CULTURA
Juan Martini (1944-2019)

La vida intensa

Fallecido a fines de abril de este año, Juan Martini sigue siendo, como en vida, una figura ineludible del universo de la literatura policial en la Argentina. Fue , además de un autor prolífico y un maestro de escritores y editores, el feliz poseedor de un secreto que dio a sus textos el aspecto de un objeto de orfebrería. Orfebrería poética, claro.

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Fallecido a fines de abril de este año, Juan Martini sigue siendo, como en vida, una figura ineludible del universo de la literatura policial en la Argentina. | Alejandra López

Juan Martini publicó doce novelas, cinco libros de cuentos y hasta un volumen de poesía que terminó por perderse en las bibliografías de su obra. Pocos escritores fueron tan prolíficos en la narrativa argentina contemporánea, y todavía menos los que, como él, se interrogaron por la producción y la circulación social de la literatura. El cierre de esa notable experiencia fue la decisión de dejar de escribir, que había anunciado en un blog y mantuvo hasta su muerte, el 27 de abril.

“Lo primero que se siente cuando uno se da cuenta de que ya no escribirá más es un inmenso alivio, algo así como bajarse de una exigencia o de un compromiso”, dijo Martini en “Notas de un escritor emérito”, un artículo para la revista Hispamérica donde reunió posteos de su blog. “Hay en la publicación algo perverso –agregó–. Se desea publicar. Y se queda pendiente de lo que se publicó como si el juicio de lectores y críticos fuera más importante que el propio”. La decisión era también un gesto literario: escritores como Joseph Roth, Alice Munro y Günter Grass también renunciaron a continuar escribiendo.

Martini consideró que “ya no tenía nada nuevo ni más o menos nuevo que intentar”. Dejó inéditas la novela Una mujer neutral –protagonizada por su alter ego Juan Minelli y parte de una saga a la que dedicó otras cuatro novelas– y artículos sobre la escritura literaria (de los cuales se incluyen dos, ver aparte). Había dirigido editoriales –entre ellas, Perfil Libros– y prestigiosas colecciones, y a partir de 2014, cuando decidió cerrar su obra, editó varios blogs y escribió cuentos por chat con Federico Poli, quien había asistido a su taller literario.

“La escritura de Martini lleva la literatura hasta los límites, permanentemente, construye y desarma todo el tiempo: escribe policiales, dinamita los policiales, escribe las novelas de Minelli y después lleva al extremo la novela con La máquina de escribir (1996)”, dice la editora Leonora Djament, que publicó sus libros en Norma, primero, y después en Eterna Cadencia.

De los spaghettis a las milanesas. Fue librero en Rosario, donde nació en 1944, hasta que una amenaza de la Triple A lo llevó a radicarse en España, en 1975, y en su juventud editó una revista literaria, Setecientos Monos (disponible en www.ahira.com.ar). En Rosario escribió los relatos de su primer libro, El último de los onas (1969), bajo la influencia del nouveau roman; después de ser rechazado por inmoral en una editorial rosarina, salió en Galerna por recomendación de Juan José Saer.

Su historia de vida y de escritor estuvo marcada por un trauma de infancia: a los 12 años la madre lo echó de la casa junto a su hermano. Martini reelaboró el episodio en Materia dispuesta, una nouvelle de extraordinaria intensidad que publicó por primera vez en Barrio Chino (1999). “Empecé a escribir para dejar de ser un huérfano, un desterrado, un alma arrasada”, dijo.

En Rosario se inició también como editor. Entre otros, publicó Fontanarrosa se la cuenta, el primer libro de relatos de Roberto Fontanarrosa. Su primera novela iba a llamarse Respiración artificial, pero decidió cambiar el título después de que Ricardo Piglia le advirtiera, mientras tomaban un café en La Paz, que a él se le había ocurrido primero la misma idea. Y fue Fontanarrosa el que sugirió el nuevo título: El agua en los pulmones, con el que Martini inició un ciclo de novelas policiales integrado por otros dos títulos: Los asesinos las prefieren rubias (1974) y El cerco (1977), ya en el exilio.

En España dirigió la colección Novela Policíaca, de Bruguera. “Siempre se habla de la Serie Negra que dirigió Piglia en la Editorial Tiempo Contemporáneo, pero la de Martini fue igualmente importante para la literatura policial en castellano”, dice Jorge Lafforgue. Publicó a los clásicos del género –Raymond Chandler, Dashiell Hammett, William R. Burnett– y a la segunda ola de la novela negra norteamericana –David Goodis, Chester Himes, Jim Thompson–.

