En este otoño que el pueblo juzga de minorías, Alessandro Baricco pasó fugazmente por Buenos Aires para cumplir un sueño: ver (y escribir sobre) el River-Boca del domingo pasado. Su última visita había sido en marzo de 2012, pero aquella vez tuvo que contentarse con un Boca-Lanús en la Bombonera. Tampoco es que la cosa lo hubiese desalentado mucho, porque entonces su principal cometido era ver en acción a su amado Víctor Hugo Morales, “el Homero de esa épica moderna que es el fútbol”. Pero un superclásico, o mejor dicho, EL superclásico, seguía entre sus cosas pendientes, y llegó a Buenos Aires un viernes para ponerse al tanto del estado de cosas, escribir un artículo para el diario italiano La Repubblica, ver el partido el domingo, escribir otro artículo y volver a partir. El resultado de sus vivencias en la Bombonera (ver recuadro) comforman casi un pequeño estudio de antropología futbolera porteña, que por lo que parece es única en su tipo.
De la Feria del Libro se enteró acá: lo habían invitado hace un año y entonces había dicho que no porque no contaba con esta escapada. Contra lo que se puede pensar, si bien odia las entrevistas siempre le complace firmar libros y sacarse fotos con sus lectores. Pero esta vez no tuvo tiempo y mantuvo distancia con La Rural. Se embebió lo más que pudo del espíritu del derby, hizo miles de preguntas al respecto, comprendió, escribió, vio, volvió a escribir y se fue. En el medio de todo eso se hizo de un momento para responder algunas preguntas en el lobby del hotel de Recoleta donde se hospedaba. A Baricco no le gusta que le pregunten sobre sus libros, al punto que para el lanzamiento del último que acaba de publicar Feltrinelli en Italia, La Sposa giovane, decidió, contra lo que venía haciendo hasta ahora, no presentarlo y no decir ni una palabra sobre el libro. Algo que acordó previamente con el editor italiano, que como todo editor todavía cree que las entrevistas y las presentaciones todavía sirven para la difusión de los nuevos libros, cosas que el resto de los seres humanos sabe que no es cierto.
—Lo que me sorprende es que nunca te hayas sentido tentado a traducir un libro...
—Lo intenté, una vez hice una prueba para la editorial Adelphi, nada menos que de un Céline... Pero no pasé la prueba. Era un libro que recogía entrevistas a Céline. Yo tendría... 23 años. Un libro que nunca se publicó, con lo cual me queda el consuelo de que nadie superó esa prueba. Traduje otro, de Jacques Rigaut, para Einaudi. En ese caso hubo un problema con los herederos de Rigaut y el libro tampoco se publicó. Encontraba traducir una actividad muy relajante, pasaba las horas... Uno se apoya en otro, no tenés que esforzarte construyendo algo de la nada, hay alguien que grosso modo te dice al oído lo que tenés que escribir... Hay una parte de creatividad, pero muy medida. De vez en cuando uno no entiende y es como resolver un enigma, un problema matemático, eso también lo encontraba divertido.
—¿Por qué no volviste a repetir la experiencia de traducir?
—De algún modo lo que hice con La Ilíada es una traducción [Homero, Ilíada, Anagrama 2007, N. de R.]. Me apoyé en una traducción de una italiana muy buena, muy inteligente. Trabajé mucho con ella, y luego me puse a hacer esta operación de... dramaturgia, diría. Yo le había preguntado si mi plan, que era el de concederle voz alternativamente a cada personaje importante que aparece en La Ilíada, pero basándome casi literalmente en el texto de Homero, le parecía una estupidez. Y ella me dijo algo que me sorprendió, que en La Ilíada se veía a los héroes griegos como dibujados en vasijas, de perfil, y que en cambio en mi proyecto se daban vuelta y te miraban.
—Pero en “Homero, Ilíada”, dejando de lado la literalidad, vos mismo incluiste fragmentos tuyos.
—Sí, pero en cursiva. Muchas de las cosas que dice Homero no son muy claras, muy explícitas, de modo que mis intervenciones tienen la función de aclarar esas cosas que están dichas un poco entrelíneas. O para subrayar algo. Creo que sólo en un momento hice algo de mi invención, una pequeña prolongación de la historia. La idea era hacer más visible algo que ya estaba allí, y las soluciones eran dos: o ponés una nota al pie o lo metés dentro del texto.
