En 1936, Antonin Artaud viajó a México. A diferencia de otros intelectuales europeos, sobre todo franceses, el poeta no estaba interesado ni en el proceso post Revolución Mexicana, ni en los murales, ni en Rivera, ni en Trotski. No solo porque Artaud fue, sin duda, el más surrealista de ese movimiento, el más original entre los originales de la vanguardia europea del siglo XX, sino porque pensaba que la cultura “no está en los libros, ni en las pinturas, ni en las estatuas, ni en la danza, está en los nervios y en la fluidez de los nervios, en la fluidez de los órganos sensibles”. Con esta idea no solo unió cuerpo (órganos) a conocimiento personal, sino que dio rienda suelta a toda una teoría filosófica que continuó Gilles Deleuze, quien, por momentos, pareciera que solo tiene parafrasear a Artaud para dar cuenta de ella.
Con esta idea, con sus órganos y sus sentidos como receptores de la cultura, fue a la búsqueda del peyote porque él no quería “entrar cuando fui al peyote en un mundo nuevo, sino salir de un mundo falso”. Escribió Viaje al país de los Tarahumaras con esa experiencia alucinada en la selva, “los tres días más felices de mi vida”, entre rezos y trances, el oscuro rito del Tutuguri con su tympanum lancinante, para evocar una cosmogonía pero, sobre todo, para narrar la otredad desoyendo la tradición europea, volviéndose uno con el otro.
En esta estela fulgurante, como un manto tornasolado que recubre el camino de los viajes y las drogas en el siglo XX, se puede hacer caminar la muestra Mi nombre es Lima de Miguel Angel Ríos. Un proyecto que comienza a fines de los años 80 en el Museo Rafael Larco de Lima, esa casa encantadora con un jardín de bunganvillas, entre otras plantas maravillosas, y una colección de huacos eróticos fantástica.
De lo que se entera ahí este artista nacido en Catamarca, además de las proezas sexuales de la cultura moche y su interés por dejarlas para la posteridad, es que consumían cactus San Pedro en sus ceremonias. Después del peyote, esta planta que se utiliza para un ritual de expansión de conciencia, es la que más alta concentración de mescalina posee. Por lo tanto, la experiencia con ese alucinógeno que lleva su nombre porque, como San Pedro, tiene la llave de la puerta del cielo fue el paso siguiente. El viaje a Huancabamba, Salala y Piura en busca de las propiedades de la Tyramine, 3-Methoxytyramine, la Hordinenine y la mencionada mescalina.
Aunque lo que importa, en ese sentido, es menos la faceta científica sino el repertorio de imágenes, los estados alterados, el borramiento de los límites. En este caso, la producción de Ríos bajo ese estímulo aúna las dos instancias del proyecto: la erótica de las figuras precolombinas vistas en el museo y el aumento de la capacidad sensitiva y perceptual. Es como si ese viaje extraordinario estuviera guionado de antemano en la normatividad curatorial de ese magnífico museo.
De eso se trata un poco el experimento de la conciencia expandida: son las capas de información, las historias y las tradiciones que hacen sentido en una imaginación compartida. En un repertorio de colores y formas que se cristalizan al activar las zonas más recónditas de la mente. En el mejor de los asuntos, de los órganos, al decir de Artaud.
Desinteresado de exotizaciones, de clasificaciones por tipos, es decir, sin un afán colonialista, Artaud cuenta sus experiencias espirituales con el pueblo tarahumara con el que se sentía hermanado. La travesía espiritual de Ríos se ve plasmada en una serie de dibujos, pinturas y videos y no puede prescindir, sería inútil hacerlo, de todo el bagaje que trae consigo esta práctica. Pero tiene en cuenta, eso sí, la distancia necesaria para que no haya una apropiación cultural, para no caer en la idea de una moralidad impuesta y de una normalización. Su obra oscila y se hamaca entre las representaciones consolidadas y una libertad personal. Con insistencia despliega un arte de amar, indicando posiciones, fantasías, incluso enseñanzas sobre erotismo.
Una sexualidad expandida que, como la conciencia y la imaginación, hacen de este viajero visitante más interesado en narrar su experiencia mística que en describir al otro. Quizá porque ha dejado de ser uno mismo, se ha fusionado con él y la naturaleza es inmensa y no se distingue entre lo uno y lo mucho. Por fin, como canta Spinetta en su disco dedicado a Artaud: “Las luces que saltan a lo lejos/ no esperan que vayas a apagarlas jamás”.
Miguel Angel Ríos. Barro, Arte contemporáneo, Caboto 531
Hasta el 12 de octubre.