Buenos Aires en febrero es un error. La humedad dispone. Es una pátina que dilata cuerpos y edificios. En un mismo movimiento, los expande y los suprime. Nada se salva. O quizás sí: ciertos zaguanes y la oscuridad del cinematógrafo. En febrero murió Beatriz Viterbo. Agonizó incontables meses. Clavaba la mirada en el techo y buscaba una excusa para descargar su disgusto. Una grieta en la pintura o una mancha de humedad, por ejemplo. Daba a entender que la muerte no era su problema sino toda esa menudencia, esa vasta nadería que hace del mundo un espacio habitable. Era su forma de eludir la aflicción. Imperturbable, Viterbo. Me recibía erguida, con las manos apoyadas en la sábana. Apenas distraída por el dolor. Se fue de mañana. Pasó sus dedos por el cabello; dio un suspiro último y profundo. Sentí su muerte como algo antinatural. Deambulé horas por la ciudad. Terminé en un bar angosto –casi un pasillo– por la calle Chilavert, en Constitución. Ocupé la única mesa que había junto a una ventana. Vi a unos tipos subidos a un andamio que reemplazaban una publicidad por otra.
Tuve un pensamiento estúpido: el universo ya no era el que ella había conocido. Pasó el tiempo y me hice dueño de su memoria: no hay quien discuta la potestad de un recuerdo. El 30 de abril era su cumpleaños. Pensé en ir a la casa de la calle Garay a saludar a su padre y a su primo Daneri. Reencontrarme, de alguna manera, con la escena que le dio carnadura a Beatriz Viterbo y que ahora no la contiene; la escena que poco menos que la niega.