Debajo de Odessa, en el sur de Ucrania, se encuentra la red de túneles más grande del mundo. Durante la construcción de la ciudad, por orden de Catalina la Grande, en el siglo XVIII, se extrajo ingente piedra caliza. Así surgieron pasajes subterráneos de más de 2.500 kilómetros. Las catacumbas de París, con millones de huesos, son el segundo dédalo de túneles más impresionante; y bajo Budapest, la capital de Hungría, por una mina de piedra caliza del siglo XIII, junto a la erosión por filtración de aguas (llamadas karkásicas), se extiende otro sistema de galerías subterráneas.
Los túneles también pueden abrirse en una altura rocosa, como los del Peñon de Gibraltar; o los construidos bajo el agua, como el Canal de la Mancha, o el túnel de Eiksund, en Noruega, a 287 metros de profundidad; el túnel submarino más profundo en el mundo.
Y bajo Buenos Aires, la arqueología urbana, disciplina fuertemente impulsada por Daniel Schavelzon y otros investigadores, ha explorado túneles, cuyo propósito se mantiene en secreto.
Alguna vez, picos y palas escarbaron la tierra bajo la Manzana de las Luces. Lugar que alberga la Iglesia San Ignacio y el Colegio Nacional Buenos Aires. En este sitio histórico, en el siglo XVII se instalaron los jesuitas, orden emblemática de la evangelización cristiana, y también reconocida por su formación intelectual.
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En 1912, con el desplome de un piso del aula de lo que era una sede de la facultad de arquitectura, en la Manzana de la Luces, sobre la calle Perú, se mostró un tramo de túnel; y luego, con el Colegio Nacional en obras, renació otro trayecto, que hoy puede ser visitado, unos treinta metros entre la iglesia de San Ignacio y el colegio.
El tejido de túneles jesuíticos, hoy perdidos, se presume que se extendieron hacia Belgrano y Perú; y hacia el Cabildo y la Catedral, hasta llegar al río. Fueron construidos, quizá, por arquitectos jesuitas, entre fines del 1600 y comienzos del 1700. Se desconoce su propósito. Las teorías sobre su finalidad son diversas: contrabando (hipótesis poco probable, porque esta actividad ilegal era bien conocida y tolerada en la época colonial); fines defensivos, para escape en caso de ataque de piratas; depósito de armas en tiempos de Rosas; tráfico clandestino de esclavos… La falta de evidencia documental mantiene en lo enigmático su fin último, que debió de haber requerido mucho movimiento de personas y trabajo.
En el caso de Parque Avellaneda, la presencia de túneles en el lugar está fuertemente instalada en el imaginario barrial. Pero, hasta ahora, no se ha encontrado indicios ciertos de su existencia.
Cavidades subterráneas explicables en términos históricos y funcionales son los del Zanjón de Granados, en el barrio de San Telmo. En 1830, una familia española, dedicada al comercio de cueros, construyó una mansión que fue abandonada por la fiebre amarilla, en 1871. A comienzos del siglo XX, funcionó como casa de inquilinatos. Y en 1985, Jorge Eckstein, residente de San Telmo, compró el lugar para transformarlo en restaurante. Cuando se iniciaron las obras, los patios se hundieron. Debajo se descubrieron dos kilómetros de pasajes subterráneos. Parte de un sistema de drenaje construido hacia 1870 para impedir el desborde de un arroyo. En los días de lluvia, esta corriente inundaba la zona con agua contaminada por desechos de animales, procedente de las granjas en las afueras de la ciudad. Los túneles exhiben ladrillos a la vista, e infunden una aureola romántica e intrigante, que poco trasunta su intención práctica original.
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Cerca, en la calle Bolívar 373, a mediados del siglo XIX, Martín Gregorio de Álzaga adquirió una parcela. Allí, construyó una serie de edificios para alquiler, con un estrecho pasaje interno. El pasaje Belgrano. En este lugar, en lo que hoy es Casa Lepage, en 1900, y una placa así lo recuerda, un aparato cinematográfico proyectó la primera película en Argentina; imágenes que captaron la visita del presidente brasileño Campos Salle al argentino Julio A. Roca.
En el pasaje, a través de un piso de vidrio, se entreve una planta subterránea. Allí, exploraciones arqueológicas hallaron cerámicas indígenas del siglo XVII; y también los restos de una pared de ese mismo siglo, y otra del siglo XVI, testimonios de la etapa colonial de la ciudad.
