Ciertas presencias llegan a nuestra vida como señales de pasado y futuro a la vez, de recogimiento y expansión al mismo tiempo: así fue mi experiencia de amistad con Arnaldo “Cacho” Calveyra y mi memoria de nuestro encuentro en el París de fines de los 50 y principio de los 60. Según recuerdo, lo primero que impresionaba en él era una mirada azul de águila incisiva, acompañada de una sonrisa suave y acogedora: lucidez implacable y dulzura obstinada al mismo tiempo.
Recuerdo un viaje a Mont Dore y otro a Beauvais, con amigos: aprendí a valorar entonces su ternura escondida, su suave socarronería provinciana, su inteligencia sutil y vestida de una rara modestia. Guardo una veintena de cartas de él –algunas con esa gracia alada que solía tener su escritura, a veces alegre de nostalgia: “¡Agua fresca! ¡Anoche, un amigo hispanizante abrió la puerta de mi pieza y me gritó: agua fresca! ¡Qué chapuzón despavorido, qué reencuentro con nuestro español, nuestro lirio fuerte! Sí, creo que nuestro amor a nuestra lengua nos une más fuertemente”. Y otras veces con imágenes enigmáticas y esa sintaxis inacabada que era su sello fundamental: “Tendré raíces en la muerte. Sigue pasando ala volcada de presentimientos, querida búsqueda, querida, no rompas, que no se rompa porque tanto cristal en pedazos ¿cómo podrían ir las niñas descalzas por la luz?”. Y también la confidencia cariñosa: “Pienso que vamos a escribir juntos, no va a ser mala la vida con nosotros. Te sabes reír y yo también, pese a los entuertos de paso. ¿Te gusta la música folclórica? Aquí estuvieron Los Incas y yo comencé a desayunarme en esa preciosura de rimo y color hasta la grandeza. Ya estoy serio, ya estoy bromeando. Escríbame, escribime, escríbeme, escribibime. En el fondo yo sé que todavía no sabes. Adiós corola fondo azul (¡pero escribime!)”.
Teníamos un territorio común que defender en aquel París imponente de la Guerra de Argelia y Camus, de Sartre y Gérard Philipe: nuestra infancia provinciana –él en Entre Ríos, yo en la provincia de Buenos Aires– y el querer una poesía distinta, que se alejara tanto de los modelos extranjeros como de la retórica tradicional que todavía plagaba la lírica argentina de entonces. Cartas para que la alegría –conservo su primera edición dedicada como una reliquia imperdible– fuera para mí una revelación, y sigue siendo, a mi juicio –acaso contaminado por el cariño que experimenté al reconocerme en sus páginas–, lo mejor que escribió Arnaldo en toda su vida:
“El viaje lo trajimos lo mejor que se pudo. De todas las mariposas de alfalfa que nos siguieron desde Mansilla, la última se rezagó en Desvío Clé. Nos acompañamos ese trecho, ella con el volar y yo con la mirada. Venía con las alas de amarillo adiós y, de tanto agitarse contra el aire, ya no alegraba una mariposa sino que una fuente ardía.
”La gallina que me diste la compartí con Rosa, ella me dio un budín. En tren es casi lo que andar en mancarrón.
”Los que tocaban la guitarra cuando me despedías vinieron alegres hasta Buenos Aires.
”Casi a mediodía entró el guarda con paso de ‘aquí van a suceder cosas’, y hubo que ocultar a cuanta cotorra o pollo vivo inocente de Dios se estaba alimentando.
”En el ferry fue tan lindo mirar el agua.
”¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara”.
Lo coloquial tranquilo y manso, la mirada que vuela en la mariposa, se detiene en la cotorra y da paso a la confidencia melancólica en la última línea: tales eran los dones de Arnaldo. Pero también los de adivinación: cuando regresé a Buenos aires después de un año en París –1958-1959–, recibí una carta de él donde me decía: “¿Sabes? Me parece que estás volviendo”. Al día siguiente abrí el diario: se anunciaba una beca de intercambio, por la cual dos franceses vendrían a Buenos Aires y dos argentinos irían a París por un año. Me inscribí y la gané, y al año siguiente volvíamos a caminar por las calles de París con los amigos. Eramos afortunados: era el París de Cortázar y de Pizarnik, de Octavio Paz, de María Elena Walsh y Violeta Parra. Hablábamos de poesía; yo veía asomar en la suya esas preguntas que recuerdan a Gelman y a Neruda, ese chorro que brilla en la fuente de María de Medicis, visto por sus ojos a través de un puente de castaños parisienses y catalpas entrerrianas que exorcizan el olvido.
La mayor parte de sus libros se publicaron primero en francés y luego en castellano, raro azar para un escritor latinoamericano. Pero hubo en él una fidelidad indeclinable hacia su raíz: contrariamente a la mayoría de los escritores que escriben en países ajenos, actualizándose, apropiándose de inflexiones y técnicas circundantes, él logró hacer pasar a la sofisticada textura del francés literario la tonada profunda e inconfundible de su pasado irrenegable. Natural sin facilismos, íntimo sin amaneramientos, él permanecía en un lugar absoluto de infancia del que nadie ni nada podía arrancarlo: una rama de sauce sobre el río, flexible pero inquebrantable. Un sobreviviente de la nostalgia y un raro testigo de la felicidad.