La búsqueda de un idioma propio, un registro particular del habla como principal recurso y la prescindencia de la sociabilidad literaria distinguieron la escritura de Jorge Leónidas Escudero, el poeta que falleció el miércoles pasado en San Juan, donde pasó casi toda su vida. Aislado de los centros culturales, con mayor atención hacia la tradición oral que a la escrita, construyó una obra radicalmente extraña para las concepciones del género.
Nacido en 1920, comenzó a escribir por impulso de un primo que se suicidó a los 25 años. Leía autores clásicos de la poesía española y latinoamericana, sin un programa determinado. En Mendoza siguió la carrera de Agronomía, que abandonó para trabajar en una escuela y dedicarse a la ruleta. El juego fue uno de los ejes de su vida, al punto de haber investigado un método para ganar en la ruleta que descartaba el cálculo matemático y privilegiaba la intuición, y componer uno de sus libros a propósito de los números.
Otra experiencia decisiva fue el trabajo como minero, al que le dedicó años en la zona de Calingasta. Los informes que redactaba en plena montaña para dar cuenta de sus exploraciones a la Dirección de Minas se convirtieron retrospectivamente en borradores de sus poemas. La leyenda de Escudero cuenta que una sola vez descubrió una vertiente con alto rendimiento aurífero, y que la perdió en una apuesta con otro minero.
Desde su primer libro, La raíz en la roca (1970), sostuvo un ritmo intenso de producción a través de Le dije y me dijo (1978), Piedra sensible (1984) y Basamento cristalino (1989), entre otros títulos. Sin embargo, su obra circuló durante mucho tiempo en ediciones de autor, con escasa distribución fuera de San Juan; recién a partir de la antología A otro hablar (2001), cuando comenzó a ser publicado en Buenos Aires por Ediciones en Danza, sus libros tuvieron una mejor difusión, lo que posibilitó su valoración como uno de los autores más importantes en la nueva tradición poética argentina. En 2010 reunió veinte libros en Poesía completa, y continuó escribiendo. También compuso cuecas y zambas.
Escudero desconcertó por su formación y sus opiniones poco convencionales. No conocía a los grandes poetas argentinos, como Joaquín Giannuzzi o Juan Gelman (“en absoluto”); y rechazaba a los que había leído, como Leónidas Lamborghini (“para mí es nada”). Revalorizaba concepciones anacrónicas, como la inspiración, y ante la pregunta sobre en qué momento daba por terminado un libro respondió: “Cuando tengo capacidad económica para publicarlo”. Era imposible encasillarlo en los términos de las discusiones que atravesaban al ambiente literario.
El mundo perdido de los mineros, las penas de amor y los juegos de azar constituyen los núcleos temáticos de su obra. La poesía de Escudero reelabora el lenguaje en base a la alteración radical de la sintaxis, la transformación de ciertas palabras y la transcripción del lenguaje oral tal como se lo escucha, con sus elipsis, apócopes y acentos, “Yo no trato de experimentar absolutamente nada, yo trato simplemente de darle expresión a algo que quiero decir y que no hallo cómo decirlo”, se atajaba.
La pérdida y la búsqueda interminable relacionan los temas de su poesía. Los mineros, que pasaron sus vidas en los cerros en busca del oro que sólo existía en los relatos tradicionales, son los que mejor representan esa situación. Escudero los observa en el final de sus recorridos, cuando han envejecido sin obtener nada a cambio, aunque las ilusiones del golpe de suerte y la riqueza instantánea resplandecen intactas.
“¿Y qué puedo decir con la lengua trabada?/ esto, y la sombra piso,/ palabras huecas alzo, tomo/ de la cola un ratón y lo suelto,/ no es lo que busco”, escribió en “A otro hablar”. Escudero pensó los problemas de la poesía con imágenes y términos de la minería: había que excavar en el lenguaje cotidiano en busca de la palabra, “recogerla desde abajo/ y presentarla arriba de otro modo”. Era “la palabra única”, y para conseguirla no tuvo la menor vacilación en alejarse de los modelos consagrados.