“Al regresar de su exilio español le publiqué con entusiasmo en la Editorial Legasa sus libros de los 80 y un ejemplar con sus tres buenas novelas policiales en un solo volumen –recuerda Lafforgue–; pero por esos años, además de la editorial, nos reuníamos para conversar y comer muchas veces, algunas con amigos en común, como José Pablo Feinmann o Vicente Battista. Hacia los 90 seguimos trabajando juntos, pero con roles invertidos: él me convocó para realizar trabajos editoriales en Alfaguara y en Perfil”.

Lafforgue elige La vida entera (1981) y El fantasma imperfecto (1986) entre las novelas de Martini. “Las tres novelas policiales que escribió, distintas entre sí, están muy bien calibradas”, agrega el editor de Cuentos policiales argentinos (1997), una antología que publicó Alfaguara precisamente bajo la dirección de Martini. Otros proyectos editoriales compartidos fueron la edición de las obras completas de Leopoldo Marechal en Perfil y una historia de la literatura latinoamericana que no prosperó en Alfaguara, por oposición de la casa central en Madrid.

Los roles de Martini en la relación editorial también se invirtieron con Leonora Djament, que comenzó a trabajar en prensa de Alfaguara cuando él dirigía la editorial y más tarde se convirtió en editora de Norma. “Eran años menemistas, Alfaguara intentaba ser global –signifique eso lo que sea– y nos tocaba armar grandes cenas para Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Pérez-Reverte”, recuerda Djament. “Hubo distintas etapas con Juan, siempre en general con una buena relación, pero a partir de cierto momento, cuando él deja de trabajar en Perfil como editor y se concentra en sus talleres de escritura, nuestra relación escritor/editora encuentra el ritmo, el tono y la complicidad que siguieron hasta su última novela –dice Leonora Djament–. En términos gastronómicos, fue el paso de los spaghettis con oliva en la calle Beazley, si italianos mejor, a las milanesas de los viernes en el bar de Eterna Cadencia”.

Un lugar indiscutido. En uno de los cuentos que escribió junto con Federico Poli dio pistas de sus rutinas como escritor: “Puedo escribir o no pero, encerrado en mi estudio, me está prohibido desarrollar ninguna otra actividad. Es decir, o escribo o puedo quedarme mirando el paisaje que se ve desde la ventana de mi estudio o las paredes o el piso o los lomos de los libros o la disposición de esa habitación, pero no puedo ponerme a leer nada, ni libros ni ninguna cosa en internet, tampoco puedo hablar por teléfono ni leer ni escribir mails. Solo puedo escuchar música clásica”. Algo que había tomado de Raymond Chandler.

La nouvelle Rosario Express, en el libro del mismo título (2007), fue la recapitulación y el cierre de su pasado en Rosario, señalado además por la muerte de Fontanarrosa, a quien dedicó el relato. Martini lo consideraba “un modo nuevo de trabajar con la ficcionalización desde la biografía”. Pero no extrañaba su ciudad natal. En cambio, “tenía nostalgias de Venecia, un lugar donde no vivió pero sí pasó algunos períodos de su vida y donde hizo transcurrir El enigma de la realidad”, dice Federico Poli, quien lo conoció a través del librero Hugo Levin.

Su última publicación fue Cine, una novela en tres partes que apareció entre 2008 y 2011. “Cine se pregunta cómo se puede seguir narrando hoy en momentos en que lo que durante largos años llamábamos novela y ficción perdió todo espesor a partir de la aparición de la autoficción o la posautonomía o cómo seguir narrando cuando pareciera que ya está todo hecho”, dice Leonora Djament.

“Juan tenía serias dudas de que la novela como la conocemos siga siendo un artefacto con vigencia por mucho tiempo más –agrega Federico Poli, economista y también escritor–. Creía que la invasión de las nuevas tecnologías en nuestras vidas llevaría a un artefacto nuevo, la novela multimediática y de blog. Así como los folletines habían nacido en los periódicos, la nueva forma nacería en formato digital y combinaría texto, videos, fotos, audios”.