Hallazgos no muy lejos de la Avenida de Mayo. En 1913, la avenida removida, como un lomo abierto, dejaba ver el nacimiento del primer subterráneo de Hispanoamérica. La Línea A, de los míticos coches La Brugeoise, fabricados en la ciudad belga de Brujas; tranvías subterráneos que, durante un siglo, oscilaron con su madera barnizada y delicados faroles entre las estaciones bajo el asfalto.
Y más abajo aún que el subte, se invisibiliza un túnel que llega en algunos tramos hasta los 20 metros de profundidad. Es el antiguo tren de cargas. Su recorrido: cinco kilómetros desde Puerto Madero hasta la línea de tren Sarmiento, en Once. Avanza por debajo de la Avenida Rivadavia. Una gran obra de ingeniería iniciada en 1912, e inaugurada por el presidente Victorino de la Plaza, en 1916. No se construyó a cielo abierto, sino horadando la tierra como una mina. El túnel también sirvió para alojar los conductos del correo neumático, mensajería con tubos subterráneos, hoy fuera de servicio.
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El tren fue usado para pasajeros solo hacia fines de los años 40’, con una carrocería de madera, y al fin también de los 90’. Hoy solo funciona con fines de logística de la red ferroviaria. La figura de los túneles se reitera en la Aduana Taylor, junto a Casa de Gobierno, o en los corredores subterráneos de la iglesia de Santa Felicitas, en Barracas, que albergaron un comedor obrero en la primera mitad del siglo XX.
Las galerías bajo la superficie también serpentean en hospitales, como en el Hospital neuropsiquiátrico Borda y Moyano (producto de una cimentación no rellenada); o los 180 metros de túneles aún operativos del Hospital Rivadavia, el nosocomio más antiguo del país.
Debajo de tierra se propagan, entonces, túneles misteriosos o muy documentados; diversos objetos de la vida colonial (como los atestiguados en Historia bajo las balsosas, de Margarita Eggers Lan); o trenes y subtes. Y también las lápidas olvidadas…
Los cementerios olvidados
En Roma reposa una red asombrosa: túneles subterráneos de toba, con forma de laberinto, construidos en los inicios de la cristiandad, en la Via Apia. Las catacumbas romanas. Cerca de 170 kilómetros con 750 000 tumbas. Su intención original era ocultar los entierros; situación diferente de los cementerios que primero alzaban sus lápidas a nivel de la superficie y que, luego, quedaron sepultadas por capas de tierra, árboles o asfalto.
Esto es lo que podemos encontrar en muchos cementerios olvidados, apoltronados en la entraña de la ciudad de Buenos Aires. En la Plaza Ameghino, en Parque Patricios, por ejemplo. El Cementerio Público del Sud surgió en 1867 para dar entierro a muertos por el cólera. Pero luego sonaron las trompetas apocalípticas de la fiebre amarilla. En 1871, el nuevo mal mató a más de 14.000 personas. El cementerio se rebasó al superar las 15.000 víctimas. Entonces se decidió crear el cementerio de la Chacharita; se cerró la antigua necrópolis; las sepulturas fueron trasladadas, pero otras quedaron intocadas bajo la tierra y los árboles del nuevo parque. Una de ellas, se cree, corresponde a la esposa del general Gregorio Aráoz de Lamadrid.
Hasta la inauguración definitiva del cementerio de la Chacharita, entre 1875 a 1886, funcionó un primer cementerio, luego cerrado, bajo la Plaza de los Andes.
Alrededor de 40 cementerios, antes a cielo abierto, ahora guardan silencio bajo tierra. En la plaza 1 de mayo, en 1883, entre Hipólito Irigoyen, Pasco y Alsina, en Balvanera, se encontraba el Cementerio de Disidentes Victoria. En 2006, mientras se realizaban tareas en pozos de drenaje, salió a la luz la lápida de la tumba de una niña de origen alemán, fallecida en 1866.
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Los disidentes eran protestantes ingleses, alemanes o norteamericanos, cuyo entierro no era permitido en los camposantos de las iglesias católicas. En 1923, se cerró el cementerio; y hoy, un animado parque late sobre el enterratorio de otrora; también aquí, se cree que permanecen, perdidos, los restos de la esposa del Almirante Brown, Elizabeth Chitty.
En Juncal y Suipacha, junto a la Basílica del Socorro, bajo lo que hoy es un hotel, se ubicaba, asimismo, el primer cementerio de disidentes de la ciudad.
