Hace poco, alguien me recomendó
Monserrat, la última novela de Daniel Link, nuestro gurú
literario. Respondí, movido por el prejuicio, que no la pensaba leer. ¿Cómo va a ser bueno ese
libro si lo escribió por entregas en Internet?, pensé entonces, como si Dickens no hubiera escrito
Oliver Twist con método parecido.
Sin embargo, días más tarde, me encontré participando en el lanzamiento de un blog. Ya había
escrito para el ciberespacio, pero esta vez era distinto: era uno de los dueños de la página y me
sentía responsable por su presentación, por su contenido, su ritmo, su relación con los lectores.
Más allá de que se supone que “blog” equivale a “bitácora” y debería ser,
según los ortodoxos (porque en la Web ya hay ortodoxos), un diario personal lo más frívolo posible,
es de hecho un medio gráfico como cualquiera, en el que nada impide ser absolutamente serio, pero
en el que no hay que comprar papel ni lidiar con la imprenta.
La inmediatez de la escritura en Internet va acompañada de una relación con los lectores sólo
comparable a la que se tiene en la radio con la audiencia: una cercanía que se aproxima a la
intimidad. Es cierto que hay páginas que se arman como revistas, que hasta tienen fecha de
publicación fija, y otras que no le dan lugar al público. Pero si se permiten comentarios
interactivos, que es lo que ocurre en la mayoría de los blogs, el contacto se vuelve intenso. Los
lectores no sólo quieren expresarse, sino que reclaman que se dialogue con ellos. Como en la radio,
efectivamente: Internet es compañía para los solitarios.
Esta promiscuidad puede ser halagadora, pero no deja de tener sus complicaciones. Para
empezar, la particular violencia del medio, generada por gente (o sea, nosotros) que quiere
discutir, pero pasa muy rápido a agredir e insultar. No importa demasiado a quién. Poder
descargarse y que alguien nos lea o nos escuche es un placer extraordinario. Esto lleva a que
empresas supuestamente abiertas, abnegadas y cooperativas, como la ya famosa Wikipedia, terminen
generando rutinas policiales contra los vándalos y contra los disidentes.
Es que en cada momento de la Web, ya se trate de pornografía o de agricultura, conviven dos
fuerzas. Una es centrífuga y anarquista, su único parámetro es la libertad de expresión. La otra es
centrípeta, trata de organizar y normalizar el caos, de utilizarlo, de forzarlo a parecerse a
experiencias más tradicionales. La historia es muy corta y por eso impredecible, aunque la
publicación electrónica afecta el futuro del tráfico de palabras, de imágenes, de sonidos. Sabemos,
por lo pronto, que hace tambalear a las empresas de correo y ya se comió a un gigante de las
disquerías.
Cuando uno se ocupa de un modesto blog, estas consideraciones comerciales parecen fuera de
lugar. Pero para concluir, permítanme relatar una anécdota que revela hasta qué punto hay que
desconfiar de las empresas sin fines de lucro. Un día se me ocurrió reseñar un libro de un escritor
argentino al que, por pudor, llamaremos Sergio Bizzio. Inmediatamente, nuestro blog empezó a
recibir comentarios que se repetían: “Esa novela es muy buena”. “Bizzio es
genial”, etc. Como la Web es perfecta para el disfraz, para el cambio de identidad, para el
anonimato, sólo la identidad de algunas direcciones nos permitió dudar del embeleso colectivo con
el autor y pensar que se trataba de una broma o de una campaña publicitaria muy primitiva
organizada por allegados al autor. En eso estaba, cuando caí en la cuenta de que había leído la
novela porque alguien, en un blog, la había recomendado en términos parecidos. En el fondo, todo lo
que ocurre en la Web, hasta la literatura, puede ser un gran juego de simulación. Este ejemplo
homeopático descubre, además, una manera de ejercer el proselitismo, de torcer la voluntad de la
opinión pública, de tomar el poder a escala nacional o mundial. Quién sabe… Los misterios de
la Web nos acechan.