Martini recibió premios y becas tan prestigiosas como la Guggenheim, y publicó sus obras en editoriales importantes, pero al mismo tiempo mantuvo distancia con sus contemporáneos. “José Luis de Diego lo señala muy bien en Una poética del error, un libro sobre Martini que publica en 2007 –comenta Djament–. Su literatura, dice De Diego, ocupa un lugar indiscutido en el campo cultural argentino, en el doble sentido de la palabra: nadie discute ese lugar y nadie lo discute”.

Para Djament, “la creación de un personaje ya mítico, Juan Minelli, las novelas sobre la ciudad y el espacio (todas), las preguntas sobre la construcción de los grandes mitos y la interrogación obsesiva sobre cómo seguir narrando son algunos de los momentos magistrales que nos quedan de sus ficciones”.

Dejar de escribir no fue una negación ni lo sumió en el silencio. A partir de ese acto, Martini pudo reflexionar desde un lugar distinto sobre las cuestiones que lo preocuparon desde que comenzó su obra: la narración, el mercado, el contacto con los lectores, su propia relación con la literatura. Sin ilusiones, porque “la posteridad no sirve para nada”, y escéptico respecto de los mecanismos convencionales de la crítica.

“La escritura es algo privado que te permite dejar de balbucear porque construye una lengua propia en la que a lo mejor, con suerte, lográs hacerte entender”, anotó. Y entre el ruido que rodea a la literatura, sus palabras siguen sonando con la extrema precisión, con la “orfebrería poética” que buscó para sus relatos.

 


 

Angustia y escritura

Juan Martini

Desde una experiencia laica, o desde un punto de vista dramáticamente poético, podría decirse que la angustia es un sentimiento atávico, durmiente, un miedo turbio y fantasmático, que se incrusta en el sistema emocional del ser humano y que desde allí hace sentir sus efectos, pero sobre todo su dolor.

Hay angustias comunes a sectores sociales, angustias masivas o colectivas, angustias universales.

Y hay angustias personales, individuales, propias, por así decirlo.

Unas y otras quizá tengan solo un punto en común: la naturaleza incomprensible del sentido de la vida. Provocadas hoy por el progreso tecnológico o por las nuevas manifestaciones del terrorismo, por las crisis económicas o por formas de resistencia inéditas ante el fracaso de los sistemas políticos, las angustias sociales se condensan –como en el corazón de un agujero negro– en el sentido infinitesimalmente insignificante de la vida. Cuanto más avanza, por ejemplo, el precario conocimiento que tenemos del universo, más promueve una angustia que crece no tanto sobre su origen como sobre su destino y, sobre todo, sobre lo incomprensible. Es la vida humana la que no tiene explicación ni futuro.

En otro orden, las angustias personales surgen de conflictos propios, de la propia historia, de las circunstancias individuales por las que atraviesa una vida.

La propia angustia (en ocasiones, pero no siempre, desgajada de la angustia social) se singulariza, se particulariza, se encarna en el dolor de una persona y es entonces cuando se hace más penosa, más evidente y más intolerable.

La angustia es un dolor que se disfraza y oculta, o encubre, otro dolor. De este otro dolor no sabemos normalmente nada, porque es un dolor que permanece sumergido en las penumbras del alma. Del dolor disfrazado, en cambio, creemos ilusoriamente que se puede decir algo. Sobre ese dolor, creemos, se puede escribir. Y por eso, con tanta frecuencia, es inevitable escribir sobre la angustia.

Con jirones que se desprenden de una y otra realidad, con jirones flotantes en las sombras de la vida, con dolores ocultos o innombrables que se disfrazan de otros dolores, la angustia se organiza como un lenguaje y se expresa con el estatuto o la apariencia de un relato. Entonces, con estos materiales concretos y difusos la escritura construye historias, novelas, trabaja con su propia trama de palabras y adquiere la forma de una investigación. Las peripecias de la ficción, las reflexiones de un discurso que habla sin saber lo que sabe, y la escritura desatada, desvinculada progresivamente de sus anclajes habituales, producen un texto que a veces, solo a veces, consigue nombrar lo innombrable sin nombrarlo: la escritura acecha, merodea y atrapa algo que de todos modos fugará de los lazos de la lengua para permanecer nuevamente oculto. Por eso a veces, solo a veces, una novela es al mismo tiempo una revelación y un velo sobre aquello que revela.