La mañana caliente que Betty Alaverba chupó faros, luego de una penosa tortura que no se rebajó en ningún momento al chantaje sentimental y mucho menos al suelo, percibí que cierta propaganda de los cigarrillos Delicados rubios –esos bien diferentes– era cambiada por otra, más bien inmunda. El hecho me dolió, pues comprendí que su camino en pos de los dominios de Mictlantecuhtli la apartaría de mí ya para siempre, condenándome a la silueta de su reflejo desvalido en el espejo retrovisor de su mirada. Muerta y enterrada, yo podría dedicarme a su memoria, importándome poco que burlara brazos y pecho dado que le labraría prisión mi fantasía. Recordé que el 30 de abril se celebraba el Día del Niño, y por ello acudí a su casa tomando la ruta 100 con rumbo Calvario-Panteón-Fovissste. La sobrevivían su padrastro, un estirado que nunca me tragó, y también su primo hermano, Carlos León Contreri, un papanatas al que le apodaban el “Mofles” y a mí siempre me cayó bien por alburero y alivianado. De nueva cuenta la espiaría, sólo que ahora cortita y al pie, a través de las fotos que sus parientes tenían regadas por el departamentico: Betty embarrada de pastel y también con la pierna enyesada; Betty la vez aquella en que visitaron Ixtapan de la Sal y también comiendo zacahuil en Huejutla; Betty inmaculada y hermosa el día de boda con Roberto, el dueño de las maquinitas, y poco después, ya divorciada, en el baby shower de su madrina Ladeya. Betty perfecta, de frente y a las tres y cuarto, con la mano en el mentón; Betty la hermosa, nunca mi Betty. Por suerte no estaría obligado, como siempre que vine y se me hizo saber, a hacerme guaje entre las TVnotas que me volaba del dentista y solía traerle a manera de ofrenda, mismas que nunca revisó, puesto que las partes recortables seguían, como desde endenantes y hasta entonces, sin recortar.