—Leí “La Sposa giovane”, y me sorprendió el hecho de que parece casi una novela experimental. Quiero decir, uno está habituado a que los escritores que venden mucho suelen escribir novelas lineales, pero vos escribiste una novela donde el narrador omnisciente cada tanto aparece y discute con su esposa acerca de lo que está escribiendo, y cada tanto también le concede la palabra a sus propios personajes, que hablan en primera persona. De alguien que tuvo tanto éxito con “Seda” cualquiera esperaría que siguiera escribiendo más “Seda”...
—Es verdad, pero es que si hiciera eso me aburriría. Siempre hice lo que me gusta. Tierras de cristal, que fue mi primera novela, es muy experimental. Ahí hay técnicas distintas, comienza con un diálogo que ni siquiera se entiende quiénes están hablando, durante páginas. Recuerdo que mi editor, Rizzoli, me dijo “Vamos a publicar este libro experimental porque nos gusta, pero no vamos a vender nada”. Y no sólo lo vendió, sino que lo vendió muy bien. Y algunos años después, cuando salió la edición pocket, 200 mil ejemplares, pensé que no existe una literatura experimental propiamente dicha, o una lectura popular, se puede perfectamente hacer las dos cosas juntas. Tranquilamente se puede terminar en la mesa de luz de muchísima gente teniendo, al mismo tiempo, cierta complejidad en lo que escribís. De modo que nunca pienso en eso. Te repito: para mí es importante hacer algo que no me aburra. Recuerdo que una vez prendí la televisión y apareció Elton John dando un concierto en Roma, ante un auditorio enorme. Estaba cantando una de sus canciones más famosas, muy bella, y yo lo veía tocando el piano y cantando una canción que habrá cantado, no sé, miles de veces, y él era fantástico, cantaba tan bien... como si lo hiciera por primera vez, con toda la energía, creyendo en lo que hacía. Y entonces pensé qué fácil sería si yo fuera capaz de hacer eso, es decir de repetir siete veces Seda siempre con la misma energía, pero la verdad es que no podría; me aburro, pierdo el entusiasmo. Si no escribo algo que estoy seguro que soy capaz de escribir, me aburro. Además, una novela es algo que te acompaña durante dos o tres años –La Sposa giovane me tomó tres años–, no podés estar todo ese tiempo escribiendo algo que no te asombre. Es por eso que siempre hago cosas diferentes. Pero si no es pienso en que corro el peligro de perder mi público...
—¿De verdad no pensás en eso?
—No, entre otras cosas porque mi público siempre estuvo ligado a mí justamente por escribir cosas complejas. Océano mar también es un libro que tiene una estructura compleja, no es lineal, y hoy es de mis libros el más vendido.
—¿No es “Seda” tu libro más vendido?
—En lengua española tal vez lo sea, pero en Italia no, es Océano mar. Luego le sigue Novecento y después Seda. De modo que yo libros lineales escribí sólo Seda, y es tal vez el libro que más ha envejecido...
—¿Por qué envejecido?
—Porque veo que son más los que hoy aman Océano mar. Los jóvenes, los que tienen entre 16 y 18 años y que compran mis libros, siempre llevan en la mano Océano mar, no Seda.
—El contacto con los lectores no es algo que te moleste...
—Para nada, me gusta. Me gusta mirarlos a la cara, me gusta toparme con esto que es... real, físico... En una época todos querían las dedicatorias, las firmas; ahora todos quieren una foto. Pero eso también lo hago de buena gana. Prefieren mucho más encontrarlos así, sacándose una foto conmigo, que encontrarlos en la web, o leyendo los comentarios... A veces soy yo el que, cuando los veo, cuando encuentro a alguien particularmente despierto, lo interrogo, lo hago hablar.
—¿Qué le preguntás?
—Alguien me hace una pregunta, o me señala algo, entonces trato de profundizar, le pido que se explaye un poco. Y a veces discutimos. Sobre todo con los que tienen entre 20 y 30 años, que cada tanto tienen algo interesante para decir. Anduve mucho por Italia presentando Los bárbaros, y eso era interesante, todos tenían algo que decir acerca del declive de la cultura burguesa occidental. De esa gente con la que crucé algunas opiniones aprendí algo. Leyendo comentarios en la web jamás aprendí nada.
—“El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin”, “Next” y “Los bárbaros” son tus tres libros de ensayos. Digamos que dentro de tu producción son relativamente pocos tres libros.
