Escuché hablar de Favio a los 7 u 8 años, de boca de mis abuelos. Una especie de tía segunda, a la que entonces sólo había visto una vez y sin registro alguno en mi memoria, había conseguido trabajo con él. Mónica fue asistente de dirección en Gatica, el Mono. En cierto modo, compartió con Favio nada menos que su regreso al cine después del exilio, luego de 15 años sin filmar, viviendo afuera y siendo ya, entonces, el enormísimo Leonardo Favio. Mónica era una heroína, un personaje más en las historias de mis abuelos paternos. Contaba que a Leonardo le costaba muchísimo decir que no, entonces le prometía trabajo a un centenar de personas en la película, que, desde luego, no tenían cabida. Que así como daba indicaciones a la multitud de extras con el megáfono en mano, se las daba a Nieva en escenas de primeros planos, agachado debajo de la cámara, diciéndole hasta cómo mover la boca y cómo cambiar la expresión de su rostro, milimétricamente.
En La memoria de los ojos, flamante volumen que recorre la filmografía de Favio y que acaba de ser reeditado, Hernán Guerschuny recuerda que Favio organizó en el rodaje de Gatica un falso casting de enanos, sólo para que las cámaras de Crónica TV fueran a cubrirlo y empezaran a hablar de la película. José María Brindisi devela allí también que Edgardo Nieva, casi obsesionado por interpretar a Gatica, aceptó ir al quirófano y operarse la cara a pedido del director, para lograr la imagen que él tenía en su cabeza del boxeador.
El más fellinesco de los cineastas argentinos sabía perfectamente cómo debían ser sus personajes, los tenía grabados en la mente. Por eso sus castings siempre fueron un hito en sí mismos. Salía a buscar actores donde no había actores, o veía a su personaje en la calle y le ofrecía el papel, o relegaba actores de cartel por nombres ignotos del teatro independiente. Así hizo famosos a Federico Luppi y a Juan José Camero. En el relato de Javier Firpo, dentro del libro, que recorre episodios en torno a Nazareno Cruz y el lobo, Camero reconoce que además de la fama absoluta, Favio también le cargó un estigma que nunca más pudo quitarse. “Todo en mi vida confluye en esa película. ¿Me dio todo lo que soy o me sacó las posibilidades que podía haber tenido? Después de encarnar a Nazareno no pude hacer nada más interesante”.
El libro está plagado de peripecias como esas en sus relatos. Los textos, uno a razón de cada film, editados a criterio de Martín Wain, constituyen realmente una irresistible incitación a rever cada una de sus películas, a ver las que no se hayan visto, incluso a conseguir para el propio tesoro su filmografía completa en DVD. Por eso esta reedición es más que merecida; es la atención que un artista inigualable como él no puede, jamás, dejar de tener. Porque todo en la vida de Favio confirma que fue sin dudas el más grande. Marginal, castigado, pobre, vivió la infancia más dura conocida y le mostró al país cómo se fabricaban los sueños, con el ímpetu autodidacta de su siempre iluminada intuición. Mónica contaba también que ir a su casa era una experiencia sorpresiva, singular: “De repente te encontrabas con gente muy castigada, que le faltaban todos los dientes, que había tenido la peor vida, y estaba ahí con él, en su living. Eran sus amigos de la infancia, del reformatorio”. Como señala Paulo Pécora en el más logrado de los análisis que incluye La memoria…, “(Favio) era un autodidacta impulsado por una necesidad vital, la de mostrar su mundo a través del cine”. Pécora aborda Crónica de un niño solo, la ópera prima del mendocino, aquel retrato tremendo de su propia niñez que parece haber sido el impulso primario, lo que Favio decididamente necesitó filmar y contar para poder seguir haciendo películas.
Varios de los periodistas que firman los textos del volumen aseguran que el film sobre el que escriben se trata de la más personal o íntima de las obras del director. En realidad esa repetición de la idea no hace más que confirmar una realidad: todas las películas de Favio son obras personales, íntimas, que hablan de sí, que proyectan su vida. Favio fue el Polín de su ópera prima; como a Nazareno, le tocó dialogar con el Diablo; vio al Aniceto en su adolescencia en Luján de Cuyo; vivió el encierro que atrapa toda la atmósfera de El dependiente; como Moreira, con su arte hizo justicia poética y quizás Gatica sea el personaje que cristalizó como ningún otro la mayor cantidad de estadios de su propia existencia. “La única diferencia entre Gatica y yo son los oficios” diría. Martín Wain describe en la introducción del libro la obsesión permanente del director por hacer cambios en sus películas, que lo ha llevado incluso hasta el límite de hacer cortes en la cabina de proyección. Esa continua y camaleónica conducta no era en definitiva más que los sueños y las historias, eternamente vivas en su cabeza. Hoy, la memoria de sus ojos es nuestra.