CULTURA

Mario Levrero por su hijo

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Nunca viví con mi padre, mis padres se separaron antes de mi nacimiento. El tiempo máximo que llegué a convivir con él de corrido fueron unas dos semanas. De niño, mi relación con mi padre era más o menos así: me venía a buscar a casa los domingos, o a veces al jardín algún día entre semana, y me llevaba a dar una vuelta a comer un sándwich en un bar, cosas así. Algunas veces íbamos a su casa y me quedaba a dormir. Jugábamos juegos de ingenio, dibujábamos personajes absurdos, y yo siempre le pedía que me contara cuentos (su visión al respecto se puede leer en Cuentos cansados, contenido en el volumen El portero y el otro). Después él se fue a Buenos Aires y luego a Colonia, y al cabo de un tiempo yo me fui con mi madre primero a Estados Unidos y luego a España. Los primeros tiempos yo viajaba una vez por año a Montevideo, y desde ahí lo iba a visitar a Colonia. Yo ya era adolescente y la relación era un tanto más incómoda, pero siempre cargada de afecto y sin perder el componente lúdico. Jugábamos al ping pong con Juan Ignacio, el hijo de su mujer Alicia, y con quien enseguida me hice muy amigo. Escuchábamos música, mirábamos películas en video. En algún momento intentó darme algún “consejo de padre” sobre temas vitales como la sexualidad, pero pronto desistió, supongo que debido a mi evidente incomodidad. Después dejé de ir a Uruguay, y era impensable que él viajara a España. Manteníamos el contacto de forma espaciada, primero por carta, después por mail, y cada tanto por algún amigo suyo que viajaba. Cuando murió, hacía nueve años que no lo veía; fue un golpe duro.
Con su literatura la cosa era así: yo sabía que era escritor, pero él decía que lo que escribía no era apto para niños; hasta la adolescencia sólo me permitió leer El sótano. El cuento me atrapó, pero el final abierto era algo para lo que no estaba preparado. Lo perseguía para exigirle que me dijera qué había en el sótano.
Cuando llegué a la edad que él consideraba adecuada (13 o 14 años) me empezó a dar sus primeras obras. Lo primero que leí fue La ciudad. La reacción fue de una fascinación absoluta, era como estar metido en un sueño. No me regalaba sus libros porque no tenía ejemplares, me los prestaba y yo los devoraba y se los devolvía... y siempre le pedía más.