Bernardo Carvalho intentó estudiar chino durante seis años. En la escuela donde tomaba sus clases las profesoras solían desaparecer, “tal vez porque eran vagas o porque la paga era muy mala”. De esa experiencia escribió un esbozo de relato, que recuperó cuando el director del festival Flip, de la ciudad de Paraty, lo invitó a formar parte de una antología. El protagonista de Reproducción, un joven aficionado a la lectura de blogs, se propuso estudiar “la lengua del demonio” para hacer frente a su divorcio y a la pérdida de su empleo. El abandono de su profesora le hizo perder cierto apego por los ideogramas. Cuando se la cruzó en el aeropuerto, trató de acercarse, pero un oficial la apartó a ella y a la niña que la acompañaba, y las llevó a algún sitio. El también terminó demorado, en una de las pequeñas salas del aeropuerto.
—El sitio del aeropuerto, con la oficina, con la cámara cerrada, funcionaba como una alegoría con internet. El estudiante estaba en un lugar de tránsito absoluto, inmóvil, paralizado, creyendo que escuchaba cosas desde el exterior, y proyectaba, fabricaba imágenes de su cabeza. Hay una relación con el narcisismo de internet que creemos que estamos ante una ventana hacia el mundo, pero es un espejo.
A partir de esa instancia, la narración da un giro y se somete a la voz desfachatada del protagonista, que mediante distintos monólogos intenta interpretar lo que cree escuchar en las salas aledañas.
—Me gustó la voz del estudiante: medio imbécil, racista, homofóbica y escatológica. El lugar de la literatura, para que pueda escribir, tiene que ser un lugar de malestar. Es una condición de posibilidad que yo me sienta mal, en algún sentido, aunque yo me sienta bien. Si estás satisfecho con todo, no tienes cómo escribir. En general mis personajes viajan mucho porque hay una incomodidad con su lugar y con su propia identidad; hay una necesidad de huir de su identidad como si estuviera siempre buscando algo. En Reproducción hay una inmovilidad en un lugar de tránsito, curiosamente. Una ilusión de movimiento.
Así como sucedió en Nueve noches (2011), novela que reactiva el misterio del suicidio de un etnólogo estadounidense en una tribu de Mato Grosso, y en Hijo de mala madre (2014), cuyo foco está en aquellas historias donde los climas de la guerra –particularmente la de Rusia y Chechenia– movilizan el destino de una familia, Carvalho no sólo se interesa por la cuestión del viaje sino que pone el acento en lo indecible.
—Me interesa el lenguaje con lo incomunicable, el momento en que la lengua no comunica más. Los personajes que viajaban en mis novelas no comprendían nada, me interesa mucho más que la idea del antropólogo que comprende todo. Me interesa la alucinación que puede surgir de la incomunicabilidad. El chino es una lengua muy opaca para mí, es una lengua extraña. Cuando escribí Mongolia (2003, no traducida) estuve en China y estudié y me encantó que sea la única lengua no fonética, a diferencia de lo que sucede en Brasil con el portugués, que es lo opuesto: el sonido absoluto. Entonces, los jesuitas, los franceses, los ingleses que estuvieron en China en el siglo XVII no hablaban una palabra de chino, pero lograron hacer un diccionario encantador e hiperpreciso. Y yo creía, ilusoriamente, que podía traducir al portugués los caracteres chinos.
Respecto de los acontecimientos políticos recientes en Brasil, Carvalho manifiesta preocupación por el avance de las iglesias evangelistas en zonas donde el Estado se ausentó, como en educación o salud, que pueden poner en riesgo distintas conquistas sociales y retroceder una suerte de teocracia. Cree que aún hoy el gran analfabetismo es una carta que la derecha puede usar a su favor. Incluso –reflexiona– también es una pérdida en términos literarios, porque el Estado compraba un treinta por ciento de la producción editorial. Sin olvidar su disgusto, acerca un libro a la webcam y me pregunta sobre Salvador Benesdra. En sus lecturas de cabecera, aun en aquellas que narran mundos sombríos como Kafka, Beckett o Bernard, Carvalho prioriza su vitalidad, su fuerza. Eso permite, a pocos días de su visita al Filba, preguntarle sobre aquellos escritores argentinos que lo motivan.
—Hace poco vi una obra de teatro que estaba montada sólo a partir de una escena de El traductor, de Benesdra, la de la evangelista y el protagonista. No conocía al autor. Me pareció muy divertida. Veo que tenés libros de Laiseca, tampoco lo conocía y me pareció muy bueno. Me gustan mucho Saer [lo tradujo], Piglia y Aira. César Aira tiene cosas divertidísimas y un humor muy sofisticado, con una gran inteligencia literaria. Por ahí los libros son malos, pero eso también me encanta.