En la Plaza Roberto Arlt, en Esmeralda y Rivadavia, junto a la Iglesia de San Miguel Arcángel, en el siglo XVII, la Orden de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo enterraba a pobres, esclavos y ajusticiados. Desventurados que no podían pagar su sepultura. Allí, se hallaron al menos los restos óseos de seis personas.
Cerca del Obelisco, en Lavalle y Carlos Pellegrini, se erigía la Iglesia de San Nicolás de Bari. Ésta fue demolida para la ampliación de la Avenida Corrientes. Se la edificó nuevamente en Santa Fe al 1300. La iglesia original tenía un camposanto, que hoy yace bajo el rumor de la Avenida 9 de Julio.
Por su parte, entre 1875 a 1898, en la Plaza Marcos Sastre, en Villa Urquiza, funcionó el cementerio del pueblo de Belgrano, con una única e imponente entrada de hierro sólido y de gruesos pilares.
La documentación y la memoria histórica frenan el olvido de los enjambres de lápidas, ahora sepultados. Pero el faro de la imaginación muta también lo subterráneo en ámbito velado de ciegos e infiernos en visiones literarias, o transformaciones fantásticas del tiempo y el espacio.
Subsuelo imaginado
Fernando Vidal Olmos habita Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, y el relato autónomo dentro de esa novela: El informe de ciegos. Fernando sufre por el asecho del mal, como Iván Karamazov, el personaje de Dostoievski. Fernando sospecha que una mancha maligna dimana de una secta de ciegos siniestros. En una casa de Belgrano, desciende a un sitio de pasadizos y escaleras; baja hacia la red de cloacas de la cuidad. El subsuelo infernal de los no videntes es contracara de lo superficial y despreocupado.
La atracción del infierno bajo tierra se repite en Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal. Adán, y su guía, el astrólogo Schulze, descienden a la ciudad de Cacodelphia, en un bajo de Saavedra. Katábasis, descenso a lo infernal como en la mitología pagana.
Bajo tierra puede circular también, en secreto, en la época de Perón, un tren que une la Plaza de Mayo con el Parque Chas. Tal lo imaginado en la historieta Parque Chas, de Ricardo Barreiro, y con dibujos de Eduardo Risso.
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A su vez, los subtes trastocan las leyes físicas. Una formación de la vieja línea A ingresa en otra secuencia del tiempo y el espacio; y se eyecta en un movimiento sin fin dentro de la geometría de una cinta de Moebius, en la película de ciencia ficción de culto Moebius, de 1996, de Gustavo Mosquera R., y protagonizada por Guillermo Angelelli y Roberto Carnaghi.
Y lo que se esconde en el subsuelo es también acaso la cima de la literatura argentina. En un sótano de la calle Garay, en el barrio de Constitución, un Borges devenido protagonista de su propia ficción en El aleph, contempla, fascinado, una “pequeña esfera tornasolada” que oficia de mirador del universo. Ya no un ver puntual y frontal, sino un percibir todas las cosas que existen desde todos los ángulos posibles de observación a la vez. Milagrosa mirada simultánea en el subsuelo porteño.
La cárcel, Rosas, los aljibes y las aguas
En 1962, la dinamita hizo estallar la vieja Penitenciaria Nacional, testigo de sufrimiento, castigo, vigilancia. Sus restos hoy se hunden debajo de la Plaza de las Heras. Sitio de las ejecuciones del anarquista Severino Di Giovanni, o del general Valle. En 2020, un grupo de arqueólogos buscó partes sepultadas de la siniestra prisión.
El asombro ante el subsuelo se reanimó en 2018, en Moreno 550. Allí, por más de 15 años, vivió el controvertido “Restaurador de las leyes” Juan Manuel de Rosas, con su esposa Encarnación Ezcurra, y sus hijos. Durante tareas de construcción, en ese solar, se halló una impresionante cisterna de 8,30 metros de altura, y paredes de medio metro de grosor. Rosas y sus huellas, como la de su gran casona en Palermo, que fue finalmente dinamitada en 1899.
En Flores, la escuela Fader, en 1917 fue la mansión estilo Tudor el Palacio Las Lilas. En el patio, luce un aljibe, cuya intacta figura oculta una gran cisterna que hoy exhibe un gran estado de conservación. La subterránea cavidad también alimenta leyendas sobre otros presuntos pasadizos que se extenderían desde la escuela hacia el cercano ferrocarril Sarmiento.
