Acabo de leer por tercera vez Contra la interpretación, de Susan Sontag. En la última página encuentro la factura de compra, de la desaparecida librería Premier, en enero de 1986. Eso implica que leí el libro tres veces en veintiún años, quizá sea demasiado, un exceso. No obstante, como la primera vez, me sigue pareciendo un libro maravilloso, uno de los grandes momentos en la historia de la crítica cultural del siglo XX. Publicado originalmente en 1966, el libro asombra por su buen ojo, la justeza en la elección de los autores y temas tratados. Repasemos por un instante la situación: una intelectual norteamericana, de alrededor de 30 años y con sólo una novela publicada (El benefactor), descubre la cultura de posvanguardia europea. Esas seis palabras (intelectual, norteamericana, descubre, cultura, posvanguardia, europea) deberían predisponernos para lo peor. Sin embargo, el libro no se equivoca, acierta en todo: antes que nadie en los Estados Unidos, habla de Michel Leiris y de Simone Weil, de Nathalie Sarraute, de Godard, de Bresson y de Resnais. Desde entonces, Sontag instaura una verdadera política del gusto que perdura hasta nuestros días.
Entusiasmado por esa lectura, decidí releer (pero sólo por segunda vez) Sobre la fotografía, también de Sontag, publicado una década después. En el comienzo, escribe dos frases notables. Una: “Parece francamente antinatural viajar por placer sin llevar cámara”. Otra: “Mediante las fotografías cada familia construye una crónica de sí misma, un conjunto de imágenes portátiles que atestigua la solidez de los lazos”. Como si Sontag viniera a decirnos que no hay familia sin álbum de fotos, y no hay vacaciones sin cámara en mano. Todos conocemos, experimentamos y hasta padecemos la escena: las fotos en las vacaciones y luego la familia reunida, el álbum entre los muslos o sobre la mesita ratona, repasando los momentos de dicha compartida. Muchos de nuestros recuerdos se van cimentando no sobre la experiencia vivida, sino sobre el recuerdo de la foto: yo me acuerdo perfectamente de una foto mía, a los siete años, disfrazado de el Zorro, en un balcón de una casa en Villa del Parque; pero no tengo recuerdo alguno de haberme realmente disfrazado.
Sin embargo, hay algo levemente envejecido en la certeza de ambas frases. Pese a la contemporaneidad con la cámara Polaroid, Sontag es todavía deudora de la fotografía con rollo, del relevado, del cuarto oscuro. Del acto de ir a buscar las fotos (en rollos de 24 o 36) al negocio de la esquina, y descubrir allí que algunas salieron bien, otras movidas y otras directamente nunca salieron (en general, la última foto del rollo). Se compraba también el álbum, se colocaban con algún criterio clasificatorio (cronológico o temático), y luego se guardaba junto al álbum del año anterior. Pero la cámara digital cambió todo. Prácticamente ya nadie imprime fotos. Las tomas que quedan (ya que con la cámara digital se vive descartando en tiempo real), se archivan en CD, en el disco duro de la PC, o en algún otro tipo de soporte digital. Es poco frecuente ver una familia reunida frente a un monitor de PC o frente a un televisor, viendo fotos. Más sencillo y corriente, es mandar por mail una selección de las mejores fotos. Cada uno las ve por separado, o a lo sumo, de a dos.
Es que la cámara digital vino a acompañar la crisis de la familia. Como es sabido, la institución familiar, monoparental, tradicional, parece estar en un punto de no retorno. La descripción de Sontag de la familia reunida frente al álbum señalaba la época en que las parejas duraban décadas, los hijos eran todos de los mismos padres, y todavía había lugar para el relato oral. Ahora las fotos digitales marcan la época de la familia estallada, fragmentada. Con las horas contadas. Más allá del formato –digital o reveladas–, las fotos envejecen. Y cuando lo hacen, salen ganando. Como escribe Sontag: “El tiempo termina por elevar casi todas las fotografías, aún las más torpes, al nivel del arte”. El placer de ver fotos viejas es algo de lo que nunca nos repondremos.