De un lado están los que piensan –y lo repiten como fanáticos religiosos– que César Aira es algo así como un genio. Del otro, con la misma tenacidad, forman fila los que creen –y también parecen conversos, pero al credo contrario– que es el escritor más sobrevalorado de la literatura argentina. Mientras tanto, Aira hace del distanciamiento, la indiferencia y la producción desenfrenada su propia religión. Nada de esto es del todo nuevo. Un nombre y dos bandos irreconciliables: la fórmula sirve tanto en la literatura como en el fútbol, la filosofía o el ajedrez. Lo notable es que esta obra inasible, monumental y despareja genere, al mismo tiempo, lecturas críticas de lo más interesantes –y la literatura de Aira se alimenta y casi se diría subsiste gracias a ellas.
Tomás Abraham en Fricciones, Daniel Link en Leyenda. Literatura argentina: cuatro cortes y Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda han pensado la ubicación y la influencia de Aira en el mapa literario local. Link escribe que no sólo es “un narrador extraordinario, sino también (o sobre todo) un lector de una agudeza casi mágica”. Y agrega: “Mal que les pese a sus detractores, es uno de los novelistas más importantes (¿el más audaz?) de la Argentina”. Abraham dedica un capítulo entero de su libro a contraponer la ficción de Ricardo Piglia (“de un esnobismo mezquino”) a la de Aira (“una algarabía de lo desopilante, un desmadre carnavalesco que hace reír a todos, un disparate”). Tabarovsky, directamente, desiste devocionalmente del intento de aprehender el corpus airano, y confiesa: “Tengo la impresión de que lo que hizo Aira con la literatura argentina, la reformulación radical que su obra implica, es aún difícil de evaluar”.
¿Cuál es, más allá de la dispar valoración de su obra, la verdadera razón por la que este escritor que declara no tomar notas ni corregir sus textos –y que va, o al menos iba, por su novela número cincuenta– atrae tanto la atención de los críticos y de buena parte del público lector? En la Argentina existen dos narradores que han sabido construir un mito sólido alrededor de su figura, con estrategias radicalmente distintas: Rodolfo Fogwill, a través de la megaexposición; y Aira, por la vía de la invisibilidad pública, a la manera de Salinger o Pynchon. Así, sabemos qué es lo que piensa Fogwill en casi todos los campos de la vida humana, y casi nada de lo que opina Aira fuera de su devoción por las vanguardias estéticas. Pero esta supuesta aversión por la prensa deja ver, cada tanto, sus costuras. Porque si Aira se niega a conceder reportajes en la Argentina, suele aparecer bastante seguido en periódicos de otras partes del mundo. El domingo pasado el diario La Nación reprodujo una entrevista que publicó El Mercurio de Chile. Aira se mostró afable y hasta vagamente demagógico. Allí, confesó –y aunque no lo dijera, hablaba de él mismo: “Lo que me importa, como lector y también como escritor, es el autor. Su totalidad, el mito personal que construye con todos sus libros, buenos y malos, y no sólo con los libros: con su vida también”.
Matías Serra Bradford escribió en este mismo suplemento: “En tanto precursor, Aira se repliega, y la suya deviene una obra sin continuidad posible o aconsejable”. Y tal vez haya sintetizado en esa frase uno de los mayores problemas que la literatura de Aira acarrea: la cuestión epigonal, la multiplicación de su virus. Porque seamos sinceros: un mundo con más de un Aira sería, por diversos motivos –que incluyen, claro, el espacial– un despropósito, un mundo de pesadilla.