CULTURA

“No quiero volver a escribir sobre la guerra”

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No quiero volver a escribir sobre la guerra nunca más, me dije. Mucho después de haber concluido La guerra no es una mujer, un libro sobre la Segunda Guerra Mundial, todavía me podía descomponer ver a un niño con sangre en la nariz. No soportaba mirar cómo los pescadores del interior tiraban alegremente la pesca del día en la arenosa orilla del río. Esos peces, arrastrados desde las profundidades de Dios sabe dónde, con sus ojos vidriosos y saltones, me daban ganas de vomitar. Me atrevo a decir que todos tenemos nuestro umbral de dolor −tanto físico como psicológico–. Bueno, yo ya había alcanzado el mío. El aullido de un gato atropellado por un auto, o hasta ver un gusano aplastado, me podía hacer creer que me estaba volviendo loca. Sentía que los animales, pájaros, peces, todo ser viviente tenía derecho a una vida propia.
Y de pronto, si se le puede decir de pronto a una guerra que estaba sucediendo desde hacía siete años…
Un día acercamos en auto a una chica joven. Había ido a Minsk a hacer mandados para su madre. Tenía una bolsa grande de la que salían cabezas de pollo, me acuerdo, y una bolsa de compras llena de pan, que puso en el baúl.
Su madre la estaba esperando en el pueblo. O, mejor dicho, estaba parada en la entrada de su jardín, lamentándose.
—¡Mamá! —la niña corrió hacia ella.
—Oh, mi chiquita, nos llegó una carta. Nuestro Andrey en Afganistán. Lo van a mandar a casa, como mandaron a Ivan Fedorinov. Un niño pequeño necesita una tumba pequeña, ¿no es eso lo que dicen? Pero mi Andrey era grande como un roble y medía más de un metro ochenta. “Sentite orgullosa de mí, Ma, ahora estoy con los Paras”, nos escribió. Oh, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Puede alguien decirme por qué?
Después, el año pasado, pasó algo más. Fue en el área de espera semidesierta de una terminal de ómnibus. Un oficial estaba ahí sentado con un maletín y al lado de él había un chico flaco, que por la manera en que tenía afeitada la cabeza se notaba que era un soldado.
El joven soldado estaba cavando la tierra de una maceta (recuerdo que era un ficus viejo y seco) con un tenedor de cocina común y corriente. Un par de sencillas campesinas se les sentaron al lado y, por pura curiosidad, les preguntaron a dónde iban y por qué, quiénes eran. Resultó ser que el oficial estaba escoltando al soldado a su casa. Se había vuelto loco:
—Estuvo cavando desde que nos fuimos de Kabul. Cualquier cosa que puede agarrar, la usa para cavar: pala, tenedor, palo, lapicera… lo que se te ocurra, él lo usa para cavar.
El chico levantó la vista y balbuceó:
—Tengo que esconderme… Voy a hacer una trinchera… No me va a llevar mucho tiempo… Tumbas fraternas, les decimos… Voy a hacer una buena trinchera para todos ustedes…
Era la primera vez que veía pupilas tan grandes como los mismos ojos.
¿De qué está hablando la gente en este momento, después de siete años de guerra? ¿Sobre qué escribe la prensa? Sobre nuestro déficit de comercio y asuntos geopolíticos, tales como nuestros intereses imperiales y nuestras fronteras del sur. Lo que sí se escucha son rumores susurrados sobre las cartas que se envían a los edificios de mala calidad de las ciudades y a las pintorescas casas de campo de los pueblos… Seguidas, poco tiempo después, de los ataúdes de zinc, demasiado grandes para caber en esas conejeras que construyeron en los sesenta (Khrushchevki, les dicen). Se espera que las madres, postradas de dolor sobre los fríos ataúdes metálicos, se recompongan y den discursos en sus comunidades, incluso en escuelas, exhortando a los muchachos a ‘cumplir con su tarea patriótica’. Las noticias de los diarios con cualquier tipo de mención sobre nuestras bajas son censuradas sin compasión. Quieren que creamos que “un contingente limitado de fuerzas soviéticas está ayudando a un pueblo hermano a construir el camino a seguir”, que están haciendo un buen trabajo en las kishlaks (la palabra local con la que se refieren a las aldeas), que nuestros médicos del ejército están ayudando a las mujeres afganas a dar a luz a sus bebés. Mucha gente lo cree. Los soldados que están de licencia van con sus guitarras a las escuelas y cantan cosas sobre las que deberían estar llorando.
Tuve una larga charla con uno de ellos. Intenté que me admitiera lo espantoso de la decisión: disparar o no disparar. No llegamos a ningún lado, aparentemente para él no había ningún problema. ¿Qué está bien? ¿Qué está mal? ¿Está bien ‘matar en nombre del socialismo’? Para estos jóvenes los límites de la moral están definidos por las órdenes militares que reciben.
Yuri Karyakin escribió una vez: “No deberíamos juzgar la vida de un hombre según su apreciación sobre sí mismo. Tal apreciación podría ser trágicamente inadecuada”. Y leí algo similar en Kafka, según quien el hombre está irremediablemente perdido dentro de sí mismo.
Pero no quiero volver a escribir sobre la guerra...

Fragmento de Los muchachos de zinc (1989).
Traducción del inglés de Florencia Parodi.