—Es que hacen falta muchos años para reunir ensayos en un volumen. En Los bárbaros, por ejemplo, hay muchas cosas, hay allí años y años de reflexiones, de pensamientos... Y darle a todo eso una forma es fatigoso. Lo que pasó con Los bárbaros es que lo armé cuando me rompí la rodilla. Tenía que hacer fisioterapia, con ejercicios larguísimos, y estaba durante horas haciendo flexiones con la pierna, y entonces aproveché e hice este esfuerzo de formalización, porque tenía tiempo. Llevando una vida normal hacer eso es más difícil. De hecho conozco a muchos en Italia que podrían escribir libros de ensayo fantásticos y que lo que hacen es escribir novelas, en muchos casos no tan fantásticas. Escribir novelas, en cierto sentido, es menos fatigoso. Y en cambio da muchas más satisfacciones: el ensayo vende menos. Pero una vez cada diez años me dan ganas de hacerlo.
—O sea que ya deberías tener algo entre manos.
—Estoy pensando en dos o tres cosas, pero no me decido con cuál arrancar. Tengo la idea de hacer un libro muy grande que no es un ensayo, no es una novela... que no sé qué es... un libro sobre el mundo del ajedrez, que en realidad es un libro sobre la inteligencia. Porque últimamente yo sólo escribí libros sobre los cuerpos, del modo más evidente eso se puede ver en La Sposa giovane, pero en realidad Emaús, Mr. Gwyn, Tres veces al amanecer, y La Sposa giovane son un único libro dedicado al cuerpo. Y ahora siento como si hubiera terminado con el tema, instintivamente me salió esta idea de hacer un libro sobre la inteligencia. Lo que me intriga es la forma, porque lo que resulta de lo que quiero hacer es algo muy extraño. Pienso que si uno entendiera el mundo del ajedrez podría entender algo del rol que tiene la inteligencia en la vida de los seres humanos. Mis últimos cuatro libros cuentan una sola cosa, esto es, que lo único que importa son los cuerpos. Pero también está la inteligencia, y nosotros, en tanto que intelectuales, deberíamos tener el baricentro incinado hacia el lado de la inteligencia, no hacia los cuerpos. Me fascina la idea de que para nosotros, los occidentales, ser civiles está muy representado por el hecho de ser capaces de desplazar la lucha (por la vida, por la supervivencia) desde el plano físico al plano intelectual. Esto lo consideramos más “civil”. De hecho, cuando miramos a los terroristas del EI nos parecen unos animales, y esto es justamente porque nosotros estamos habituados a desplazarlo todo al plano de la inteligencia. En la educación nosotros tratamos de hacer desaparecer todo lo que es enfrentamiento físico. Entre un niño que es grande y fuerte y uno que es pequeño, nosotros educamos de modo tal que el que termine mandando sea el más pequeño, mientras durante milenios el que mandó fue el más fuerte. Un buen día entran dos tipos a una redacción, les disparan a todos e inmediatamente nos llevan a la época en que nosotros hacíamos lo mismo. Entonces cuando nos toca responder no sabemos bien cómo hacerlo. El ajedrez es un símbolo fuerte de eso. El ajedrez es un juego muy violento, los símbolos son de guerra, pero representa la transferencia definitiva del enfrentamiento de un plano físico a un plano intelectual: dos contendientes de hecho no se tocan nunca. Desde el punto de vista de la inteligencia, el ajedrez es la guerra completamente transferida al plano de la inteligencia. De modo que me gustaría describir ese mundo.
—¿Jugás bien al ajedrez?
—No, simplemente juego. Nunca me gustó mucho el juego, pero el ajedrez me lo imagino en este caso sobre todo como un pretexto. Hay muchas cosas interesantes en torno al ajedrez. Por otra parte en el ajedrez me parece que se ejerce un tipo de inteligencia no apta para el tiempo en que vivimos. Uno de los puntos centrales de Los bárbaros es, justamente, la mutación de cierto tipo de inteligencia apta para el tiempo en que vivimos, para dominar este mundo. Y la inteligencia del ajedrez, que es reconocida como La inteligencia, en realidad describe muy bien un tipo de inteligencia no apta: se mueve con reglas muy fijas. La inteligencia actual tiende al cambio de reglas, a la adaptación. Si al ajedrez se le cambiara súbitamente una regla no sé qué podría ocurrir. En mi caso el ajedrez no es más que un modo, un instrumento para reflexionar sobre la inteligencia.