Los aljibes acumulaban el agua, como la discreta red de los arroyos que discurren bajo la ciudad. Son 11 las cuencas subterráneas; algunas desembocan en el Río de la Plata o en el Riachuelo. Algunos barrios como La Boca, Palermo o Villa Crespo, de hecho, se alzan sobre bañados. Los arroyos escondidos más salientes son el Medrano, el Vega, el Maldonado, el Cildáñez. Éste último fue llamado “arroyo de la sangre”, por recibir los restos de los animales sacrificados en el ex Mercado de Hacienda en el barrio de Mataderos.
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Los entubamientos de los arroyos empezaron desde 1870, a través de la planificación del ingeniero inglés John Bateman. Se buscaba evitar los daños provocados por las crecidas e inundaciones. El arroyo Maldonado, el más importante en su volumen, fue entubado en 1934: y luego se le agregaron túneles o canales aliviadores para mejor controlar el aumento de su caudal. Así se justifica el verso de Jorge Luis Borges, en el poema “Un cuchillo del norte”, en Para las seis cuerdas (1965): “Allá por el Maldonado, que hoy corre escondido y ciego”.
En el túnel aliviador del Maldonado, cuando la lluvia es escasa o ausente, la cavidad es otro espacio subterráneo por el que se puede descender hacia una profundidad visible agregada al subsuelo por la mano humana.
Subsuelo prehistórico, y el otro viaje en la cinta de Moebius
El agua subterránea se alimenta de la lluvia y el cielo, y nunca suspende su rumor. Pero un lejano silencio es el que impera en las ciudades enterradas de Capadocia, en Turquía. Allí, en 1963 se halló la ciudad subterránea de Derinkuyu, tallada en piedra, a 60 metros de profundidad, construida tal vez en el siglo VII a. c., por razones defensivas.
Pero el subsuelo oculta vestigios más antiguos; remanentes de la prehistoria que investigan la geología y la paleontología. Por ejemplo, en New York, su densa concentración de rascacielos es posible por la solidez de sus cimientos, el esquisto de Manhattan, roca gris y muy dura, de 300 millones de años.
Y el inadvertido subsuelo geológico de Buenos Aires, por su parte, se formó durante millones de años con sedimentos del desborde del mar. O, por ejemplo, sedimentaciones del cuaternario, de la edad del pleistoceno, con arena y arcilla, de 1.800.000 de años, que se hallan en Barrancas de Belgrano. Pero también debemos atender a las criaturas prehistóricas que vivieron en las hoy calles porteñas…
Fernando Novas es investigador del Conicet, y autor del libro Buenos Aires, un millón de años. Novas dice: “Quizás Buenos Aires sea la ciudad capital donde más fósiles de grandes mamíferos se han encontrado en el mundo”. Entre los muchos descubrimientos, durante la construcción de los edificios Kavanagh, Comega y Safico, entre 1933 a 1935, se hallaron fósiles de setecientos mil años de antigüedad.
El caballo prehistórico Hippidion fue encontrado en el Abasto. Durante las excavaciones para la construcción de la estación Leandro N. Alem de la línea B de subte, en 1931, se encontraron restos de un mastodonte; y en junio de 2001 durante la extensión de esa misma Línea B, pero en Tronador y Triunvirato, emergió de la oscuridad un gliptodonte de 2 metros de largo, 800 kilos de peso, y 1 millón de años de antigüedad.
Al remover el subsuelo de la ciudad han sido rescatados entonces huesos de mastodonte, el cráneo de Scelidotherium (un perezoso terrestre), la mandíbula de un oso de la pampa, tigres dientes de sable, gliptodontes, o megaterios (otro perezoso gigante).
Lo que está bajo tierra aviva el misterio, como sugerimos al principio. Y también la imaginación. Entonces, descendemos al subte. En la estación nos espera la formación de los viejos coches de la Línea A. Y empezamos un viaje en un movimiento incesante, ceñido a una cinta de Moebius, hacia un presente paralelo; pero también hacia el pasado en el subsuelo colonial y prehistórico; lo subterráneo silencioso que se oculta de la luz del día, del brillo de la luna, y de nuestras miradas, cansadas de la superficie, y de los sueños perdidos.
*Filósofo, docente, escritor. Su último libro es La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente. Creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. Dicta cursos sobre filosofía, arte, cine, anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar), y cursos y actividades anunciados en su FB.