CULTURA

La última voluntad de un teórico de la pereza

De padre francés con sangre dominicana y madre indígena, Paul Lafargue fue un intelectual, médico y revolucionario nacido en Cuba. Su origen no sólo es una muestra del mestizaje profundo del siglo XIX sino un patrón palpable de las ironías de la historia: yerno del autor de “El capital”, escribió una lúcida obra canónica que permanece hasta nuestros días con la vigencia de un evangelio y accionó como panfleto a incontables holgazanes.

Marxista. Lafargue se suicidó junto a su mujer, antes de cumplir los 70.
| Cedoc Perfil

Sano de cuerpo y de espíritu, me mato antes que la implacable vejez, que me va quitando uno tras otro los placeres y las alegrías de la existencia, y me va despojando de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás”. Con esta carta se despedía Paul Lafargue (1842-1911), autor de El derecho a la pereza y un tipo de intelectual marxista excéntrico aunque también “de familia”: fue yerno de Marx por casamiento con la segunda hija de éste, Laura.

 Nacido en Cuba cuando era colonia española, de padre con ascendencia francesa cruzada con mulata dominicana, y madre indígena, Lafargue fue criado en un hogar de plantadores de café, pudiendo iniciar sus estudios en la isla y terminarlos en Toulouse y en París, donde finalmente se estableció su familia. Estudió medicina pero se dedicó a escribir contra el régimen de Napoleón III y a la agitación revolucionaria, lo cual provocó su expulsión de Francia en 1865. Exiliado en Londres, conoció a Karl Marx y frecuentó la casa donde éste vivía con su esposa y dos hijas. Fue allí fue donde se enamoró de Laura, con quien se casaría en 1868, pese a los reparos iniciales del suegro por los escasos recursos del pretendiente, reacio a todo trabajo para ganarse el pan. De hecho, la pareja se instaló a vivir casi diez años con los Marx. Como dice el historiador Eduardo Sartelli, Paul Lafargue “bebió el marxismo de fuente directa, más directa que ningún otro”.

 Asistido económicamente por Engels, Lafargue no resultó un perezoso para la militancia: participó en la Primera Internacional y en la Comuna de París, conoció cárceles y exilios, organizó sindicatos en España, asistió a la fundación de la Segunda Internacional y del Partido Obrero francés, siendo elegido diputado en 1891. Sobre todo, se destacó como un articulista polémico y un divulgador de la teoría marxista, a la que en 1880 aportó su aguda crítica a la alienación del trabajo en El derecho a la pereza. En este folleto argumentó que con la socialización de los medios de producción y el desarrollo tecnológico podrían distribuirse los beneficios de la riqueza material entre todos los seres humanos, al punto en que una futura sociedad comunista estaría en condiciones de reducir la jornada laboral hasta que “nadie trabajase más de tres horas por día”.

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 Lafargue puso su estilo irónico y políticamente incorrecto para la época al servicio de la crítica al “dogma religioso” y la “manía” del trabajo. Con burlas a los socialistas y republicanos que reivindicaban el derecho a trabajar, entre otros derechos humanos, llamó a la clase obrera a liberarse de la esclavitud laboral. Por supuesto que nunca llegó a ver en el poder a la burocracia soviética, que incrementó la penuria y los trabajos forzados en nombre de ese futuro comunismo, porque de haberlo visto se hubiese suicidado por segunda vez pero de horror y vergüenza.

 Hacia 1911, Paul y Laura vivían en una casa de 35 habitaciones, comprada gracias a parte de la herencia de Engels, en la localidad de Draveil, a unos 20 kilómetros de París. Con 69 años y más de treinta títulos publicados, ya era todo un referente para la Internacional Socialista, conocido en persona por Lenin y otros dirigentes. Nadie, excepto su mujer, sospechaba lo que se traía entre manos. En su última carta lo explicaría en detalle: “Desde hace años me he prometido no pasar de los 70; he fijado la época del año para mi partida de esta vida y he preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico. Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años”. 

Llamó la atención que la carta estuviese escrita en primera persona pero que el suicidio fuese doble. Nadie pudo develar el misterio, aunque la causa de muerte fue la misma para ambos. Laura tenía 63 años, siete menos que Paul, lejos de la edad límite que éste se había fijado. Quizá ella tomó su decisión a último momento. Quizá no pudo tolerar el fin de su compañero de cuatro décadas. Según testimonio del jardinero Ernest Doucet, la pareja pasó su última tarde en el cine en París, además de conversar con serenidad y alegría con varios conocidos, sin dar indicios de lo que sobrevendría. En la noche del 26 de noviembre, Paul se inyectó el ácido cianhídrico, también llamado cianuro. Junto a su nota de despedida, dejaba un certificado y una carta para el jardinero, fechadas el 28 de septiembre y el 18 de octubre respectivamente, o sea que el suicido estaba en preparación desde hacía al menos dos meses.

Doucet fue por la mañana, como siempre, al jardín. Se extrañó de que ninguno
de los dos estuviese despierto y pronto encontró a Paul acostado en su cama, completamente vestido. En la habitación contigua halló a Laura, sentada en un sillón. No había ninguna señal de desorden; todo estaba en su lugar, salvo esas palabras finales de Lafargue en su escritorio, de algún modo coherentes con una vida dedicada de principio a fin a esquivar el trabajo.