dinero invertido. Al mismo tiempo, lo que se supone alternativo al sistema no suele pasar de la imitación de viejas vanguardias o de guiños que ignoran y desdeñan el cine.
A propósito de Buenos Aires, en cambio, destila respeto por una forma de arte con la que juega como si intentara acercarse y seducirla. Hasta la extraña locación del cementerio, una especie de set de filmación en miniatura que recuerda a la clásica maqueta de la ciudad reconstruida en los estudios, es parte de ese juego. Contra la tendencia mayoritaria a producir lo vistoso y lo probado, a sucumbir ante la sordidez y el sentimentalismo, la película busca lugares inexplorados, imágenes misteriosas y aireadas, situaciones ambiguas. Se abstiene de hacer demagogia y cultiva un humor refinado, lejos de la televisión, del costumbrismo y de la complicidad de clase. Al mismo tiempo que intenta aprehender Buenos Aires y demuestra curiosidad por su música y su historia, por sus edificios y sus libros, trata también de desentrañar el enigma del cine.
Porque no es la técnica que hoy se aprende sistemáticamente en la escuela el desafío para un cineasta. Lo difícil es trabajar como si todavía hubiera un cine posible más allá de las rutinas de la profesión y la carrera, hoy convertidas en la fuerza ciega que perpetúa la pesada maquinaria del cine argentino, aceitada con el dinero del Estado, sostenida por el silencio y el elogio cortesano. Esta generación se ha propuesto empezar de nuevo. Es una buena idea.